Especial: Colombia+Venezuela
Especial
Colombia+Venezuela

Presentación
Jorge Gómez Jiménez

¿Por qué vamos a pelear?
Pablo Amaya

Las Letras son para la Unión
David Alberto Campos Vargas

¿Una cicatriz?
Jaime de la Hoz Simanca

Siete poemas por Bogotá
María Antonieta Flores

Intereses ajenos
Silvia Hebe Bedini

La ruptura que demuestra cuán unidos estamos
Martha Beatriz León

Gritos salvajes sacudiendo nada
Gabriel López

Venezuela-Colombia
Adelfa Martín Hernández

Así era con ella, así de difícil y absurdo
Andrés Mauricio Muñoz

Así era con ella, así de difícil y absurdo

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En estos días me acordé de Claudia. Se me nublaron los ojos. Sentí ganas de meterme en el primer bar que encontrara y beber como alguien desquiciado; lo que quería era celebrar el hecho de que ya no exista el menor rastro de ella en mi vida, no era más que eso. En un principio, sin entender muy bien por qué, volvieron a mi mente, como una sucesión de láminas que alguien dotado de una paciencia infinita ponía ante mis ojos, los ocho meses que viví con ella. En ese entonces yo estaba recién graduado de la universidad; además, acababa de salir de una relación bastante ingenua de casi dos años y pensé que algo así era lo que necesitaba. Quizá fue por eso que sentí que, en cierta forma, estaba dando un paso más hacia la verdadera madurez. Todo sucedió rápido; es decir, la conocí en una rumba, ese mismo día tuvimos sexo y una semana después fui a su apartamento a recoger sus cosas y trastearlas para el mío. Pero todo resultó fatal. Claro, al comienzo me entusiasmé y llegué a sentir que era la mujer por la que había esperado tanto tiempo; pero, casi dos meses después, empecé a darme cuenta de quién era en realidad. Era una mujer de un trato bastante complicado. Desorganizada. Extraña. Energúmena. Paranoica. Compulsiva. Enferma. Terca. Aun así todos estos días no he hecho otra cosa que pensar en ella. Al comienzo traté de entender el porqué de esa inusitada y repentina aparición de ella en mi mente, pues desde que se marchó me he sentido dueño de una certeza sin fisuras en cuanto a que Claudia era sólo un mal recuerdo del pasado. Lo pensé durante varias noches y poco a poco todo se me reveló; claro, ahora todo me resulta evidente, es la personalidad obtusa del presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías, que se parece mucho a la de ella. Son casi una réplica.

Resulta complicado que la naturaleza, aún haciendo uso de su legítimo derecho a errar de vez en cuando en forma desmedida, digamos, cada siglo, por decir algo, pueda parir dos seres tan particulares. Pero lo hizo. Ahí están. Son la prueba viva de que es posible: Claudia Galeano y el presidente Chávez. Acordarme de Claudia me llena de indignación; el presidente Chávez, con su actitud anacrónica que espolea su veneno contra los colombianos, me indigna mucho más. Así es la vida. Lo increíble pasó. A todo gallo le sale su gallo y hasta Claudia podría resultarme la tipa más simpática del mundo frente a este otro personaje. La convivencia con Claudia, en sus peores días, lograba que yo me armara de valor y me sentara con la intención de listarle, de la mejor manera posible, lo que me disgustaba. De inmediato, sin la más mínima posibilidad de mediar o de encontrar algún punto de conciliación, se ponía de pie y amenazaba con marcharse. De hecho, en sólo tres zancadas llegaba hasta el cuarto y comenzaba a recoger su ropa, esparcida por el suelo, y atiborraba con ella una maleta. Así no se puede, Andrés, así no se puede, a mí me respetas, decía totalmente irritada y con la cara encendida. Yo me quedaba como un tonto, de pie, aferrado al pomo de la puerta mientras balbuceando trataba de encontrar alguna forma de interlocución normal. ¿Qué era eso tan terrible que le había dicho?: Claudia, mira, no me gusta tu desorden, a veces siento que me enferma, yo creo que entre los dos... y entonces venía el brinco y las tres zancadas con que alcanzaba el cuarto; te pido el favor que me respetes, gritaba, no entiendo cómo podemos vivir juntos si ni siquiera me respetas. Es que tienes a otra, es eso, me decía, quieres meterla aquí a tu apartamento y tirar con ella de lo lindo; dale, no hay problema, que yo ya me voy, no soporto una humillación más de parte tuya. Entonces yo, aún con el pomo de la puerta en mi mano, le pedía perdón y empezaba a sentirme miserable por el trato que le daba.

Algo parecido sucede entre Colombia y el gobierno del presidente Chávez. Desde hace algún tiempo Colombia, en reiteradas oportunidades, le ha insistido al gobierno del presidente Chávez de la presencia guerrillera en Venezuela; entonces empieza el tipo a hablar de oscuros planes de Colombia y el imperio yanqui para asesinarlo, de montajes, de circos, de complots, y luego amenaza con romper las relaciones entre los dos países mientras pide respeto; qué paradójico, el tipo pide respeto, una palabra que en su jerga sólo sirve para ser pronunciada y exigida. En un comienzo las denuncias de Colombia obedecían a sospechas que se tenían de acuerdo al testimonio de guerrilleros desmovilizados; y el presidente, o su escudero de las mil batallas, Nicolás Maduro, entraban de inmediato a decir que no, a descalificar la insinuación con una certeza y contundencia de quien gobierna un país del tamaño de un tablero de plastilina, de no más de treinta centímetros cuadrados, que es rigurosamente vigilado por unos ojos que lo abarcan todo. Cualquier otro mandatario, medianamente sensato, se tomaría la molestia de averiguar, investigar, visitar los sitios antes de dar una respuesta. De tal manera que la inmediatez de la respuesta lo único que hacía era confirmar las presunciones del gobierno colombiano y alimentar también la convicción de que él lo sabía de antemano y que, claro, la única salida posible era reaccionar en forma energúmena, negarlo y hablar de guerra, de lo doloroso que sería una guerra, de lo que sufrirían nuestros pueblos si él se viera obligado a defender la dignidad de la nación. Ahora, Colombia ya no presenta denuncias afincadas en sospechas sino en pruebas fehacientes de que la presencia guerrillera en Venezuela no obedece a negligencia de la guardia o tozudez del gobierno para reconocerlo, sino a un aval y un auspicio decidido del presidente Chávez a un grupo que él considera ideológico, pero que para nosotros, los colombianos, que lo padecemos a diario, es un desalmado grupo terrorista que cada día nos desangra y nos desgarra. Es por eso que recordamos, con igual indignación, el minuto de silencio que pidió ante la muerte del camarada Raúl Reyes, como también su silencio lapidario cuando las FARC asesinaron a los diputados de la Asamblea del Valle o diseminaron en pedazos revueltos con esquirlas los cuerpos de las personas que murieron en el atentado al club El Nogal en Bogotá. Es así. Así de crudo. Desde hace mucho tiempo que a los colombianos la cara de la barbarie nos enseña sus dientes afilados por la noche.

De igual forma como yo me amedrentaba con Claudia, y le pedía perdón tratando de arrancarle de la mano la maleta para que no se marchara, cuando todo esto sucede sale todo el mundo a mediar: la iglesia, los mandatarios de los países vecinos, los partidos políticos; somos pueblos hermanos, dicen, nos une la sangre, la historia, dense la mano, suplican. Y claro, todo, en teoría, vuelve a la normalidad. Mientras yo me revolcaba con Claudia en la cama, convencido de haber arreglado todo, ella, estoy seguro ahora, pensaría con fruición lo eficaz y conveniente de la pataleta. Y así pasaban mis días. Y así pasan nuestros días ahora; para tener a Chávez contento, para seguir gozando de nuestra hermandad con Venezuela, hay que hacerse el de la vista gorda y no decir nada. Comer callados. Soportar en silencio. Cualquier mención al tema se convierte en una agresión y un irrespeto contra la dignidad de los venezolanos que él, en lealtad con su investidura y el mandato constitucional, debe proteger aunque fuere la guerra el único camino. Que Dios nos ampare, dice, pero si toca toca. ¿Qué sentido tiene darse la mano y abrazarse cuando el gusano que carcome sigue ahí, reptando dentro de nosotros?, me pregunto. De igual manera eran mis tardes de domingo con Claudia; ella, frente al televisor pasando canales en forma mecánica, yo, a su lado, en silencio, dejándola hacer lo que se le viniera en gana, abrazándola por la espalda y con la certidumbre de que en esa sumisión residía la clave para que el fin de semana no se fuera al traste.

En alguna ocasión empecé a sospechar que Claudia me engañaba. Lo supuse porque empecé a ver cómo se alteraba cuando le sonaba el teléfono; se ponía de pie y tomaba distancia. Llegaba tarde en las noches sin explicación alguna. La frecuencia con que hacíamos el amor se redujo a sólo una vez por mes. En varias ocasiones, cuando le sonaba el teléfono, le pregunté con quién hablaba; con Mafe, me decía, la gorda está bajita de nota porque terminó con el novio. Aunque no me cuadraba mucho su respuesta, prefería asumir que sí y no darme mala vida; pero un día, cuando fue completamente evidente que no era una mujer con la que hablaba, le pregunté, con decisión pero sin perder la compostura, que con quién estaba hablando. Con papá, me dijo, acaban de operarlo de la próstata y el pobre está súper adolorido; claro, me dije con sarcasmo, tal vez por eso es que la sorprendí diciéndole a quien estaba al otro lado de la línea que qué tanto le dolían las güevitas. Entonces le pedí que me dejara ver el teléfono para comprobarlo. En algún par de ocasiones más lo había hecho y ella sólo me arrugaba las cejas y me decía que dejara la neura, que no fuera bobito; esta vez, en cambio, me paré frente a ella, le estiré la mano y la dejé suspendida en el aire. Pásame el celular, le dije, quiero verlo. La reacción de ella, como cabe suponer, fue llevarse las manos a la cabeza y decir que no lo podía creer; mucho miserable, me decía, ahora resulta que soy una perra, la más puta de todas. Y movía la cabeza diciendo que no, completamente desconcertada y sin quitarme la mirada. Luego comenzaba a dar vueltas por toda la sala arrojando todo al piso. Pateaba las paredes. Lloraba. Maldecía. Luego se acostaba y no me dirigía la palabra ni esa noche ni ninguna otra durante varios días. Aunque yo trataba de mantenerme invariable en mi actitud, el paso de los días, indefectiblemente, se esmeraba en cuartear mi resistencia de arcilla hasta difuminarla. Y claro, me convencía a mí mismo de que yo era un idiota, me latigaba por mi falta de tacto, por desconfiar de ella; repasaba la conversación una y otra vez y concluía que lo que en realidad ella había dicho era brevitas, que el fin de semana le llevaría de regalo al papá unas brevitas. Qué fácil hubiera sido, me digo ahora, que de haber sido en realidad un desatino de mi parte, ella me hubiese mostrado el teléfono sólo para restregarme en la cara mi imbecilidad y justificar su legítima licencia para ignorarme y mirarme con desprecio.

Igual ocurre con los últimos sucesos entre Colombia y Venezuela. Colombia acudió a la Organización de los Estados Americanos para demostrar, con argumentos y pruebas difíciles de rebatir, el beneplácito del gobierno del presidente Chávez para albergar a guerrilleros de las FARC. Se mostraron fotos y se divulgaron coordenadas. Esa era, sin duda alguna, y si algo de razón asiste al presidente Chávez, la oportunidad de oro para mostrarle al mundo, y al propio pueblo de Venezuela, la forma descarada en que Colombia se ha ensañado contra él. Qué fácil hubiera sido decir: Señores, las puertas están abiertas, bien pueda, sigan. La comisión de verificación, que solicitó Colombia, hubiera comprobado, con sus propios ojos, que las acusaciones no eran más que una patraña. Pero no. La única reacción posible fue, una vez más, la pataleta, la arenga revolucionaria, la retórica obtusa que exigía respeto y alentaba al pueblo a clamar por dignidad. Todo, claro está, bajo el cobijo de la memoria de Bolívar, su inspiración, su norte, su guía de principios; qué cojudez, pretender en esa forma evocar la memoria del Libertador, siempre valiente, siempre gallardo, quien siempre defendió sus convicciones, que jugó con una sola baraja y con las cartas siempre encima de la mesa.

Fueron muchas las noches en que saturé mi cabeza pensando la forma de arreglar mi situación con Claudia. Cada alternativa se me presentaba complicada. Me sentía abatido. Una suerte de pesadumbre me embriagaba y me robaba lucidez. Muchas veces, también, me sentí impotente de saber que la solución estaba muy cerca de mis manos, casi rozando los dedos; sin embargo, por alguna razón, esa pequeña distancia me resultaba infinita, un camino de tránsito imposible. Pero lo hice. Una tarde empaqué todas sus cosas y, cuando ella llegó, tarde, como siempre, le dije que no soportaba un minuto más con ella. Perfecto, dijo, y comenzó a caminar presurosa hasta la habitación. Estuvo a punto de tropezar con la maleta e irse de narices; ya está todo empacado, le dije. Entonces me encandiló con su mirada penetrante de ojos negros, los mismos que ocho meses atrás me habían seducido. La acompañé hasta la puerta; pero, como parecía amañarse en el umbral, le di un empujón poco sutil. Luego cerré la puerta y algo en el sonido seco me indicó que para ella se cerraba para siempre.

En las primeras horas, mientras me regocijaba con mi gesto de emancipación y disfrutaba de mi renovada autonomía, me asombré de mi ímpetu. No me resultaba claro de dónde había emergido, con la violencia de un tsunami, esa fuerza avasalladora que me liberó. La naturaleza es sabia, pensé, en algún momento el organismo se constriñe y logra expulsar lo que lo enferma.

Así como en ese entonces no tenía una idea clara de cómo conseguí deshacerme de Claudia, ni lograba intuir de dónde saqué el valor para sacarla a empujones de mi apartamento y olvidarme de ella, ahora tampoco tengo una perspectiva clara sobre lo que pasará entre Colombia y Venezuela mientras alguien como el presidente Chávez esté al frente del país. Somos conscientes de que el problema de la guerrilla es un problema nuestro; es por eso que, también, nos arrogamos el derecho y el deber para solucionarlo sin contrapesos de ninguna índole. Los colombianos amamos al pueblo de Venezuela tanto como a nosotros mismos; cómo no, si compartimos la misma historia y tradición. Los rasgos culturales ancestrales nos definen sobre el mismo lienzo y siempre con los mismos colores. Lo que nos une es más que un lazo de hermandad; quizá es una fuerza incomprensible que, aferrada a los recovecos más profundos de nuestra identidad, nos cohesiona y nos arraiga al mismo suelo. Tal vez por esto los colombianos, y estoy seguro de que los venezolanos también, albergamos la esperanza de que no se permita que la obsesión enferma de un mandatario, en pos de unas convicciones que sólo encuentran sentido en una cabeza rigurosamente hermética y con las neuronas dispuestas de manera irregular, atenten contra esa sabia ley que nos estrecha. Algún día nos constreñiremos, y sólo entonces, quizá, escuchemos el golpe seco de la puerta que se cierra a nuestras espaldas; ojalá para siempre.