Especial: Juegos Olímpicos Beijing 2008
Foto: Siri StaffordLa pasión por el fútbol

Comparte este contenido con tus amigos

I

¿Cuál es el monosílabo más largo de la lengua española?: ¡Gooooooooool! Acaso la mayor aportación de los cronistas deportivos a la historia de la gramática castellana. Para castellanizarlo, al vocablo inglés se le restó una vocal —la letra a— y se le añadió un número considerable de letras o. El resultado del canje contribuyó a que la expresión se alargue o acorte según el ánimo nacional: un gol de nuestro equipo en copa mundial contiene un número insospechado de letras o; la anotación del equipo contrario —en cambio— se le reducirá a su mínima expresión, casi a una rabieta gutural por lo que apenas y se asoman una g y una l; prosodia oscura que delata el fervor exagerado por el gran Juego del Hombre (Ángel Fernández, dixit) y que nos pone de golpe frente al frágil espejo de los nacionalismos exaltados.

El chovinismo es un show. Casi siempre una actuación, una impostura, en el mejor de los casos una catarsis momentánea. No se demuestra, se exhibe. Al menos en México, demostrar amor por la patria y apego a ella sólo puede expresarse en forma expansiva, estridente o a través del estropicio. No en el recogimiento de quien cena cada noche con su familia, en el acto rutinario de hacer la declaración anual de impuestos, tirar la basura en el bote más cercano, o acercarse la ventanilla correspondiente para pagar una multa por alguna infracción cometida. Así no se nota, o mejor dicho, así no se puede notar. El cariño inmarcesible por la-tierra-que nos-vio-nacer se expresa a gritos, en la calle, por la noche, a golpes de banalidad televisiva, a fuerza de rituales desangelados, de ademanes simiescos y leyes ultra nacionalistas que confirmen el mayor Perogrullo de todos: “como México, no hay dos”. Pobre de aquel extraño enemigo que ose profanar con su planta nuestro suelo, con sus inversiones nuestra amadísima industria, o con su balón la meta de nuestro arquero nacional.

Los mexicanos bien nacidos gritan su amor por el país en una cuantas ocasiones propicias: la noche del 15 de septiembre; la noche de su boda, o de su graduación escolar —no importa si el que vocifera ha terminado la secundaria o un doctorado en Harvard—; es dable también acudir a la expansión de la laringe tricolor para celebrar que “un paisano” —algo aun más comprometedor que “un mexicano”— se elevó en el podio de los medallistas olímpicos o alzó los brazos —victorioso y vapuleado— en el cuadrilátero de un casino de Las Vegas; pero acaso el grito delator alcanza su registro más agudo y afectado cada vez que la selección mexicana de fútbol remueve, así sea por un instante, las esperazas de grandeza deportiva de una nación que ha sufrido lo mismo el oprobio de la bota militar extranjera, que la afrenta de ser derrotados por el equipo alemán en el Estadio Azteca, gran altar de los sacrificios nacionales en donde todos y cada uno entregan el corazón.

“Pinches nazis” rezaba una pintada en el barrio de Santa Úrsula —a un costado del gran altar de los sacrificios— pocos días después de la derrota de 1986 a manos del enemigo teutón y en serie de penaltis. País pendenciero, futbolero y guadalupano, en el amor por la camiseta verde de los seleccionados nacionales se ha llegado a la síntesis más grotesca y atroz de lo que entendemos por apego al terruño.

Como el acto gregario de ir a mear en la cantina en jubiloso tropel y nunca en solitario, por lo regular cuando un mexicano se desgañita a nombre de la patria no lo hace solo sino acompañado. El mexicano grita u orina en compañía de su gente, de la raza, del compadre. De ahí la triste paradoja de nuestros presidentes: ellos son los únicos mexicanos que gritan solos. Desde la absoluta soledad de la tribuna, al término de su informe anual de gobierno, los presidentes se arrojan a los brazos de la patria y resuelven en un grito la fatigosa lectura transmitida en cadena nacional: “¡Vivaaa Meeéxicoo!”.

No podría ser de otro modo. Imposible que el presidente se despidiera del Congreso acudiendo a una fórmula tradicional de la cortesía. Por ejemplo, “gracias por su atención” o bien, “eso es todo, con su permiso me paso a retirar y nos vemos el año entrante”. Claro que no, el presidente —anticipándose al aplauso que se avecina— grita, se conmueve, se inmola en un grito, y asume que es el actor principal en el espectáculo nacionalista que nutre de muecas, palmadas, silbidos y desplantes parlamentarios, la cita anual con el fantasma de las desilusiones sexenales.

El chovinismo futbolero, y su hermano mayor, el nacionalismo, todo lo reducen a una triada fetichoide: sólo así se explica el intento por contener la identidad en tres colores: verde, blanco y rojo; en tres objetos: el tequila, el chile y las tortillas; y en tres sílabas: Mé‑xi‑co. Peor aun, esta reducción —de sí abominable e injusta— admite otra más: tres letras que todo lo contienen y todo lo simbolizan, las tres letras taumaturgas de la pasión nacional: gol.

Los show‑vinistas que acuden al Monumento de la Independencia de la ciudad de México para celebrar las glorias del equipo tricolor, son ejemplares de colección para el museo universal del exhibicionismo. Su mayor anhelo: aparecer en pantalla pintarrajeados, echando desmadre, eufóricos, tribales e incontenibles. En términos mediáticos, han logrado lo que parecía insuperable: reducir de 15 a 2 los segundos que Andy Warhol postuló como el tiempo mínimo de fama al que todos tenemos derecho. Dos segundos o acaso menos, el tiempo necesario para mandar lo mismo un saludo por televisión o una alegre mentada de madre. Ya no se buscan tres décadas de prosperidad, como ocurrió en el llamado “Milagro Mexicano” de la postguerra, sino tan sólo noventa minutos de emoción, alrededor de seis horas de celebración y unos pocos segundos en pantalla que aseguren el pase a la posteridad, o simplemente a cuartos de final. El chiste es mostrarse y demostrarle a los otros —pero sobre todo a nosotros mismos— que el amor por México lo llevamos en las venas, por donde corre sangre, ozono y cerveza.

 

II

Cierta noche canicular de 1993, en la glorieta que resguarda a la Columna de la Independencia de la ciudad de México, se dieron cita a los pies de lo que se conoce como el “altar de la Patria” el más variopinto catálogo de caballeros y damas pertenecientes a la congregación de los amantes del fútbol.

Ahí, a los pies de la columna sobre la que se encarama el “Ángel” de la Independencia —reconstruido tras su caída fatal en el terremoto de 1957—, danzando en círculo y brincoteando, a pie, en bicicleta o sobre los hombros de otros colegas, se hallaban reunidos los mejores hijos de la patria. Una gran asamblea igualitaria y libérrima cuyos diferentes orígenes sociales se confundían en un marasmo donde el color verde y los grandes sombreros predominaban. El sudor masivo y la emoción colectiva rubricaban sin lugar a sospechas el acontecimiento más importante de la temporada: el pase de México a una final de un campeonato internacional de primera línea.

La turba no imaginaba —pues ello hubiera resultado anticlimático en ese momento— que el monumento encargado por el general Porfirio Díaz al arquitecto Antonio Rivas Mercado, para celebrar el centenario de la Independencia en 1910, era una pieza más próxima a la imitación que al hallazgo creativo y que, al menos en términos estrictamente arquitectónicos, desmerecía por mucho su condición de símbolo nacional. El propio Díaz pagó un largo viaje de Rivas Mercado por Europa, que tiempo después regresó con el boceto de una columna en cuya cima se erigía un torso alado y femenino, que no era otra cosa que la constatación de una doble impostura: todo aquel conjunto le debía tanto a la Columna de la Plaza de la Bastilla en París, erigida siete décadas atrás para honrar a los caídos en levantamiento contra la monarquía de Carlos X; y a su vez tenía tanto en común con el Ángel de la Victoria que coronaba el cielo de Berlín desde 1873, a encargo del Káiser Wilhelm II —a la sazón el último emperador de Alemania—, que el monumento mexicano dejaba más que en entredicho su pretendido simbolismo de independencia.

Original o no, lo cierto es que esa noche no faltaba nadie a la cita. A los pies de la Columna, el Pucas y su pandilla corrían sin tregua alrededor de la glorieta no menos eufóricos que el resto de los peregrinos. Aquella banda de conductores de peseros y mecánicos viajaron a bordo de una flotilla de microbuses desde algún punto incierto en el oriente de la ciudad. Poco antes, de camino a la celebración, vaciaron la vinatería de un incauto, que hubo de pagar con un botellazo en la cabeza y una retahíla de insultos la osadía de mencionar el pago de las cervezas, cuando estaba claro, para el Pucas y los suyos, que aquel día las cervezas, las botanas y los goles corrían por cuenta de la patria.

No había un guión preestablecido para agradecer a los dioses el favor de la victoria. Simplemente los hinchas brincaban, bailoteaban y daban vueltas y vueltas bajo el influjo de una sola consigna demencial, que se repetía como un credo: ¡Mé-xi-co! ¡Mé-xi-co! Eran miles, eran un chingo, eran la encarnación del amor, y todos parecían poseídos por la misma histeria febril, incontenible.

Cerca de ahí, en el bar de un gran hotel de cinco estrellas, apuraban los últimos tragos de la primera etapa del festejo Nacho, Paúl, Adrián, el Coque y resto del grupo de corredores de bolsa y ejecutivos de finanzas que se citaron para ver el partido en una pantalla gigante dispuesta para la ocasión. No sabía aquella partida de jóvenes relamidos que abandonar la comodidad del hotel para unirse al resto de la grey, habría de ponerlos de golpe ante una realidad abrumadora: la notoria mayoría de jodidos y descamisados en la orgía futbolera, cuyo sudor de raza pura resultaba inconfundible y desafiante.

¡Pinches nacos! —sentenció Nacho—. ¿Ya vieron a ese güey meándose en las garras del león?. —¡Ya lo vi —respondió Gabi Madrazo, que de pronto se supo en medio de una vorágine despreciable y primitiva—, puta... qué asco! Pero ocurrió que al enorme felino de mármol y granito, que se apostaba impasible a los pies de la columna, le importaba menos el tibio baño de orines que al causante mismo de la afrenta, es decir, al Pucas, que se reconoció sorprendido en la felicidad de su acto. Y lejos de suspenderlo, o inhibirse, prefirió girarse un poco para ofrecerle a la audiencia de pirrurris un mejor ángulo desde el cual contemplar la persistencia de sus fluidos y el grosor altivo de su verga, al tiempo que con un ademán de la cabeza les retó sin hablar y como diciendo entre dientes: “Qué pedo, putos”.

Naturalmente a Nacho no le parecía correcto que a un tipo como ese le diera por mostrar su tripa sucia y peluda, y juzgaba increíble que al parecer nadie se percatara de la escena, como no fueran él y sus amigos. Y nada hubiese pasado, absolutamente nada, de haber continuado su marcha en redondel —negando aquella evidencia hostil, o tan sólo de aceptar que aquella multitud no estaba allí para ofender a nadie, ni para dar explicaciones de nada, una turba ciega y extasiada, coro democrático y atroz de un pueblo jubiloso. Pero Adrián no se pudo contener. Adrián miró al Pucas y reconoció en él a la imagen de lo más despreciable, el rostro analfabeta de los descastados, la pose sucia y abyecta de un pendejo insolente.

Y Adrián se le fue a los golpes aprovechando su metro noventa de estatura, y sus clases de box Thai en el Club Libanés. Los gritos destemplados de Gabi y las otras compañeras del banco se diluyeron en la marea ensordecedora de aquella fiesta nacional, de modo que por un momento nadie percibió la gresca, y Nacho, y Paúl, y Jordi, y el Coque, y los demás, que de pronto se encontraron con el cuerpo sudoroso y prieto del Pucas muy cerca de sus pies, les dio por rematarlo como quien se ensaña con un bulto. Le habrán molido a patadas por espacio de un minuto, justo el tiempo necesario para que los otros, es decir, los amigos del caído, reconocieran su ausencia al doblar por la esquina norte de la escena.

En medio de tal alboroto imposible formularse más preguntas, de modo que se siguieron de largo, sin reparar demasiado que su carnal ya no estaba. Y es que el carnal, sincero como era, les había advertido a más de uno de la inminencia de orinar, y de la total inutilidad de suspender la celebración, para buscar alivio a su esfínter en los baños públicos más cercanos, o por lo menos en un paraje menos concurrido. “Orinita los alcanzo” —les dijo el Pucas hasta el tope de cerveza y de fatiga—. Despreocupados entonces, le dieron otra vuelta a la ciclopista tricolor, sin sospechar que el más cabrón y padrote de la banda había sucumbido al ataque artero de una caterva de ricachones.

Pero se cumplió la vuelta, y alcanzaron de nuevo el sitio de marras, y se detuvieron en seco al contemplar en la escalinata blanquecina de la Columna el cuerpo castigado del más raza entre la raza, y descubrirlo con el horror antiguo de los soldados que descubren el cuerpo ensangrentado de su general en el campo de batalla, como si el Pucas fuera Nelson, o Rommel o Alejandro Magno, o el Pipino Cuevas en la lona.

El Pucas, raza entre la raza, desfallecido y todo, tuvo energías para acusar a los culpables. ¡Alcancen a esos culeros! ¿Pero a quiénes? Imposible identificar a los agresores en aquella marabunta. Y en realidad Nacho y Adrián y el resto, hubieran podido confundirse entre la turba vocinglera, que le daba vueltas y vueltas a la alta torre penígera como musulmanes en la Meca, a no ser porque en la huída irracional desafiaron las leyes de la dinámica, y en lugar de respetar el flujo anular de la masa enardecida —para diluirse en aquel transcurrir sanguíneo—, les dio por buscar un resquicio transversal en la rotonda de carne y almas aguerridas, de modo que el Boy —lugarteniente del Pucas, pudo reconocer al vuelo a uno de los probables agresores: gordo, rubio, de piel rosada, traje a rayas y colita de caballo, que manoteaba desesperado contra las paredes de un camión de redilas, sobre el que se apostaba una banda de rock que le obstruía la escapatoria.

Fue entonces cuando el Boy dio la señal de alarma: ¡Atrapen a ese pinche cerdo! ordenó con aire marcial y el índice de la mano izquierda en plan jefazo. Y sus huestes secundaron la invectiva con la habilidad siniestra de los jíbaros del Amazonas que la emprenden contra un mono. Y al cerdo, es decir al Coque, no le quedó mas remedio que contener un grito de dolor, mientras le sometían a estocadas, como a Julio César en las puertas del Senado.

La sangre y los gritos apagados del Coque llamaron por fin la atención de una parte de la turba, que se disolvió en estampida presa de una histeria pasajera. A bordo de un helicóptero de la televisión, que transmitía el festejo en directo y en cadena nacional, un reportero contempló la escena sin adivinar la violencia que cifraba, y pudo percibir con claridad cómo de pronto se abría un boquete en aquel amasijo de toros de ronda que un segundo antes avanzaba lento, impasible, como un magma tricolor.

Bien mirado, aquel huir desordenado y repentino de la gente se parecía al de las hormigas que se apoltronan hambrientas sobre el cadáver de un grillo, y que de pronto se dispersan en todas direcciones ante la intrusión de un enemigo mayor. El reportero pudo percibir, en medio del alborto, la formación de dos contingentes que avanzaban en la misma dirección a una distancia considerable uno del otro, como persiguiéndose a toda velocidad. No sabía naturalmente que aquellos dos escuadrones a la carrera era la expresión última y más acababa de aquella noche de suave patria y fundamentalismo nacional: pobres contra pudientes, gañanes vengativos a la caza de pirrurris sin dios y sin diablo. Los treinta desarrapados del Pucas, contra los quince o veinte corredores de bolsa que —vaya redundancia— corrían y corrían de la mano aterida de sus novias.

La persecución pronto abandonó el perímetro de los festejos para trasladarse a la zona de bares y restaurantes más próxima al lugar de los disturbios. Ahí, en un bar de poco lustre en el que se habían dispuesto por todas partes televisores fijos al techo —para que la clientela siguiera de cerca la actuación de los seleccionados nacionales—, un cantinero secaba copas y vaciaba ceniceros mientras que por la televisión se escuchaba la conseja de un conductor muy popular, aleccionando al público con voz engolada: “Les quiero recordar, amigos, que esta es una gran noche para la historia del fútbol mexicano, debemos conservar la calma y festejar ordenadamente. Estamos muy cerca de la gloria... hay que conservar energías para la gran final, ¡vamos, muchachos..!”. El timbre nasal del locutor y las mesas sucias de aquel lugar —que por más de noventa minutos albergó las esperanzas de todos y cada uno de los comensales— le imprimían a la escena un aire decadente.

Como no fueran dos o tres tipos fulminados por el ron, no había nadie más en el bar. Todo mundo, incluyendo los meseros, celebraba a esas horas por las calles, o hacía largas colas en los estacionamientos de la Zona Rosa a la espera de sus autos. Intranquilo ante el riesgo que suponía hallarse solo con el dinero de las ventas en la caja registradora, para el cantinero la irrupción violenta de un grupo de chicos le pareció un mal augurio. En previsión, saco del cajón un revólver espectacular, pero no hizo falta empuñarlo, porque los jóvenes —lejos de amenazarle— se siguieron de largo rumbo al baño. Sólo por un momento la mirada suplicante de los muchachos le hizo pensar al dueño de aquel sitio que buscaban sanitarios con la urgencia de un diarreico, porque enseguida un segundo grupo hizo su entrada en el lugar y entonces comprendió que éstos venían en pos de los primeros: tres chicas bien vestidas y formadas y dos hombrecillos de traje, que para esos momentos se estarían cagando del susto en los retretes ubicados al fondo de aquel garito.

Los recién llegados eran el Boy y otros cuantos de su tropa, como siete, tal vez nueve, que entraron muy pero muy gandayas, con la pose ecuánime de quienes saben que tienen acorralada a la prensa y se toman su tiempo para el remate final. El revólver del cantinero rápidamente regresó al cajón y su pensamiento se concentró en lo que parecía la inminencia de un atraco. El Boy le dirigió una mirada elocuente y sin concesiones que a todas luces significaba “¿Dónde se metieron?”. El cantinero respondió con el mentón apretado y un simple movimiento digital que apuntaba hacia el fondo, delatando a los intrusos. El Boy, como si hubiese leído el guión de una cinta de mafiosos, apuró un trago de quién sabe qué —abandonado sobre la barra—, convocó al resto de los suyos con un ademán gastado y avanzó con paso firme, ya sin prisas.

Del otro lado de la puerta, que separaba los baños angostos del resto de la cantina, le esperaban Nacho, Jordi, Mónica —la novia de Nacho— y sus dos primas. Apenas y gritaron. A Nacho y a Jordi los estrellaron contra el piso pringado de aquel baño, y los cocieron a puñetazos sin ánimo de liquidarlos. Estaba decidido que pudiesen asistir con plena conciencia al momento estelar en el que les hundían por la cabeza en el pozo del retrete, anegado de orines y otros miasmas.

Jordi y Nacho vomitaron, y sólo entonces se desvanecieron por completo, sin poder atestiguar los gritos y jaloneos de las primas, sometidas al intenso manoseo de dos mecánicos y cuatro ruleteros de la ruta Santa Martha-Niños Héroes, mientras que el Boy negociaba con el cantinero la rendición de la plaza.

Le respetarían el mobiliario y los cristales a cambio de su silencio, una propina generosa y dos o tres botellas de tequila. El cantinero no tenía mejor salida que aceptar la oferta, mientras que Mónica soportó de pie y sin inmutarse la embestida vertical de dos plagiarios, a diferencia de sus primas, que se desmayaron a los primeros signos de que serían ultrajadas.

De regreso a la rotonda de la patria y sus desmanes, sucedió que las autoridades de la capital sólo destacaron a un equipo de paramédicos para atender las emergencias que se pudieran presentar en la gran fiesta, lo cual explica la fatal coincidencia de que en el espacio reducido de una sola ambulancia —que ululaba a toda prisa camino al hospital— se apretujaban dos camillas, muy cerca una de la otra. En ésta, el Pucas balbuceaba maldiciones —con varias costillas, una mano y los brazos fracturados—; en aquélla, el Coque convulsionaba con furia mientras se desangraba a toda prisa.

 

“Si logramos detenerle la hemorragia este hombre se puede salvar —comentó un paramédico a su colega—, tengo la impresión de que los navajazos no dañaron órganos vitales, pero lo malo es que ha perdido mucha sangre”.

La conversación pausada de los paramédicos devolvió al Pucas a la tierra. De pronto comprendió lo ocurrido y con el rabillo del ojo identificó a su vecino. Obedeciendo más a su instinto que a sus huesos ensayó ponerse en pie, con el único propósito de contravenir el pronóstico de los socorristas sobre el tipo que se encontraba a su lado. Pero el dolor era insoportable y de un grito seco ahogó las quejas de su esqueleto que no admitía ningún movimiento brusco. Desesperado, intentó girar sobre su eje y como pudo se arrimó hasta que tuvo al enemigo a una distancia tan corta que admitía la posibilidad de embestirlo con la quijada —lo único que podía mover con cierta dignidad a esas alturas. De modo que se decidió a imprimir una dentellada sobre las mejillas regordetas y ya lívidas de su contrincante, que aun así no pudo reaccionar o por lo menos denunciarle a gritos.

Al comprender su descuido, los médicos intentaban despegar al agresor —que se trabó como un perro— y no tuvieron más remedio que aplicarle una descarga eléctrica, originalmente destinada a reanimar el corazón del otro herido. El electroshock hizo saltar al Pucas, mientras que el Coque reaccionó por fin, en vista de que la electricidad pasó a su cuerpo a través de las fauces de su depredador y esto, de algún modo, lo trajo de nuevo al mundo. Y como el Pucas no dejaba de insultar a los paramédicos e intimidarlos con toda clase de amenazas, resolvieron arrojarle con la ambulancia en movimiento. Su cuerpo rodó sobre el asfalto y se estrelló de un golpe seco y definitivo sobre la acera de un camellón, muy cerca ya del hospital.

Mientras tanto el Boy y los suyos abandonaron el bar con sigilo y muy pronto se lograron confundir con el resto de la muchedumbre. Una vez reintegrados a la turba el Boy propuso sin más que era el tiempo de regresar al microbús para ir en busca del Pucas, que a esas alturas debería estar en algún hospital de la Cruz Roja. A decir verdad, le inquietaba menos el Pucas —hierba inmortal— que el gordo ajusticiado al que suponía muerto, e incluso debía admitir para su fuero interno que echarles montón a las tres viejas no estaba dentro de lo previsto, a diferencia del resto de la pandilla, que lejos de lamentarse festinaban la ocurrencia entre empujones y carcajadas de hienas.

Cuando se dio cuenta de que sería imposible interrumpir el ánimo extasiado de los pocos del grupo que a esas alturas le seguían, se convenció de que lo mejor sería dar marcha atrás para ir en busca de su armatoste de veinticinco pasajeros, y comprendió a su vez que no tendría mas remedio que cantar retirada en solitario.

Inquieto por desconocer el paradero de su gran cuate del alma, el Boy se montó al microbús y todavía no atinaba a insertar la llave del encendido cuando escuchó una voz familiar desde el fondo de la Chevrolet. “Quihubo cabrón”, le dijo la voz, que en un principio identificó como la de algún rezagado del grupo esperándole en la penumbra. Esbozó una sonrisa en el momento mismo que se giró para identificar al personaje, y en ese preciso instante la sonrisa devino mueca, cuando descubrió que un tipo se le acercaba a grandes zancadas desde el fondo del camión, con algo parecido a un gran tubo entre las manos.

Era el vinatero. El mismo que había asaltado y descalabrado un par de horas atrás y que por fin le daba alcance —tras una búsqueda por demás previsible— con todas las ansias de ponerle una gran madriza al hijo de puta que por poco lo mata de un botellazo.

El Boy intentó escaparse por la puerta delantera antes que enfrentar al enemigo, pero ya otros gañanes rodeaban el microbús. Unos con bates, otros con botellas y uno incluso con pistola. Ninguno de ellos, sin embargo, intervino para consumar la venganza. Porque al vinatero le bastó abanicar el tubo una sola vez, a la altura exacta de la cabeza del Boy, que salpicó el tablero y los cristales de su camioneta con sangre, cabello, y seguramente una porción considerable de sesos.

 

Colofón

Destruir alegremente en el nombre de la patria, lo mismo un monumento, el cristal de una vinatería o la cabeza del vecino, no ha sido, por mucho, patrimonio exclusivo de los exaltados hinchas mexicanos, ni es un asunto limitado al canon de la pasión futbolera. Las gestas militares y las guerras de conquista —da igual si ocurren en el nombre de la corona, de la cruz, de la espada o de la bota— han contribuido por igual a esta temible ecuación por la cual el despliegue patriótico es directamente proporcional a la cantidad de objetos destruidos.

En las postrimerías del siglo XVIII, un ejército de 54 mil franceses a bordo de 335 navíos de guerra tomó por asalto las costas de Egipto y rápidamente alcanzó las puertas de la ciudad de El Cairo. Era una mañana lluviosa de la primavera de 1798. Ahí, a los pies de las célebres pirámides de Gizeh, destrozaron en unas horas al débil ejército nativo al que le causaron mas de veinte mil bajas. En el fragor de la batalla, y para demostrar su poderío e infundir terror al enemigo, el general francés al mando de la invasión ordenó dirigir la artillería pesada contra una de las piezas más emblemáticas y sagradas del lugar: la esfinge edificada 4 mil 500 años atrás por el faraón Kefrén. Desde entonces, aquel emblema del rostro femenino y cuerpo de león perdió la nariz. Casi no es necesario decir que el general de marras era un joven de escasos 29 años de nombre Napoleón Bonaparte.

Cuatro años después aquel muchacho se hizo nombrar emperador. Sus conquistas abarcaron dos tercios de Europa y buena parte de las naciones con salida al Mediterráneo. 50 mil españoles murieron en la resistencia a la invasión napoleónica, 80 mil rusos pagaron con su vida el precio de contener a las tropas del Corso, y más de 100 mil franceses murieron en las múltiples conquistas de su emperador. Mientras tanto, el loco nombró a su hermano José Rey de España; a su hijastro, Eugenio Beauharnais, Virrey de Italia; a su cuñado, el Mariscal Murta, Rey de Nápoles, y a su hermano menor, Jerónimo Bonaparte, Rey de Westfalia.

Para coronar sus conquistas, Napoleón hizo edificar un gran Arco del Triunfo en la antigua Place de l’Etoile de París. Cien años más tarde, al término de la I Guerra Mundial, en aquel sitio se hizo prender una llama perpetua con el propósito de recordar y rendir homenaje a los franceses caídos en combate: desde las conquistas napoleónicas, hasta los muertos en la batalla del río Marne.

Pero la historia, caprichosa y vengativa como es, ha enlazado como en una trama de espejos dos acontecimientos paralelos y coincidentes que ratifican la naturaleza universal de la infamia.

Casi dos siglos después de que el emperador Napoleón mandó a construir el Arco del Triunfo, sobre el que ondea la flama venerada de los franceses, otro joven vándalo —mexicano y de 24 años de edad— tuvo la ocurrencia de apagar el fuego sagrado mientras se paseaba en compañía de sus amigos por los Campos Elíseos de París, tras una actuación victoriosa de la escuadra mexicana, en la fase inicial de la Copa Mundial de 1998.

Conquistador a su manera, y envalentonado por el hecho de saberse invencible en suelo ajeno, a la manera de Bonaparte aquel joven decidió apagar con cerveza el fuego eterno de los mártires franceses —si bien algunos diarios parisinos aseguraron que se orinó sobre el pebetero. De este modo el hincha mexicano se cobró, sin tan sólo imaginarlo, una vieja cuenta que el Corso le debía a las naciones oprimidas por el vandalismo imperial. El trueque parecía inmejorable: la llama sempiterna de los galos en pago por la nariz de la Esfinge, el obelisco egipcio de la Plaza de la Concordia, o el resto del saqueo napoleónico que aún se exhibe en las salas del Louvre.

Naturalmente este asunto no les hizo la menor gracia a los franceses, y el escándalo impactó en la prensa de todo el mundo. La protección consular para mexicanos en París hubo de realizar sus mejores lances para evitar que al chico le impusieran una pena mayor en la prisión. Además de una multa y varias jornadas de encierro, tuvo que disculparse públicamente a exigencia de las autoridades francesas. Su estupidez, pese a todo, ha quedado registrada en los anales del vandalismo patriotero, que se justifica a sí mismo en nombre del amor a una camiseta, a un mapa o a un balón.

Otros mexicanos se integran a esta antología singular. En su libro The Soccer War, el periodista polaco Ryszard Kapuscinski registró la ocurrencia del célebre y ya olvidado carcelero mexicano Augusto Mariaga, guardia en jefe de la prisión de alta seguridad de Chilpancingo, que el 11 de junio de 1970 celebró el triunfo de México sobre la elección de Bélgica por marcador de 1 a 0.

Era tal su alborozo que salió de su oficina echando tiros al aire y vivas a México a todo pulmón. Decidió entonces que tal hazaña ocurrida en suelo patrio —toda vez que México era sede de la Copa Mundial— debería ser compartida con los reos y decretó eufórico la apertura de todas las rejas del presidio. 148 reos peligrosos huyeron esa tarde. Semanas después los tribunales que le juzgaron redujeron sensiblemente el castigo, tomando en consideración que el señor Mariaga —y así lo dice el veredicto— “actuó con exaltado patriotismo”.