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Letras de la Tierra de Letras

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La Biblioteca Invisible

Carlos Briones

En el país experimento todo lo que se puede experimentar después de quince años de ausencia; pero el día anterior a mi partida siento eso que se llama "cargo de conciencia" y más o menos a las seis de la tarde me encamino hacia la librería de la calle Vergara.

Con sus casas del siglo pasado y sus adoquines gastados y lustrosos, en el centro de Santiago, la calle Vergara es una calle estrecha pero importante. Varios de los servicios de inteligencia de las distintas ramas de las Fuerzas Armadas tienen en ese sector casas a su servicio. Se notan, se hacen notar, por la presencia de civiles armados que llaman la atención en sus puertas y ventanas.

Instalar una librería en este sector no es precisamente un acierto. Pero el poeta Carlos Mauricio Lara es de otra opinión.

Avanzo hasta la tercera cuadra con alguna incomodidad. Nadie me molesta, pero me siento exageradamente observado por unos tipos que hacen ostentación de sus armas en la puerta de un "Círculo de Suboficiales del Ejército - En retiro".

A media cuadra identifico el letrero de la librería y escucho un tema de Víctor Jara. Como me lo imagino, la potente voz del cantautor asesinado en 1973 proviene de los parlantes de la librería.

Espero que Carlos Mauricio Lara se desocupe, nos abrazamos y en broma le digo que baje la música para que podamos conversar.

—Sí, ya sé que a ti esto ya no te interesa, pero a la juventud hay que motivarla, para que no nos pase lo mismo que en Alemania —me dice con sereno convencimiento.

Paso por alto su observación, le entrego una botella de Glenfiddich y le anuncio que parto mañana. No reacciona como el resto ante este tipo de apremios, sino que con una mezla de ironía y solemnidad me advierte:

—Te tengo una linda sorpresa. Algo que te va a encantar. Un momento, elige la música que quieras, cierro de inmediato y nos instalamos.

El grupo ABBA cantando en castellano, para el caso, me parece inmensamente más apropiado que Víctor Jara.

Una vez cerrada la librería, me muestra sus interiores: la pieza donde estamos, de unos 15 metros cuadrados, los tres estantes con libros, la fotocopiadora a concesión, la calculadora, el teléfono; en un cuartucho inmediato el servicio higiénico, que a su vez le sirve de cocina y dormitorio, y un sótano pequeñito, de unos cuatro metros cuadrados, al que se baja moviendo una tapa que está debajo de la tina de baño. En la tina de baño hay unos sacos con paja y unas frazadas.

Nos instalamos. Al segundo o tercer vaso de whisky el relato de nuestras experiencias fluye con naturalidad.

Carlos Mauricio Lara me cuenta cómo, en un momento de apremios, una noche de 1984, descubrió un boquete en uno de los muros del sótano. En él guardó ciertos textos comprometedores. Pasó con éxito eso que en Chile se llama "operación peineta". No le encontraron nada subversivo y al amanecer lo dejaron volver a la tina de baño. Tiempo después, cuando recurrió a los peligrosos poemas críticos, le llamó la atención el polvo que se había acumulado en sus páginas. Este hecho fue determinante. Después de severas y aventurosas investigaciones llegó hasta la Biblioteca Invisible.

—Esa es la sorpresa que te tengo... —me dice con cierta dificultad en la dicción.

Mientras lo escucho, miro la botella y entiendo mejor el relato. Yo sé que un buen "scotch" se debe tomar con agua. Pero nosotros somos seres que si nos quedamos muy a este lado de la realidad nos volvemos locos.

—En honor a nuestra amistad, en honor a las literaturas que honran la memoria de los hombres, en honor a los que inventan la literatura y en honor a los que la conservan... ¡Te invito a ver la Biblioteca Invisible!

Brindamos primero y luego acepto formalmente con algunas palabras de agradecimiento.

—Bueno, ¡vamos! —me dice—. Te advierto que no es fácil bajar, pero vale la pena.

Una vez en el sótano, desde abajo, con una maniobra rarísima, pone nuevamente la tapa. Enciende una linterna, corre unos cajones y, por un hueco que hay en el muro, pasamos a un pasillo, una separación que hay entre dos construcciones, avanzamos unos cinco metros y encontramos una bajada por la que comenzamos a descender, siempre en línea recta y bocabajo, con el cuerpo pegado a los escalones. Se me ocurren sólo preguntas idiotas:

—¿Supongo que no hay peligro de derrumbe?

—En cuatro años no me ha pasado nada —me dice.

—¿Cuántos escalones son? —le pregunto, sintiendo que me empieza a correr el sudor; y me responde sin el menor asomo de burla:

—Unos setenta.

Hasta que adquiero cierta práctica, me golpeo repetidamente la cabeza y la espalda, pero las que más sufren son mis rodillas. No es fácil descender a gatas por un boquete tan estrecho. Dos o tres veces me resbalo: la cabeza o los hombros del poeta pagan las consecuencias. Con paciencia me recomienda:

—¡Afírmese, maestro!

Los olores fuertes me ponen en tensión. La fetidez de mi aliento, el sudor, el sabor infame que me deja el polvo, el olor a gato muerto que sale del boquete, me espantan la agradable modorra del alcohol y me hacen vivir esta aventura con lucidez.

La bajada termina en una estrecha puerta de hierro, Carlos Mauricio Lara la empuja, y entramos en la Biblioteca Invisible, que es irregularmente visible.

Los muros son de piedra. No puedo definir su color exacto. Una claridad azulosa celeste permite ver sólo hasta unos cinco metros de distancia. Es imposible determinar de dónde proviene la luz. Las piedras de los estantes son lisas y de distintos tonos de blanco hasta el gris más pálido.

—Este es el Paraíso —me dice Lara—. Este es el sueño de Borges. Como a él le hubiese gustado: un laberinto. En mis momentos difíciles, aquí paso quince o veinte horas seguidas. Aquí no me da hambre; no me da frío, no siento ganas de fumar. Aquí están todos los libros que se han imaginado.

—¿Qué significan los números y las letras? —pregunto.

—Los números indican los milenios, los siglos, los años; y las letras corresponden a un ordenamiento de tipo matemático que con los números sería imposible.

Tomo un ejemplar al azar, lo abro, y en su interior me encuentro solamente con páginas en blanco. Lo dejo, tomo otro y repito la operación. No hay nada; lo devuelvo a su lugar de origen. Todos los tomos tienen el mismo grosor, sus páginas no están numeradas y están empastadas o unidas con un material que desconozco.

—Buena idea —le digo.

—¿Qué viste? —me pregunta con naturalidad, y con naturalidad le respondo:

—Nada.

Mi respuesta no lo inmuta, me pide que no juzgue todavía y me conduce a una sala circular en cuyo centro hay una mesa; nos sentamos en unos bancos de piedra que hay a su alrededor.

—Aquí están los catálogos —me explica—: para el Pasado, el Presente y el Futuro. Aquí están registrados todos los libros que se han escrito y los que se escribirán.

—Y los que ya se han escrito, ¿se pueden leer? —pregunto.

—¡Por supuesto! —me responde con sorpresa; y su sorpresa me sorprende—. ¡Pide lo que quieras!

—El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha —digo sin titubear.

Se levanta, toma uno de los catálogos, consulta, y luego se pierde por uno de los pasillos. Regresa con un tomo idéntico a los que ya he tenido en mis manos, y me pide que lo acompañe a la Sala de Lectura; que está, de acuerdo a mi ocasional posición, exactamente detrás de mí. En su interior hay solamente un sillón de piedra en el centro, bajo un haz de luz. Me pide que tome asiento y que me acostumbre a la nueva luminosidad. Me comporto dócilmente. Me pone en las manos el tomo elegido; lo abro y distingo la escritura. Domino la emoción que me embarga, busco la primera página y leo con rigor y con atención: "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo...". Cierro el libro. Busco el final y lo leo. No me basta. Le pido:

—El río, de Alfredo Gómez Morel.

Me trae un ejemplar idéntico, pero con distinta rotulación; lo abro con ferocidad de especialista; busco la escena de la botella, y comienzo a leerla: "En el cristal empezó a dibujarse un cuerpo de mujer que lentamente se desnudaba". Bruscamente me detengo. Se lo devuelvo y le digo:

—De la luz en el agua, de Juan Drago.

Me lo trae; y compruebo estos versos que mi memoria, con agrado y lealtad, retiene: "...a veces, uno toca / más allá de sus límites / y siente los espasmos / del tiempo dislocado".

Sorprendido, atónito, perplejo, consternado, le pido otros libros queridos, nada más que para mi solaz, solamente para encontrarme nuevamente con ellos. De todas maneras le comento:

—Veo que el Respetable Creador de esta belleza ha desestimado los datos bibliográficos: las fechas, los editores, los traductores, los prologuistas, los estudiosos.

—La Literatura honra el Tiempo —me dice sin ostentación—, y el Tiempo es un compilador ciertamente vasto, pero esencial: lo que importa es la obra.

—Tampoco está el nombre de los autores —le observo.

—Está, pero como un dato al servicio del Ordenamiento, del Cosmos, y no como un tópico sujeto a vulgaridades como el orgullo, el respeto o la pleitesía. ¿Me entiendes?

—Sí, creo que sí; pero no sabría cómo explicarlo.

Luego lo interrogo, en vano, sobre el origen, sobre el posible origen de la Biblioteca Invisible. Evitamos caer en el lenguaje esotérico. Tratamos de creer que es algo natural, que está sencillamente, como muchas cosas que están y que son, y para las cuales no tenemos ninguna explicación.

Cuando ya se nos hace difícil seguir especulando con razonamientos matemáticos forzadamente trasladados al universo de las metáforas, le digo que antes de regregar a Europa me gustaría saber si Rosa Río-Zugmann va a publicar el libro que está escribiendo.

—Entiendo —me dice y desaparece por uno de los pasillos.

Regresa con otro ejemplar, idéntico a los anteriores, y me comenta:

—Cuando la veo en televisión o leo alguno de sus artículos... ¿Me permites que te lo diga?

¡...!

—Me parece un error, me parece literatoso y fatal que te hayas enamorado de esa mujer.

Tomo el ejemplar que me alcanza y lo abro con la emoción con que se toca algo del ser querido. Reconozco de inmediato sus preocupaciones teológicas, su manera de escribir, sus omisiones evidentes, la utilización del silencio, su distanciamiento, su respeto a las convenciones, a la mala literatura, a las ideologías nefastas. Pero está escrito por ella y eso me produce un placer casi físico. Carlos Mauricio Lara me saca del ensueño y me pregunta algo difícil:

—¿Te gustaría ver lo que vas a publicar?

Eludo esa responsabilidad que me aterra y le digo que me gustaría tomar algunas notas.

Para mi más grande sorpresa me dice que en al Biblioteca Invisible no se puede escribir.

Lo miro extrañado. Lara casi humillado me sugiere:

—Inténtalo tú, si quieres.

Saco un bolígrafo y una de las tantas hojas para apuntes que abundan en mis bolsillos. El bolígrafo no escribe. Sin perturbarme rayo varias veces en la página. El bolígrafo no funciona. Con naturalidad saco otro.

Carlos Mauricio Lara espera mirando el suelo. Pruebo nuevamente. En total tengo tres bolígrafos, dos lápices de mina y una estilográfica. Me tomo el tiempo necesario. Pruebo en distintas hojas: en unas boletas de compraventa, en mi libreta de teléfonos, en mi pasaporte. Siento una leve agitación interior. Me controlo, respiro profundamente. Pienso en Rosa Río—Zugmann, en su boca maravillosa, en su rostro misterioso. La veo: se transforma en pantera, en orquídea, en un cántaro de greda, en una nube. Siento un calorcillo en la cara. Compruebo que en la Biblioteca Invisible no funcionan los bolígrafos, los lápices ni las estilográficas.

Decidimos volver. Ascender a gatas no es menos mortificante. Pero finalmente llegamos al pasillo, cruzamos el boquete del sótano, subimos al cuarto del servicio higiénico: nos sacudimos el polvo, nos lavamos las manos y la cara. Luego Carlos Mauricio Lara discretamente me pregunta:

—¿Me permites?

Se da vuelta hacia la taza del excusado y orina ruidosamente. Paso a la librería, enciendo la luz y miro la hora: las cinco y media de la mañana.

—¡Sal tú primero! —me dice desde adentro—, para evitar sospechas inútiles.

 
 

Al subirme a un taxi, casi al llegar a la Avenida Alameda, me doy cuenta de que no nos hemos despedido: Adiós, amigo —le digo para mis adentros. ¡Gracias por todo! Nuestro deber es imaginar y creer en lo que imaginamos.



       

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