La revista literaria Letralia ha extendido una invitación a sus colaboradores para que envíen textos, en cualquier género, relacionados con la ruptura entre los gobiernos de Colombia y Venezuela. La solicitud llega en buen momento y permitirá leer innumerables puntos de vista frente a un hecho político que deprime y mueve a múltiples reflexiones. Claro: lo deseable es que las opiniones estén despojadas de nacionalismos exasperantes que, en el fondo, profundizan una falsa noción de patria y terminan incorporándose al juego sucio de políticos y gobernantes.
Mi primera reflexión es el recuerdo de una frase de Carlos Fuentes, el reputado autor de La muerte de Artemio Cruz, quien, a propósito de la frontera que separa a Estados Unidos de México, escribió que “es una cicatriz que sangra”. Y ese tipo de cicatrices, evocando a Borges, es “rencorosa”. ¿Desearán los gobernantes de Colombia y Venezuela convertir las fronteras entre los dos países en una cicatriz que sangre más allá de los tiempos?
Desde el arte, la literatura, el periodismo y, en general, la cultura de alto vuelo, hay que mirar el conflicto como una muestra más de barbarie y de primitivismo que ofenden a la condición humana, y al deseo natural y sincero de establecer lazos de hermandad entre los hombres que conforman comunidades en forma de países abstractos, pues, en el fondo son ficciones transformadas en entes y territorios perfectamente demarcados con el propósito de establecer pretextos en la lucha por la supremacía y el poder totalizador.
Por eso, la literatura es una supra-realidad ideal, es decir, un gnomo exorcizado, nuevos mundos y micro-universos en los que no existen fronteras definidas y donde los escritores, al abordar el tema mediante la invención de lugares —míticos o no—, transgreden las leyes de la política, impuestas a sangre y fuego en la otra realidad, es decir, en la de la diplomacia de plastilina, en la de las embajadas de pacotilla y en la de las declaraciones rimbombantes, afectadas, contradictorias y, en ocasiones, caricaturescas.
En Macondo caben Colombia y Venezuela, sin fronteras y con segundas oportunidades sobre la tierra; pero, no a la manera como las invocó el embajador de Colombia ante la OEA, Luis Alfonso Hoyos, cuyo galimatías en la reciente reunión convocada por el organismo interamericano salpicó la memoria de Aureliano Buendía, la de José Arcadio y la de Úrsula Iguarán. Tampoco, claro está, a la manera como las trajo a cuento el embajador de Venezuela, Roy Chaderton Matos, quien, para descalificar, mencionó de mala manera la fantasía garciamarquiana, ignorando en su diplomacia de papel que, más allá de la utopía —y recurro nuevamente a Fuentes— “contra los crímenes invisibles, contra los criminales anónimos, García Márquez levanta, en nuestro nombre, un verbo y un lugar. Bautiza, como el primer Buendía, como Alejo Carpentier, todas las cosas de un continente sin nombre. Y crea un lugar. Sitio del mito: Macondo”.
En Comala, pueblo fantasmal inventado por Juan Rulfo, también cabrían Colombia y Venezuela y allí serían dos naciones hermanadas sobre los muertos que destruyeron al pueblo; y hasta los presidentes Álvaro Uribe y Hugo Chávez podrían convivir, pasear sus odios por aquellas calles misteriosas, llenas de escombros, y dejar de ser lo que fue Pedro Páramo, es decir, “rencores vivos”.
En esa especie de mini-nación, geografía fantástica de la imaginación de Juan Carlos Onetti, llamada Santa María, podrían caminar juntos Uribe y Chávez sin preocuparse por guerras ni por los muertos ni los vivos, pues éstos, como en Comala, resucitan, mueren, resucitan... sin preocuparse por fronteras e intuyendo —nosotros los afortunados lectores— que aquellos habitantes de la imaginación son distintos y distantes a los que desprecian los gobernantes modernos, preocupados más por el tamaño de sus egos y por su paso a la historia de papel que por la solución verdadera de los problemas que tanto golpean a nuestros pueblos.
Gabo en mitad del conflicto. Cien años de soledad como pretexto para dimes y diretes entre embajadores que asisten con sus mejores recursos de la palabrería diplomática y en medio de la mirada morbosa de otros embajadores de ojos desorbitados que parecieran mirar aquel striptease político, es decir la desnudez gradual de las miserias y migajas con las que pareciera que se conduce el poder de las dos naciones. Para completar el potpurrí, faltó que el embajador Chaderton mencionara a Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, con el propósito de demostrar que del otro lado de la frontera existe más barbarie que civilización y que el poder terrateniente ha sido uno de los mayores causantes de la injusticia y la violencia.
Pero no. Chaderton no se acordó de Gallegos ni mucho menos de Rufino Blanco Fombona ni de Salvador Garmendia. Y Hoyos no fue más allá de una mención macondiana que, menos que dar fuerza a sus argumentos forzados, lo mostró como un ridículo pendenciero y provocador, con lenguaje de “culebrero”, que, sin querer queriendo, incitaba a la guerra mediante su sutil diatriba y disparates diplomáticos.
¿Y Chávez y Uribe? Bien... Tal vez invadidos por “rencores vivos”, virtudes ubicadas en lugares sagrados de los altares de la patria, atributos a los que es necesario dedicarles los mejores epítetos, pues podría constituirse en la panacea una vez que ambos decidan marchar a la entrada de la frontera para que el hada levante la plancha y aparezca la lámpara mágica que habrá de iniciar la “segunda oportunidad sobre la tierra”.
Entre tanto, una herida se abre y, probablemente, se convierta en cicatriz con el paso de los años. Sangrante y rencorosa para que de una buena vez asistamos a la inauguración de una nueva literatura que trascenderá Macondo. Y, además, contará con un nuevo lenguaje que ya comenzaron a escribir Hoyos y Chaderton atendiendo al libreto escrito por sus editores mayores: Chávez y Uribe. O Uribe y Chávez. Es lo mismo.
Aquí están, resumidos en esta caricatura, enseñándoles a sus embajadores en la OEA la forma en que debe ejercerse el poder sin olvidar la literatura: