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Bajo los castaños

Ángela Ramos Díaz

Esa tarde le sigue ronchando la piel como las hojas de la higuera. Tú apenas habías abierto los ojos en la cuna y el patio se preñaba de hojas chamuscadas. Los vecinos, al entrar el mediodía, corrían tendidos al zoco de las cuevas donde el frescor bajaba de los guirranchos para darles aliento, pues el sol caldeaba la tierra hasta hacerla reventar. Los caparachos del millo se secaban a toda prisa mientras el barranquillo arrastraba sombras de lagartijas en espera del agua.

Fue estirándose detrás de mis playeras como el que quiere tragarse el mundo nada más encontrarlo. Y el mundo lo hizo suyo; aquel pequeño mundo que no iba más allá de las laderas de Trujillo ni sobrepasaba el cerco del barranco. También fue acostumbrándose al terreno enladerado, a la enredadera amarilla que tapaba los rozos, a los pinos pequeños que cubrían los manchones. Se adaptó pronto al empedrado del patio y pasaba el día entre las tuneras tiernas o el muladar cubierto de trozos de escudillas, cartuchos de papel y piernas de muñecas de cartón. A veces escapaba hacia los castañeros del Sansón para trepar por sus ramas, y enseguida aprendió a esconder su sombra con la de tu hermano dando pasos callados, agachando su cabecita menuda para escurrirse, en busca de castañas, a escondidas del amo.

A su piel y a su color nos habíamos acostumbrado desde hacía mucho tiempo, pues ya hacía años que Perico el de las Cruces lo trajo una noche de invierno, escondido bajo un saco, tembloroso, y con los ojos aún a medio abrir. Se lo había ofrecido a tu padre por unas punteras en la zapatería del Saucillo. Nos dijo que tenía pocos días y que era el único de una camada de seis que habían muerto en el charco de un pajar. Pronto nos acostumbramos a su presencia de perro cariñoso y juguetón. Su sangre hervía como el agua en los cacharros y ni siquiera las moscas podían descansar sobre su piel. Tanto fue así que, en poco tiempo, se hizo dueño de la casa. Nada más verme salir de la cocina con el cacharro tiznado, se tiraba a las piernas que no había manera de poder dar un paso. Luego corría, dando saltos, derecho a la pileta que está debajo del melindro, donde esperaba impaciente que le tirara el suero que sobraba del día.

Cuando creció, aunque crecer crecer no creció más que dos palmos, desaparecía con tu padre hasta la zapatería del Saucillo. Allí, al calor de las suelas y los sacos, acechaba a otros perros que venían a rondarlo; otros perros de otros dueños extraños, de otros dueños que cargaban zapatos y se pasaban horas hablando y fumando picadura mientras esperaban el remiendo. A uno de esos perros reconoció una tarde. Era la perra de Perico el de las Cruces, a la que sin querer reconoció y persiguió hasta hacerla su amante. Una perra que escondía sus ojos de estrella bajo el relámpago de sus orejas amarillas y a la que hizo tan suya como la propia sangre que corría por sus venas. Algunas tardes la traía de visita y nos la presentaba, invitándola a comer de su pileta. Luego iban a revolcarse entre los troncos de helechos que bordeaban la finca.

Pero en aquel verano habían menguado sus ganas y sus fuerzas. Huyendo del calor se pasaba días enteros durmiendo en los pajares, y sólo al atardecer, cuando el sol escondía su cresta en las laderas de Pileta, asomaba su hociquito entre las cortinas del cuartucho buscando algún bocado. Había envejecido sin remedio. Ya no perseguía ratones en las tunerillas ni espantaba las gallinas de los huertos. Ya no se acercaba a la pileta del suero y ni siquiera corría cuando tu padre cargaba el saco de materiales y arrancaba con él para el Saucillo. Ya no espantaba las moscas ni daba mordiscos al vacío persiguiendo sus ruidos. Su piel transparentaba los huesos derretidos y, en el hueco de su estómago, bailaba el aire presintiendo la muerte. Apenas arrastraba las patas para poder dar un paso, yendo y viniendo de un nido caldeado a otro del que manara más frescor.

Por eso empecé a insistirle a tu padre que lo metiera en el saco; que lo llevara junto con las suelas para las Colmenillas donde perdiera el rastro; que amasara gofio con polvo de ratones, de ese que solíamos tener en el altillo, y se lo diera de comer en el barranco. Pero nada. Nada de nada. Que le diera con un sacho hasta romperle los sesos, como habían hecho con el perro de Fabián cuando ya estaba viejo; que lo ahogara en el tanquillo de los Solapones con una piedra al cuello, para que se pudriera en el fondo sin ser visto. Tantas y tantas cosas que, por no oírme, apenas paraba tu padre por la casa. Pesaban más las noches y noches que regresaron juntos. Pesaban más sus fiestas y sus saltos al regresar de nuevo. Pesaban más sus ojos de perro cariñoso. Pesaba todo más que esa vejez tardía y molesta que llega a todo ser viviente. Pero nada de nada. Ni caso. Rezados y rezados. De tanto insistirle, fue tu hermano el que tomó la iniciativa.

Aquella tarde la recordaré siempre como una tarde amarga. Risquillo arriba desapareció Leandrito. Junto a él, extrañamente alegre a pesar de la verguilla vieja que amarraba su cuello, iba el Pirusa. Olvidó su modorra. Saltaba sorprendido sobre las piernas de tu hermano, quien lo ahuyentaba con coraje para coger valor.

Siguieron ligeritos hasta trasponer los pinos del Sansón. Leandrito marchaba con la mirada al frente, sin atreverse a mirarlo no fuera a arrepentirse, sin atreverse a pensarlo no fuera a entrarle pena, sin atreverse a quererlo como antes no fuera a entrarle miedo. La sombra de su pulóver verde desapareció junto con él y con el perro, camuflada bajo la sombra de los pinos. Al llegar a las cuevillas, justo encima del naciente en que buscábamos agua los veranos, subieron el barranco bordeando las pitas. Allí se retorcían los castañeros del Sansón formando figuras entrelazadas, garabatos de ramas verdes y resecas que se abrazaban unas a otras para unir los viejos troncos separados.

Aquella tarde le sigue picando la piel como las púas de los erizos cuando guardan castañas. Sin atreverse a pensarlo no fuera a darle miedo, sin atreverse a quererlo no fuera a arrepentirse, sin atreverse a mirarlo no fuera a darle pena, tiró de él. Tiró de él por la verguilla con que iba amarrado y, levantándolo al aire, lo colgó de una rama del castañero viejo. El perrito se contorsionó como los mismos garabatos de las ramas, formando figuras en el aire sin aire. Allí, prendido del metal, daba tumbos y soltaba alaridos que retorcían las hojas y el eco devolvía. Sin atreverse a mirarlo, pues sabía que su mirada encontraría otra mirada terrible, tu hermano buscó un palo entre las hojas chamuscadas. Buscó un palo y, para no oírlo, le dio golpes en la cabecita pequeña con los ojos trincados. Le mandó y le mandó hasta que estiró sus patas diminutas y no salía un resuello de su boca entreabierta. Y allí quedó en el árbol, como un péndulo de carne reventada donde el tiempo ya no encontraría ni un antes ni un después.

Leandrito corrió barranco abajo, sin pensar, sin oírlo, sin mirarlo. Llegó al Bocadillo del Chopo sin apenas aliento, más tieso que el garrote manchado que tiró al fondo de las zarzas.

¿Qué hiciste con el perro?, le preguntó tu padre. Y volvió a coger el saco y a tirar con él para el Saucillo.


       

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