Dos relatos
Marta Catalán
Estamos gordas, gordas
Me comentaron un día de sol naciente que las nuevas medidas cercanas a
la adorada perfección corporal habían permutado de dígitos. Como quien
cambia de número de teléfono y sin mayor importancia fui informada de
tales mutaciones de la siguiente manera:
—El mítico 90-60-90 está gordo... le salen michelines por todas las
esquinas —me contó una señorita de fruncido ceño y apretada boca toda
indignada. Se agarró un poco de su minúscula tripa y enseñándome un par de
gramos que rodeaban el ombligo gritó:—. ¿Ves? ¡Esto es indignante! ¿Quién
va a quererme con tanta grasa encima?
Yo, perpleja, me miré mi propia barriga y vi que caía fofa bajo la
blusa.
—No, si en algo tienes razón —le seguí la corriente.
—Pues claro que la tengo —Respondió indignada de que hubiera dudado por
un momento de lo que ella decía—. No se puede ir a ningún lado con estos
brazos gordos que tengo yo —se señalaba un hueso que apenas estaba
recubierto por una finísima capa de pellejo, y hacía las funciones de
extremidad superior—. Ni con estas piernas de vaca torda y obesa que
parece que casi no pueden moverse por si las carnes se juntasen de tantas
que son —su esquelética mano se golpeaba compulsivamente un muslo casi
transparente, como si quisiera castigarlo.
—Claro, claro —decía yo tratando de esconderme tras el mostrador para
que no pudiera juzgar mi cuerpo.
—Así, a ojo, diría que para estar normalilla, alguien que se quisiera
considerar decente —decía ella— podría tener un pecho de 80 —me miré mi 95
y encorvé un poco las espalda para que mi busto no asomara al exterior—...
Una cintura de 50, a lo sumo de 55 —aguanté la respiración y metí
barriga—. Y unas caderas de 75 —bajé los brazos hasta mis pistoleras y
traté de esconderlas.
De modo que éstas eran las nuevas cifras mágicas... 80-50 (55 si nos
permitiéramos respirar de cuando en vez) -75. Había, claro errores de
cuenta en las anteriores medidas; la rectificación era cuando menos muy
sana. Pero me picó la curiosidad y quise saber cómo alcanzar tal cuerpo.
—No es que sea muy sencillo, pero para que te hagas una idea: un poco
de yogur desnatado bastará para desayunarnos —mientras me sacudía la mente
la imagen de mis churros con chocolate—. A mediodía una ensalada sin
aliñar (y sin queso que tiene grasa) es lo que como yo, aunque como puedes
ver a mí aún no ha empezado a hacerme efecto —"Ya, bueno, la verdad es que
no mucho", le decía tratando de mirar sus ojos escondidos en unas grises
cuevas—. Y lo mejor será pasar sin cenar —pensé en lo gratificante que era
para mí meterme en el gaznate algo caliente como podía ser una sopa de
cebolla o un bistec—. Luego, mucho ejercicio que eso quema calorías que da
gusto. A mí, en el gimnasio me han creado una tabla de entrenamiento para
adelgazar, pero fuera de él hago yo para acompañar más ejercicio. También
está el adiestramiento a parte.
—¿Cómo?
—Quiero decir, para cuidar pequeños detalles. Mira esta horrorosa
papada que cuelga ahogándome el cuello... —levantaba la cara para que
pudiera ver una barbilla compuesta por tejido óseo y poco más—. Pues si la
golpeas compulsivamente —y esto lo hacía con el revés de la mano, sonando
un seco "tap, tap"—, al cabo de un tiempo acaba por desaparecer. Yo,
esto... —se avergonzaba al decir esto—, aún necesito trabajarlo mucho.
—Ya, ya entiendo —yo me tocaba un poco de carne que había colgando bajo
mi barbilla y la masajeaba como queriendo disimularla.
—Y ahora que llega el verano... ¡Dios, yo no sé qué voy a hacer de mí!
No podré ni ponerme pantalones cortos.
—¿Por qué? —pregunté yo curiosa.
—¿Cómo que por qué..? ¿Pero es que acaso no ves este cuerpo tan
desagradable que tengo? Todo este sebo mantequilloso que tengo adherido a
mi cuerpo, las carúnculas de tocino pringoso que tengo a modo de nalgas...
¡Mira qué carnaza, mira! —se exaltaba indicándome en general su cuerpo—. Y
bueno, en paños menores da ganas de mirar para otro lado de lo inmenso que
es... ya me lo estoy imaginando... —se quedó dubitativa—. Los hombres
llamándome, y con razón, ballena, y yo sin saber qué hacer. Nada, lo mejor
será permanecer en casita y seguir con mi dieta.
—Oye, y por curiosidad, ¿no pasas hambre?
—Uy no, qué va... De vez en cuando me permito mis banquetes...
galletas, batidos, sandwiches...
—Pero eso engorda.
—Tengo un pequeño secreto —me hizo una señal para que me acercara—:
saboreo con mucho gusto la comida, le doy vueltas y vueltas en la boca
para que dure su sapidez y luego cuando ya ha llegado al estómago,
rápidamente voy con discreción al servicio y echo todo.
—Bueno, al no estar acostumbrada a comer grandes cantidades, tu cuerpo
las rechaza.
—No, si no es eso —y miró a ambos lados como si lo que iba a contarme
se tratara de un secreto de Estado—. Me meto los dedos y voilà.
Yo ahora la miré asustada. Detenidamente me fijé en su lacio y escaso
pelo, que cubría una faz que perfectamente pudiera haber pertenecido a
alguien muerto... una esencia cadavérica la recubría, y lo peor de todo
esto era que hablaba totalmente en serio. Pensé que tal vez aún hacía
demasiado frío para comprarme un bikini y decidí que volvería otro día. Le
di las gracias por sus molestias y salí de la tienda. Una vez fuera de
ella me golpeó un sol igual que los anteriores la cara y observé con
atención una manada de gente que bullía a lo largo de toda la calle. Me
miré en un espejo de un escaparate y empecé a pensar que tal vez podría
estar algo gorda, pero un puesto con perritos calientes me llamaba a
gritos y creí que era mejor dejar la dieta para otro año... "De todas
maneras, yo por lo menos tengo donde me puedan agarrar", y mi perrito y yo
nos fuimos de vuelta a casa.
¿Larga?
"Estábamos en el cutre bar de siempre, con la música de siempre y la
gente de siempre. Serían ya eso de las dos de la mañana cuando la noche se
tornó más amena. A Juan, de lo tremendamente borracho que iba se le caía
la cabeza hacia delante:
—Pero colocársela bien, joder —frase que sacada de contexto y con la
luz del día probablemente hubiera resultado totalmente salida de turno.
—Que no, que no, así si vomita ya cae todo hacia la mesa y no se le
queda atragantado en el esófago.
—¡Eh! ¿Qué es eso de vomitar en la mesa? De eso nada que aquí estamos
nosotras antes que vosotros y hemos venido a tomarnos una copa, y no a
morirnos del asco —soltó Lucía—. ¡Que vomite hacia atrás!
—Y sin salpicar —apuntó otra niña.
Continuamos riéndonos de las tonterías de las que se ríe uno cuando no
está en muy buen estado. Los vasos se reproducían como energúmenos sobre
la mesa, todos vacíos tras un par de tragos. Algunos de un litro, otros de
gaznate largo, 'como una gacela', pensé en aquel momento en plena vena
poética.
—Los vasos parecen el cuello de una gacela —comenté estúpidamente en
alto mi gregería.
Todos se callaron y empezaron a examinar los vasos.
—Andá, pues es verdad —me apoyaba uno.
—Se parece más... —dijo otro haciendo un gesto que apuntaba entre sus
piernas—. ¿Créeis que cabrá dentro?
—La mía, desde luego, no —contestó rápidamente Emilio.
—Eso habría que verlo —le retó el primero.
—Cuando y donde quieras —dijo tranquilamente mientras las vocales
patinaban sobre nubes de alcohol.
Se pegaron hacia la pared más alejada del resto del gentío, y entre la
mesa y un sencillo corro formado por todo nuestro grupo de amigos hacían
más íntimo el apañado habitáculo donde se iba a realizar la prueba. Se
hacían apuestas y expectativas de quién sería el ganador.
—Bueno, Emilio, tú mismo.
Casi se podía cortar la tensión del ambiente con un cuchillo. De fondo
se oía un coro de acompañamiento que cantaba algo así como: 'Emilio la
tiene tan larga, arga, que parece una cuerda, erda... Y si se le olvida,
recoger amarras, arras, se le escapa por la pierna, erna...'. Fue entonces
cuando llegó el momento cumbre. Se oyó el chirriar de una cremallera, el
estruendo de unos botones abiertos temerosamente, y un aclamado '¡Oh!' que
descendía desde un si bemol hasta acabar en un do sostenido. Rápidamente
se acercó el vaso a su miembro viril y haciendo presión intentó
introducirlo por el cuello".
—En líneas generales así fue como sucedió todo —les explicaba.
Nos encontrábamos en la sala de espera del hospital Clínico de Vigo, la
madre, el padre y el hermano de Emilio. Todos habían escuchado atónitos la
aventura.
—Pe... pe... pero... A ver, explícamelo otra vez —me decía la madre.
Al cabo de un par de puntualizaciones con todavía, si cabe más
detalles, asomó por la puerta el doctor.
—¿Ustedes son los padres de Emilo, verdad? Bien, estamos haciendo lo
imposible con el chico, pero el vacío creado al meter tanta masa en un
espacio tan reducido nos está complicando el trabajo, pero tranquilícense
que contamos con uno de los mejores equipos de profesionales que tratarán
de solucionar ese problemilla de... —de repente se le escapó una risilla
furtiva al doctor. Y sin más terminó diciendo:—. Discúlpenme un segundo
—al cerrar la puerta se pudo oír una estentórea carcajada haciendo eco por
los pasillos.