Especial: Juegos Olímpicos Beijing 2008
Osvaldo

Celtics

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La primera vez que Osvaldo vio un partido de baloncesto (popularmente al deporte lo llamaban “basque”) quedó fascinado por la dinámica, la velocidad y la precisión de los jugadores, tanto en los pases como en los tiros a la cesta. Tendría Osvaldo a la sazón unos doce años. En su pueblo no era fácil practicar aquel deporte porque no había canchas. La primera la construyeron dos años después que Osvaldo asistiera al inolvidable encuentro que lo ganaría de por vida para ese deporte.

La cancha de baloncesto fue instalada, afortunadamente, muy cerca de la casa de Osvaldo. Tenía piso de asfalto, un tanto rústico (allí rompería en las rodillas unos cuantos pantalones nuevos de caqui, después de salir de clases del liceo) y los tableros eran de madera contraenchapada, donados por el aserradero del pueblo.

Osvaldo se aficionó (“se enfiebró”, se decía por la época) en demasía por el baloncesto: dejaba de asistir al aula de estudios sólo por ir a practicar con un balón viejo y desgastado y cuando regresaba a la casa, ya casi al anochecer, no se salvaba de una segura paliza, por desertor y por traer los pantalones sucios y rotos. Él aguantaba sin chistar los correazos que le propinaba su madre. Se acostaba sin comer ni bañarse y en la cama continuaba, imaginariamente, practicando nuevas fintas con el balón y haciendo quiebres rápidos y burlando a la defensa del equipo contrario. Cuando el reloj de pared daba las doce campanadas, Osvaldo caía rendido sobre la almohada, pero su mente no descansaba. Dormido, dos o tres horas después, se paraba encima de la cama, enrollaba la almohada, la tomaba con la mano derecha, apuntaba y la lanzaba hacia una cesta inexistente ubicada en el tope del enorme armario de madera que estaba recostado a una de las paredes del gran dormitorio donde, además de Osvaldo, dormía yo y dos hermanos más del basquebolista sonámbulo.

A la siguiente mañana nadie podía explicar cómo iba a dar la almohada al techo del armario, aunque yo sí lo sabía, pero me lo callaba y me divertía en silencio. Aquellos “lances de balón” fueron espectaculares y rompieron todos los records.

Osvaldo también comenzó a llegar a la casa con moretones en la cara, rasguños y los zapatos de ir al liceo feamente dañados. Esto le costó nuevas y más prolongadas palizas, en donde a veces, además, intervenía el papá de Osvaldo, quien era, a fin de cuentas, el pagador de los estropicios que causaba su hijo al uniforme y al calzado escolares.

La mamá de Osvaldo se cansó de remendarle los pantalones y comprarle zapatos de estreno y obligó a su hijo a ponerse camisas viejas y pantalones cortos y alpargatas de goma para que fuera a practicar con el balón en la cancha.

Osvaldo iba muy mal en los estudios: reprobaba casi todas las materias, pero su nivel técnico y su destreza en el baloncesto se incrementaba día a día y velozmente.

Un día anunciaron que a la cancha de baloncesto le pondrían alumbrado eléctrico. Al mes del anuncio la cancha se veía iluminada y Osvaldo y muchos jóvenes de su edad practicaban sin cansancio hasta altas horas de la noche. Él retornaba a la casa de modo sigiloso. Abría la puerta con sumo cuidado y me sorprendía al frente del televisor mientras yo me entretenía mirando algún partido de baloncesto disputado entre equipos gringos afamados. Yo sabía que Osvaldo admiraba a los “Celtics” y si ese equipo jugaba en ese preciso momento en la pantalla del televisor, Osvaldo se sentaba de inmediato junto a mí en el sofá y clavaba sus ojos en cada jugada de su equipo favorito. Yo le observaba las rodillas y se las descubría escarapeladas y con la sangre ya coagulada. A él parecía no importarle ni dolerle. Yo me encaminaba hasta el baño, mojaba un paño y se lo traía. Se lo daba en la mano y él nada decía. Continuaba absorto en el juego y se tapaba la boca para no gritar cada vez que los “Celtics” encestaban. Inconscientemente hacía una bola con el paño y se la pasaba con rapidez por las rodillas heridas. Luego arrojaba la bola al tablero del televisor. Me iba entonces a la cocina y regresaba al rato con una olla llena de cotufas con sal que devorábamos él y yo mientras aupábamos a los “Celtics” con agitados movimientos de nuestras manos.

Una noche muy calurosa de junio, Osvaldo regresó más temprano que de costumbre. Muy excitado se dirigió a la cocina donde aún permanecía su mamá y le dijo que la próxima semana se inauguraría en la cancha el primer torneo de baloncesto del distrito. Ya se habían inscrito varios equipos y él quería inscribir al suyo. Su equipo, por supuesto, se llamaría “Celtics”. Los integrantes de su equipo eran tan pobres como Osvaldo, provenientes de familias cuyas economías apenas alcanzaban para lo necesario y el equipo necesitaba uniformes, zapatos deportivos y un balón. ¡Ah, y una madrina!

Osvaldo le rogó a su mamá que lo ayudara a conseguir las camisetas y los shorts. Él y los otros siete integrantes del equipo lograrían los zapatos y el balón mediante rifas y tómbolas. La mamá de Osvaldo habló con su marido al respecto y éste le pidió fiados a su compadre, el rico libanés de la tienda, los shorts y las camisetas que, por cierto, llevaban años almacenados y hedían a moho.

El papá de Osvaldo se apareció en la casa con el paquete de shorts y camisetas y se lo entregó a la mamá. Osvaldo quería que el uniforme de su equipo fuese blanquinegro: negros los shorts y blancas las camisetas. Su mamá le dio algo de dinero para que comprase unas papeletas de colorante. Por la noche, la señora colocó tres piedras en el patio, encendió una hoguera y montó una olla con agua. Cuando hirvió introdujo los shorts, agregó el colorante negro y un puñado de sal. Osvaldo y los integrantes de su equipo se sentaron alrededor del fuego como vigilando para que no fuera a suceder algún imprevisto. A la hora, la mamá de Osvaldo fue sacando uno a uno los shorts ya teñidos y Osvaldo y su equipo los iban colgando de una cuerda tendida de extremo a extremo del patio. La mamá de Osvaldo se retiró a dormir y ellos permanecieron allí hasta que los shorts se secaron casi con la llegada de la alborada. Antes de marcharse, los integrantes le preguntaron a Osvaldo cómo harían para ponerle el nombre del equipo a las camisetas y sus respectivos números. Osvaldo les dijo que con toda seguridad su madre encontraría una solución y así fue.

Muy temprano al día siguiente, Osvaldo fue despertado por su mamá. Ella le pidió que escribiera con un lápiz el nombre del equipo sobre las camisetas y los números correspondientes. A Osvaldo le llevó la mañana entera concluir aquella ardua tarea, pero feliz la culminó y le entregó las camisetas a su mamá. Ella tomó una semilla de aguacate y la introdujo por dentro de cada camiseta. Luego con una aguja fue punzando sobre las líneas trazadas por Osvaldo. El resultado no pudo ser más perfecto, original e ingenioso. Osvaldo y los integrantes de los “Celtics” quedaron satisfechos y prometieron titularse campeones del torneo de baloncesto.

Todo el pueblo se volcó a la cancha la noche de la inauguración del torneo de baloncesto. Aquello parecía y era y fue una inolvidable fiesta. Los equipos desfilaron con sus bellas madrinas y luego se procedió al sorteo de los equipos participantes. Los “Celtics” inaugurarían el torneo y se enfrentarían contra el equipo favorito. Osvaldo fungía de capitán y además era el piloto de su equipo. Los “Celtics” ganaron su primer partido por pocos puntos de ventaja y Osvaldo no pudo dormir esa noche y la almohada volvió a aparecer sobre el armario.

Los “Celtics” dieron la gran sorpresa al ganar invictos todos los restantes partidos. Osvaldo logró además los diplomas como mejor encestador, mejor encestador de tiros libres, el mejor en la ofensiva y el mejor en la defensiva. No ganó el champion rebote porque no rebasaba el metro con setenta. Poco le faltó para quedarse también con la madrina del equipo.

Osvaldo nunca terminó el bachillerato, pero aquella victoria y otras posteriores lo eximieron de severas críticas domésticas.

Muchísimo tiempo después, cuando ya Osvaldo había dejado de jugar al baloncesto, yo me encontré dentro de un baúl la histórica camiseta de los “Celtics” marcada con el número 4. La lavé y comencé a usarla en improvisados partidos de baloncesto, mas la magia de la técnica de Osvaldo nunca pudo pasar a mi cuerpo. Tampoco aprendí a lanzar la almohada enrollada sobre el vetusto armario.