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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 76
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Letras de la Tierra de Letras

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Sólo la polaridad y la pasión se extienden entre la inercia y la vida misma
Danza crepuscular sobre la lluvia

Daniel Ginerman

Si bien él nunca había pensado en primera persona en la muerte, si bien nunca se había regalado más ilusión de gracia que lapsos de vida terrena más o menos mullidos y sin peligro por la espalda; si bien no era inmanejable la variedad de tópicos que pudieran estar en situación de dañarlo de veras y no cualquier daga, cualquier filo, entraría con facilidad en la carne, en la entraña misma de sus ideas; si mal veía los derroteros grises que se abrían ante él y optaba siempre por enramadas salvajes, por senderos de mosto apisonado y silencio apabullado por el eco de las guerras; si no desdeñaba el desafío de las nubes bajas al pie de la escalera, de los cóndores y los racimos de belleza primitiva que la noche fugazmente sensual le obsequiaba a escondidas, y la perenne exquisitez del dolor remanido, esculpido entre las fauces mismas de la vida;

si bien la penumbra de un adiós, de otro adiós, era violentada por espejos relucientes, que reflejaban el recuerdo de la luz —de cada luz—; si bien el fango del camino se resquebrajaba entre los pliegues de su uniforme seco —siempre seco— y las barbas del tiempo se mecían cual la suerte y el entusiasmo del espíritu a la vista de demasiadas impúdicas miradas; si no obstante, las memorias que guardaba de él la tierra se traducían en una estática proyectada siempre en la afasia de los abismos, en la mirada fija y perdida, atrapada por las siluetas fantasmales de ideas fulgentes pero sin resolución; aun si el tiempo obraba en su contra —y lo sabía— e incluso, contra los desmentidos obsesivos de la experiencia, devenía hacia abajo, hacia atrás; aun si la vida se resistía de modo innumerable al amarillo de sus sueños;

cuando uno y más otro repique de fruta despedazada contra la intemperie estéril le llenaban de tristeza, y una selva de color inalcanzable poblaba los temblores de sus noches claras; cuando la peripecia del camino se hacía irreconocible como el camino mismo en medio de tanto humo, de tanto zumbido inútil de fragancia engañosa; cuando sus lágrimas dejaban surcos en la única faz de su memoria, y rengueando cobijaba para siempre algunas risas perdidas, fantasías póstumamente ficcionables, una monstruosa experiencia licuada y algunos puñados de arena feroz; cuando la espuma de las olas sabía de pronto a falta de un maldito almohadón en que apoyar la cabeza por un —ay no, un— casi siempre suplicante, por siquiera el término fatal de la congoja, del recuerdo de alguna lucidez dejada a los perros para salvar el pellejo, y las llagas de su vida ardían ya entre los brazos cínicamente mimosos de una resignación rabiosa; cuando su música se hacía humo —o al menos eso decía la mayoría mientras algún él aún, alguna ella, danzagonizaba al son del deseo irrevocable como la vida misma— y el crepúsculo era señalado en vertical por un calendario de tormentas inauditas; cuando las hojas que creía perennes eran la trampa del pantano que evocaba la incertidumbre del piso peligrosamente tibio y de pronto también la lava y las espumas hirvientes y la seda de los paisajes añorados y la melodía absurda de risas y llantos que avanzaban como un susurro torturante relatando ayeres posibles y futuros improbables, y las puertas amarillas y violetas, y un azúcar calmo y el gusto salobre de la miel se batían a carcajadas y jurando eternidades con sus ofertas trascendentes a la vida, a su vida;

entonces suspiraba trémulo, musitaba algún amor, entreleía con tristeza los planos que una vez más habría que descartar —archivar en la celda prohibida y por tanto sagrada, de la que las memorias no salen sino por el anzuelo químico—; se rebelaba e intentaba permear en lo que parecía real pero sin ganas, y se revelaba después —¡qué cara ponían cuando de repente lo veían allí, y había estado viéndoles y escuchándoles con pasmo infinito todo el tiempo!— redactando las letras prohibidas en el centro del lago de la bestia, en el meollo mismo del volcán antropomorfo, de la montaña barbuda, y las aprolijaba idioma por idioma, mirada por mirada, y las clasificaba por el interés que le ofrecían y agonizaba por ratos largos de desilusión y fiereza filosa por cónica pero tibia como la leche blanda que el tiempo mama, y estira el telón de la desgracia en cada puesta en escena —más remozada, más sofisticada, más esforzada, más invocante a los cielos y a las leyes cósmicas y a las causas necesarias cada vez— de la obra, de la pasión llameante y desconsiderada que no le soltaba, que le mantenía en el limbo fragante en que el tiempo se disloca, en que es lo que pasa y las cáscaras implotan huecas cuando las cascas en busca de sustancia; y la tiniebla y el negro destello de lustre en los fósiles de pasiones que le precedieron sin suerte, y mucho fucsia en los neones de los que desistieron y triunfaron pero no fueron; y veía no obstante con los ojos cerrados que nada habría valido mañana si hoy se resignara, si hoy cediera a la tentación de la indolencia, si descargara la pasión volátil por los aires y se sintiese liviano por un instante que pesaría luego enormemente para siempre y continuaría engordando, parasitando la esperanza, la memoria, el espíritu, fagocitando ideas, defecando miradas torcidas y cinismo en las más húmedas concavidades de su alma, de sus amores, de sus innúmeros tesoros escondidos, de su capacidad de sonreír y volar siquiera por un instante saboreando el almíbar de las nubes bajas;

y lloraba entonces pero ya sin amargura, expiando en lágrimas la vocación inmediata de sus fuerzas de drenarse a tierra, y de repente ansiaba y sonreía; y desde el centro del aire ya opaco entre sus manos, uno y otro color aparecían; y la incertidumbre, y la esperanza, y la desazón pero una mirada de amor, y el espanto y el horror pero el abrazo y algo de calor y el ritmo, y la mierda pero la vida misma y un amigo, y el caos girando vertiginosamente en derredor pero uno quieto, bien quieto, bien quieto pararrayos a veces en el centro de la nada, y la belleza del relámpago y de las noches blancas y la búsqueda tronando en las aceras destiladas, y el crepúsculo de nacimiento y ocaso en el horizonte como todo, tornando experiencia sensible la posibilidad inverosímil de una meta.


       

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