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18 de enero
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Tres poemas

José Luis Bello


El hombre del saco

Todos los domingos al mediodía
A la hora del calor
Cuando la brisa no sopla
Y el suelo es abrasador
Todos los domingos al mediodía
Delgado en extremo
Con pálidos ojos apagados
Entre aquellos cabellos tan largos
De gris amarillento
Que caen lacios, como sin vida,
Agarrados a la cara
Todos los domingos al mediodía
Olvidado mira atentamente
El cuaderno sucio y viejo
Que sostiene abierto
En la mano izquierda del pasado.
Todos los domingos al mediodía
Se pierde sentado
El cuerpo encorvado
Hacia adelante en extraño ángulo forzado
Calza unas botas grandes y fuertes
Con tacones que hunde profundamente
En un presente lánguido
Y viste aquel abrigo largo y raído
Con color semejante al verde
Que la vida se retuvo
Y el tiempo con él
Todos los domingos al mediodía
Parado en la hierba
Con la mirada fija espera
Y con el pensamiento plagado
De extraños presentimientos
Levanta la cabeza
Mira, cierra el cuaderno
Del interior de su abrigo
Muy lentamente el alma se sincera:
—¡Dios mío! ¡Cómo llora la pena!
Gira leve el cuerpo
Una mirada rápida en derredor
Semeja por un momento
Una fugaz y fría sonrisa de dolor
Y de repente
Todos los domingos al mediodía
Con una pasmosa velocidad
Agarra aquella pequeña y blanca manita
El grito que sale de la garganta
No lo oye nadie
Y la salvaje carcajada de trueno
Que emerge de la boca de aquel animal
Tampoco
Todos los domingos al mediodía
El respirar se detiene
Y el pequeño cuerpo alzado
Desaparece
El tiempo se acurruca
Temblando como una hoja
Con unas ganas inmensas de llorar
Con los ojos clavados en el vacío
Con la mirada perdida
En la inexistencia de algún lugar
Como sintiendo una infinita vergüenza
Que quema las entrañas
Que sube por el pecho
Que asciende por la garganta
Y que amenaza con explotar
Finalmente en la cara
Todos los domingos al mediodía
El hombre del saco pasa
Se detiene en un lugar
A la hora del calor
Y entre las hojas de su cuaderno
Aguarda
No lo espero en la noche
Ni en las sombras largas
Él siempre trabaja
Todos los domingos al mediodía
Sin falta


La vida, el dolor y la muerte

La muerte y el dolor
van de la mano
y la vida les acompaña.
Siempre por delante,
a poca distancia.
Como la sombra de un cuerpo
con el foco de luz a su espalda.
La muerte y el dolor
ataviados con largos
e infinitos ropajes
a ratos se paran.
Se ven y se miran
sus propios reflejos
y entonces se aman.
Y la vida, entre tanto,
apresura su paso.
La muerte y el dolor,
de alargadas siluetas.
Maquilladas de fríos
colores de Goya
o con los blancos
y negros de Zurbarán,
se desparraman
por entre las piedras,
dejando una estela agridulce
en su camino.
Y la vida, entre tanto,
apresura su paso.
La muerte y el dolor,
ennegrecidos y tristes,
se mueven por caminos
de peregrinos y vagabundos,
más propios de almas perdidas
que de ilustres personajes.
Y la vida, entre tanto,
apresura su paso
para llegar a la cita
en el sórdido agujero
donde te encuentras Tú.
Sentado, olvidado
en el recuerdo.
Desmadejado, entretenido
en el pensamiento
por efecto de la cálida brisa
y el olor a cereal maduro.
La muerte y el dolor
se pasan las jornadas,
plegadas las piernas,
con las rodillas muy juntas,
felices y alegres
al desmenuzar y cambiar
de una mano a otra
las porciones de aliento
que se mantienen ajenas
al mágico juego.
La muerte y el dolor
van de la mano
y la vida les acompaña.
Saben que a los ancianos
les tiembla la voz
y les lloran los ojos
por las alegrías y recuerdos
que rebosan de su pasado
y que arañan la piel
en esos gestos involuntarios,
repetidos y continuados.
Y la vida, entre tanto,
apresura su paso
desparramando febril
en tu rostro su rostro
y sus ojos en tus ojos.
Porque a ese derroche
placentero y dulce,
correspondes con la cortesía
de esa inclinación de cabeza,
del recto hombre de campo.
Esa especie de asentimiento,
de buena acogida y amistad
que dice tanto
en tan poco esfuerzo.


Tierra

La tierra es para el hombre
Como la esposa eterna y fiel.
Acoge su mente
Y ampara su cuerpo
Después de la jornada.
Como la madre,
con suaves ropas,
En silencio acaricia
El rostro surcado por el Sol
Y por el viento de las praderías.
Y enjuga las gotas de sudor
Que resplandecen
En el rostro del hijo.
Son aquellos trozos de tela
Los mismos que antaño estaban
Llenos de panes de cebada,
Trigo y centeno calientes.
Endulzadas con miel boscana
Todavía recuerdan la tibieza
Y el aroma del hogar.
La tierra es para el hombre
El gran regalo del creador.
Ella esconde el sustento
En sus entrañas.
Recibe y guarda el agua de los ríos
Y de los lagos en su regazo.
Comparte el calor robado al Sol.
Y acompaña al campesino,
Desde el primer llanto,
Hasta la última sonrisa.



       

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