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Un genio llamado Wolfgang Amadeus Mozart

Ketty Alejandrina Lis

Mozart a los 24 años El 5 de diciembre de 1998 se cumplirán los doscientos siete años de la muerte de Wolfgang Amadeus Mozart, el músico más grande de su tiempo y uno de los más grandes de todos los tiempos.

Amado por muy pocos, envidiado por muchos y admirado por todos, este hombrecito genial nacido en la hermosa Salzburgo un 27 de enero de 1756 se expandió en su vida privada con la misma vitalidad que recorre su bellísima música aunque, ¡vaya impertinencia!, sin el rigor estructural que la hace perfecta.

Según los biógrafos que fueron sus contemporáneos, una de sus imperfecciones consistió en haber carecido del más elemental sentido para la administración razonable del dinero, por lo que, al morir, estaba completamente cubierto por las deudas. Razón suficiente, al parecer, para que no se encontrara familia, ni amigo ni a ninguno de sus antiguos y poderosos patrones dispuestos a dejar caer unos pocos céntimos de sus muy razonables monederos, de modo de pagarle un sepulcro individual por sencillo que hubiese sido.

La indocilidad de su carácter, como bien le cabe a toda indocilidad, mereció seguramente una última y ejemplarizadora lección: distrajo la mirada de los bien pensantes cuando sus restos tuvieron que ser arrojados a la fosa común del cementerio vienés de San Marcos. Un final a toda orquesta, como se ve, para quien legó al mundo una de las herencias musicales más formidables que se conocen.

Harold C. Schonberg, en su libro "Los grandes compositores", dice: "Mozart fue uno de los niños prodigio más explotados de la historia de la música y pagó el precio correspondiente. Los niños prodigio rara vez se convierten en personas con vidas normales. Se desarrollan en la condición de niños que cultivan determinado talento a expensas de todos los restantes, pasan la mayor parte de su vida con adultos, descuidan su educación general y reciben excesivos elogios. El resultado es una niñez deformada, y con frecuencia eso lleva a una edad adulta deformada. La tragedia de Mozart consistió en que creció apoyándose en su padre y fue incapaz de afrontar las exigencias de la sociedad y la vida".

Estas afirmaciones de Schonberg se agregan a lo sostenido por:

  1. Friedrich Schlichtegroll, primer biógrafo de Mozart, quien en 1793 escribió: "Pues así como este extraño ser pronto se convirtió en hombre por lo que refiere a su arte, siempre continuó siendo un niño —como tiene que reconocerlo en su caso el observador imparcial— en casi todos los restantes asuntos. Nunca aprendió a gobernarse. No tenía sentido para el orden doméstico, la administración razonable del dinero, la moderación y la elección sensata de los placeres. Siempre necesitaba una mano que lo guiase".

  2. Franz Niemetschek, que en 1798 opinó: "Este hombre tan excepcional como artista, no era igualmente grande en los restantes aspectos de su vida".

"Los hombres que anotaron estos comentarios", continúa Schonberg, "no eran filisteos que lamentaban el hecho de que Mozart no hiciera una vida convencional. Sabían lo que muchos sabían: que Mozart era su propio y peor enemigo".

La transcripción que antecede tiene una causa y un efecto: de la abundante bibliografía sobre Mozart he seleccionado estas afirmaciones que pueden leerse en el libro de Schonberg porque son las más aceptadas. Además, por su concisión, ofrecen mejores posibilidades de manejo. Y para todos aquellos que desconocen la vida de Mozart era necesaria una lectura a la mano donde pudieran ver de inmediato la manera en que un genio es dicotomizado, a fin de hacerles comprensible este intento de acercamiento entre el músico elogiado sin reservas y su tan duramente juzgada personalidad. Es decir, un acercamiento al ser humano como totalidad.

Para esto es necesario plantearse, antes que nada, qué valor pueden tener los negativos juicios de valor de Schlichtegroll y de Niemetschek. No se trata aquí, naturalmente, de suponer que estos biógrafos fueron un par de malvados que se ensañaron con Mozart, sino de comprender las razones por las cuales estas personas, apresadas ellas mismas en la compleja maraña de los convencionalismos de su época, se mostraron tan terminantes en sus apreciaciones.

Las categorías que utilizan, "extraño -(normal)", "niño -(hombre)" "gobernable -(ingobernable)", "grande -(pequeño)", etc., no son ni verdaderas ni falsas en sí mismas. El resbalón que se advierte proviene del entrecruzamiento témporo-espacial desde donde se las emplea. Si se observara el esquema de los parámetros en donde la subjetividad deja su marca, se vería que éstos nunca lo son en un sentido estricto. En todo caso conforman un encuadre de valores promedio, por otra parte muy variables según las modalidades de cada grupo social y según las épocas. Cuando decimos, por ejemplo, que un niño es "muy inteligente", lo estamos ubicando en una categoría de acuerdo a la producción de ese niño con respecto a los modelos que le sirven de referente.

A su vez, los modelos que, por caso, miden la inteligencia, no están compuestos solamente por la variable "cociente intelectual", la que no por ser medible deja de tener como base a un ente de razón, esto es, a una hipótesis más o menos cercana a lo que se supone que es una verdad, siendo la misma hipótesis una suposición o sospecha más seriamente fundamentada que las simples opiniones de la vida diaria.

Por el contrario, todo modelo se compone de un conjunto de variables que, en el caso del ejemplo citado, nos permitirá predecir, también con mayor o menor margen de error, qué producción se espera de ese niño a una edad determinada y dentro de un medio sociocultural dado. Huelga aclarar que el alcance de la categoría "muy inteligente" ha variado muchas veces, de lo que se deduce que al menos si de parámetros se trata, nada es definitivo. Y muchísimo menos definitivo es el alcance de los muy discutibles parámetros de "normalidad".

Sin embargo, y aun con todos sus inconvenientes, el método científico necesita seguir apoyándose en los entes de razón porque, sin una hipótesis previa, no se podría delimitar el campo a investigar, y también le es imprescindible delimitar para que sus conclusiones sean lo menos erróneas posible. De esta forma la ciencia ha ido avanzando en la construcción de un cuerpo de conocimientos cada vez más sólido, pero esta solidez, obviamente, no es absoluta sino relativa y, como tal, saludablemente cambiante.

De manera que, si el mismo cuerpo de conocimientos de la ciencia es modificable, los doscientos siete años transcurridos desde la muerte de Mozart permiten, acerca de su personalidad, intentar un enfoque diferente de aquel que se ha ido transmitiendo en abundancia de generación en generación y, así, sumarlo a algunas revisiones que por fortuna ya se han hecho.

De otro modo, muchos podrían seguir pensando que aquellos primeros postes, malamente clavados en zona sísmica, continúan siendo juicios confiables para seguir etiquetando a quien tuvo una inteligencia lejos de todo promedio y una personalidad necesariamente distinta, por cierto, a la de sus contemporáneos.

Schlichtegroll se refirió a Mozart como un extraño ser que pronto se convirtió en hombre como músico pero siempre continuó siendo un niño ingobernable necesitado de una guía. Y Niemetschek lo vio grande como artista pero no tan grande en los otros aspectos de su vida.

He aquí la dicotomía que, con mayor o menor aceptación, perdura hasta nuestros días:

Mozart = Músico excelso + Persona ínfima

Ante tan tajante división se me ocurre pensar que a sus contemporáneos se les podría reconocer, al menos, el haberse adelantado en casi un sesquicentenio a los caminos bifurcados de Borges, pero se me concederá que si Mozart hubiese muerto cinco o diez años atrás, digamos en 1990, ningún biógrafo serio se hubiese atrevido a utilizar semejantes juicios de valor, no porque "no eran filisteos que lamentaban el hecho de que Mozart no hiciera una vida convencional", según los justifica Schonberg, sino por algo mucho más simple: han cambiado los criterios.

Además, y vaya esto como una perla, de los dos párrafos transcritos se extrae, precisamente, que si bien se reconoce la estatura musical de Mozart, tanto Schlichtegroll como Niemetschek no sólo lamentaron, sino lamentaron profundamente que el genial músico no haya llevado una vida convencional.

Y vaya una segunda perla: ¿en qué habrá estado pensando Schlichtegroll cuando juzgó que Mozart no tenía sentido para la moderación y la elección sensata de los placeres?

Ahora bien. Si un escritor cree conveniente apoyarse sin más en opiniones como éstas, es hasta natural que afirme, entre otras cosas, que "la tragedia de Mozart consistió en que creció apoyándose en su padre y fue incapaz de afrontar las exigencias de la sociedad y de la vida". Pero dudo que le asista el derecho de generalizar sobre los niños prodigio sólo porque Mozart lo fue, sentenciando que la consecuencia de serlo es tener "una niñez deformada y con frecuencia eso lleva a una edad adulta deformada".

Porque aquí surge otro interrogante: el de la forma y el fondo.

Es verdad que los niños prodigio no encajan muy bien con su entorno: se aburren con los juegos que divierten a otros chicos de la misma edad y no soportan la lentitud de los métodos de estudio concebidos para la "inteligencia normal", esto es, para los valores promedio.

¿Será lícito, entonces, decir que su niñez está deformada? Si supongo que no, doy el tema por concluido pero lo empobrezco. Si supongo que sí, doy por sentado que la deformación existe, por lo que la debo buscar en alguno de los dos términos de la ecuación: o está deformado el formato de la niñez de los niños prodigio, o están deformados los moldes desde donde los miramos: esos moldes con que nos moldea la sociedad.

Si bien es cierto que toda sociedad, para serlo, debe estar organizada alrededor de un conjunto de valores contenidos en un cuerpo de leyes, no es menos cierto que dentro de cualquier órgano social se van estableciendo hábitos y criterios a los cuales les debemos casi el mismo sometimiento que a las leyes, so pena de quedar excluidos del consenso, sin el cual no sólo quedaríamos solos ante nosotros mismos, sino solos de toda soledad. Y no importa mayormente si necesitamos ese consenso de grupos primarios o secundarios, pequeños o grandes. Lo necesitamos, ya sea para identificarnos o rebelarnos, pues simplemente somos en tanto somos en el otro.

Estas dos clases de leyes, sin embargo, tienen raíces bien distintas: las leyes escritas son una consecuencia de la necesidad de poner límites y brindarle al ciudadano un marco de referencia en el que pueda moverse con reglas de juego claras e iguales para todos y, aun con lo perfectibles que puedan ser, al menos están pensadas y redactadas por juristas que conocen muy bien el tema que tratan.

Las leyes no escritas, en cambio, esas que imponen la corrección o incorrección de algunos hábitos o la conveniencia o inconveniencia de algunos modales, las van imponiendo los poderes establecidos. Poderes cambiantes, muchas veces caprichosos y siempre interesados en sus propios intereses. Estos dos tipos de leyes rigen toda sociedad y son generalmente aceptadas, pues si quebrantamos la ley escrita nos penan, y si arremetemos contra la ley no escrita nos quedamos sin consenso, que es otra forma de penalidad.

Pero la sociedad no es un ente abstracto. Está compuesta por seres humanos concretos, cada uno con su cuota de inteligencia, virtudes y defectos y, si bien somos capaces de tener conductas nobles por lo honradas y generosas, aportamos también una pesada carga que es propia de la condición humana: la soberbia, que es mezquina por naturaleza, envidiosa por convicción y astuta en su proceder, ya que es la gran encubridora de nuestras carencias.

Nuestra soberbia sabe que, de mostrarse tal cual es, chocará contra la soberbia del otro, por lo que no le queda más remedio que fabricar las múltiples máscaras de la hipocresía. Por lo demás, la envidia siempre es altamente destructiva.

Si pudiésemos —y muchas veces hemos podido, ya sea a lo largo de la historia a secas, como de nuestra propia historia personal— destruiríamos al objeto envidiado, pues él nos muestra algo que nos falta, nos señala uno de nuestros espacios vacíos, esos espacios que tanto tememos. Un temor que nos impulsará a buscar por fuera lo que nos falta por dentro y hará que demos demasiada importancia a la acumulación de objetos, ya se trate de dinero, prestigio, poder, adornos varios para el cuerpo o el hogar, y hasta del mismísimo acopio de lectura cuando ella sólo nos sirve para convertirnos en la fugaz estrella de una reunión.

Para poder precisar la figura penal, los juristas deben delimitarla, pero ¿cómo y quién podría delimitar la envidia, la mezquindad o la hipocresía, que son moneda corriente dentro de la vida diaria?

Se podrá argüir que no todos aportamos la misma cantidad pues es justamente el quantum lo que nos diferencia a unos de otros, pero, ¿quién mide ese quantum? ¿Se alteraría en más o en menos por el mero hecho de ajustar nuestros modales a la norma establecida?

Además hay algo mucho más grave: es muy difícil, por no decir imposible, que veamos ese lastre que nos pertenece porque nuestra necesidad de autoestima no lo permitirá, por eso siempre sentiremos que somos víctimas de la maldad ajena y que jamás los otros padecerán la propia. Que son tan nuestras las virtudes como ajenos los defectos.

Y es en esta muy compleja interacción sociedad-uno mismo donde nos vamos formando como personas. Y es desde este muy enrevesado contexto que nos permitimos juzgar la normalidad o anormalidad de la infancia de los niños prodigio, llamados así por tener una inteligencia tan por encima de la nuestra, que esa misma circunstancia debería de inhibirnos el señalarles qué es lo apropiado o inapropiado para ellos, por el hecho de que casi todo su caudal intelectivo se dirige naturalmente hacia un área en particular, en detrimento de todas las demás.

No hay dudas que entre ellos y nosotros hay diferencias, aunque no sé si son ellos los diferentes al mirarnos desde su genialidad, o lo somos nosotros al mirarlos desde nuestras carencias.

Pero, al parecer, el que los no-prodigios constituyamos mayoría casi absoluta nos da el sagrado derecho de suponer que estos niños son unos pobres chicos incapaces de disfrutar de la sana, sincera e interesante vida social en la que estamos inmersos.

Como se ve, el piso de nuestro escenario dista de ser firme y empleamos demasiada energía para caminar por esa cuerda floja que se llama "vida normal", la que, a cambio, nos ¿protege? con el consenso. Una energía que los niños prodigio no están dispuestos a malgastar pues su mismo talento los impulsa hacia el área para la que nacieron dotados.

Los niños prodigio no son anormales. Pueden tener (y de hecho tienen) un formato de niñez diferente del nuestro. Un formato que tememos porque, ante él, corremos el riesgo de que obre a modo de un espejo que nos devuelva nuestra propia desnudez. Podemos sí estar de acuerdo si decimos que los límites que impone la ley son siempre necesarios.

En cuanto a Mozart, nadie podrá afirmar jamás que haya transgredido ninguna ley. En todo caso se rebeló ante el corsé de los formalismos, luchó contra la hipocresía de su época y perdió frente a la envidia ajena. Esa envidia que fue su peor y más grande enemigo.

Wolfgang Amadeus Mozart nació genio por uno de esos misterios indescifrables que, al no disponer de otra explicación más coherente, atribuimos a una arbitrariedad divina. Ese genio se manifestó a una edad tan temprana y de una manera tan arrolladora, que lo han ubicado entre los niños prodigio más notables de las historia.

Perteneció a una familia con excelente desarrollo musical que le permitió un medio ambiente propicio a su inclinación natural. A los tres años arrancaba melodías al piano; a los cuatro, gracias al timbre perfecto de su oído, podía advertir la leve desafinación de un violín (instrumento del que, entre otros, llegó a ser eximio ejecutante), y podía memorizar en media hora una pieza de música o esbozar un concierto para clavecín; a los cinco tocaba el clave con un dominio que asombraba por su corta edad; a los seis ayudó a componer una comedia lírica, todo lo cual impulsó a su padre Leopold Mozart a llevarlo, junto con su otra hija Nannerl, también muy desarrollada musicalmente aunque no como el pequeño Wolfgang, a una gira por Munich y Viena, causando el niño una gran conmoción en la capital imperial por el arte con que tocaba el órgano y el clavecín. Debido al éxito obtenido en ese viaje se organizó otro a París haciendo alto por todas las cortes que pasaban. Los hermanitos Mozart fueron ofreciendo, así, innumerables conciertos ante reyes, príncipes, magnates, académicos eruditos y público en general. Y es en París donde, por primera vez, se publican obras de Mozart: cuatro sonatas para violín.

Luego pasan a Londres, en donde actúan ante la familia real, y Wolfgang compone otras seis sonatas para orquesta. De regreso en el continente siguen ofreciendo numerosos conciertos en diversos países y, después de tres años, retornan a Salzburgo cuando el niño tenía apenas diez años de edad. Es entonces que compone su primer oratorio.

En esa larga gira su nombre fue noticia permanente, tanto que la comunidad musical y científica le dedicó una serie de artículos. Hay una anécdota interesante que ilustra lo fabuloso de este niño: al actuar Wolfgang en París, poco antes de cumplir los siete años, el barón Friedrich Melchior von Grimm casi pierde los estribos. El pequeño tocó el clave, cuyo teclado estaba cubierto con un lienzo, leyó una obra a primera vista, improvisó, armonizó melodías en una primera audición y demostró la perfección absoluta de su oído. En la "Correspondence Littéraire", el barón escribió: "No estoy seguro de que este niño no me turbe la mente si continúo escuchándolo con frecuencia: me recuerda que es difícil defenderse de la locura cuando uno ve prodigios".

Afortunadamente, el barón von Grimm fue doblemente honesto: observó su propia reacción y la dejó asentada, sin ocurrírsele pensar que Mozart estaba deformando su niñez porque era sólo un genio musical al que no lo estaban introduciendo en el conocimiento de diversos temas y, sobre todo, porque aún no le habían enseñado adecuadamente aquellos modales refinados que le hubiesen ayudado a conseguir, más adelante, un cargo lucrativo con sueldo fijo, y le habrían impedido, además, hacerse de tantos enemigos por decir exactamente lo que pensaba acerca de la mediocridad de otros músicos o de ser tan arrogante de creerse el mejor cuando, por cierto, identificaba la mediocridad sin equivocarse jamás y, sin duda, fue el mejor músico de su época. (Tampoco se equivocó con los grandes: sentía un profundo respeto, entre otros, por Haydn).

Pues bien: quien fue dueño de tantas condiciones, ¿pudo haberse sentido a gusto dentro de los moldes de una vida convencional? Quien alcanzaría luego los niveles más altos en todas las formas de la música: ópera, sinfonía, concierto, cámara, vocal, piano o coral (con una producción tan extensa que el último Köchel correspondiente al bellísimo Requiem lleva el número 626), y sería el mejor pianista, el mejor organista, el mejor director y uno de los mejores violinistas, ¿podía medirse con la misma vara que a los demás? A propósito: ¿alguien recordaría hoy al Obispo de la Corte Archiepiscopal de Salzburgo y a su secretario el conde Kari Arco, si no fuera porque éste le pegó una patada en el trasero a Mozart cuando se insolentó con Su Excelencia?

Por esa época un artista era considerado poco más que un sirviente, y trato de imaginar la impotencia y la furia de Mozart ante tan grosera injusticia.

Trato también de imaginar, aunque sin éxito, un prolijo cuaderno con columnas para el debe y el haber que, en una ordenada planificación de la economía, debería haber debido utilizar aquel que era capaz de escribir una larga pieza, nota por nota, luego de escucharla por primera vez. Aquel que era capaz de apuntar una obra compleja mientras pensaba en otra. Aquel que era capaz de concebir un cuarteto de cuerdas, escribir las distintas partes y asentar, por último, la partitura completa. Un prolijo cuaderno para quien tuvo que resignarse a que siempre le pagaran mucho menos que a otros músicos de menores méritos.

Según Schonberg, Mozart tuvo una capacidad inaudita para hacerse de enemigos y yo pienso que, si se cambia el punto de mira, se tendrá una idea más bien pobre de lo que tuvo que soportar.

Él fue su música y, como ella, exuberante: compuso, amó, se divirtió y se enojó con la misma vivacidad, variación y frescura que trasciende de su riquísima obra, y debo decir, en fin, que si por niñez o vida adulta deformada se entiende la que no se ajusta a un promedio, efectivamente Mozart tuvo una niñez y una vida adulta deformada. Pero un promedio es sólo lo que el concepto indica: ni lo mejor ni lo peor. Apenas un término medio.

En cuanto a la relación con su padre Leopold Mozart, siempre fue conflictiva. Los historiadores le cargan las tintas basándose en el testimonio irrefutable de las cartas que le enviaba a su hijo, en donde se advierten sus tremendas y constantes exigencias para que se comporte como una persona normal. (A esta altura resulta tentador cuestionar una vez más a Schonberg y afirmar que la tragedia de Mozart consistió en que su padre creció apoyándose en él).

Leopold fue un buen violinista en una época de muchos buenos violinistas y un hombre que consideraba natural someterse al de arriba, despreciar a quienes él consideraba por debajo de su categoría (sobre todo a otros músicos, olvidando que él mismo lo era), y cuyo máximo objetivo en la vida era juntar unos cuantos ducados de oro a fin de asegurarse una vejez tranquila.

"Las palabras halagadoras, los elogios, los gritos de bravissimo no pagan el correo ni tampoco a los dueños de las pensiones. De modo que apenas compruebes que no es posible hacer dinero, debes alejarte sin demora...".

"Uno puede mostrarse siempre perfectamente natural con la gente de elevado rango, pero con los demás compórtate como un inglés. No debes mostrarte tan abierto con todos...", le aconsejaba papá Leopold a Wolfgang, para mayor gloria de la música.

De todas maneras, nunca hay nada que sea del todo malo ni del todo bueno. Y si bien por un lado el padre lo presionó hasta la exasperación tratando de imponerle un conjunto de valores que Wolfgang jamás pudo compartir, por otro lado le nutrió el almácigo en donde el talento musical de su hijo se desarrolló hasta niveles jamás vueltos a alcanzar por nadie.

Escuchar la difícil música de Mozart nunca es difícil, pues el placer que se experimenta con ella es francamente inefable debido a su elegancia, a su perfecta organización y equilibrio y, sobre todo, a la interminable belleza de su melodía.

Toda su obra participa de estas virtudes, aunque es a partir de su ruptura definitiva con Salzburgo en 1781 cuando su madurez musical alcanza el punto más alto. Y es en Viena donde comienza a escribir obra maestra tras obra maestra.

Amó la música de Händel y más aun la de Johann Sebastian Bach, en quien se inspiró para introducir recursos contrapuntísticos y a cuyo conocimiento contribuyó grandemente el barón Gottfried van Swieten. De Haydn afirmó una vez que, gracias a él, había aprendido a componer cuartetos.

El legado musical de Wolfgang Amadeus Mozart es el siguiente: 22 óperas, 60 obras religiosas, 135 obras vocales, 145 obras instrumentales, 73 conciertos y sonatas, 98 música de cámara, 68 obras para piano y 5 obras varias. Hay 20 Köchel considerados de autenticidad dudosa y apócrifa.

Cuando murió tenía 35 años, 10 meses y 9 días.


Editorial Letralia

       

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