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Las técnicas de Uqbar. Tal como Uqbar se incorporó a la realidad, los escritores tienen la posibilidad de cambiar al mundo.

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Jorge Gómez Jiménez
Editor

Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 92
17 de julio de 2000
Cagua, Venezuela

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Dos relatos

Marta Catalán

Estamos gordas, gordas

Me comentaron un día de sol naciente que las nuevas medidas cercanas a la adorada perfección corporal habían permutado de dígitos. Como quien cambia de número de teléfono y sin mayor importancia fui informada de tales mutaciones de la siguiente manera:

—El mítico 90-60-90 está gordo... le salen michelines por todas las esquinas —me contó una señorita de fruncido ceño y apretada boca toda indignada. Se agarró un poco de su minúscula tripa y enseñándome un par de gramos que rodeaban el ombligo gritó:—. ¿Ves? ¡Esto es indignante! ¿Quién va a quererme con tanta grasa encima?

Yo, perpleja, me miré mi propia barriga y vi que caía fofa bajo la blusa.

—No, si en algo tienes razón —le seguí la corriente.

—Pues claro que la tengo —Respondió indignada de que hubiera dudado por un momento de lo que ella decía—. No se puede ir a ningún lado con estos brazos gordos que tengo yo —se señalaba un hueso que apenas estaba recubierto por una finísima capa de pellejo, y hacía las funciones de extremidad superior—. Ni con estas piernas de vaca torda y obesa que parece que casi no pueden moverse por si las carnes se juntasen de tantas que son —su esquelética mano se golpeaba compulsivamente un muslo casi transparente, como si quisiera castigarlo.

—Claro, claro —decía yo tratando de esconderme tras el mostrador para que no pudiera juzgar mi cuerpo.

—Así, a ojo, diría que para estar normalilla, alguien que se quisiera considerar decente —decía ella— podría tener un pecho de 80 —me miré mi 95 y encorvé un poco las espalda para que mi busto no asomara al exterior—... Una cintura de 50, a lo sumo de 55 —aguanté la respiración y metí barriga—. Y unas caderas de 75 —bajé los brazos hasta mis pistoleras y traté de esconderlas.

De modo que éstas eran las nuevas cifras mágicas... 80-50 (55 si nos permitiéramos respirar de cuando en vez) -75. Había, claro errores de cuenta en las anteriores medidas; la rectificación era cuando menos muy sana. Pero me picó la curiosidad y quise saber cómo alcanzar tal cuerpo.

—No es que sea muy sencillo, pero para que te hagas una idea: un poco de yogur desnatado bastará para desayunarnos —mientras me sacudía la mente la imagen de mis churros con chocolate—. A mediodía una ensalada sin aliñar (y sin queso que tiene grasa) es lo que como yo, aunque como puedes ver a mí aún no ha empezado a hacerme efecto —"Ya, bueno, la verdad es que no mucho", le decía tratando de mirar sus ojos escondidos en unas grises cuevas—. Y lo mejor será pasar sin cenar —pensé en lo gratificante que era para mí meterme en el gaznate algo caliente como podía ser una sopa de cebolla o un bistec—. Luego, mucho ejercicio que eso quema calorías que da gusto. A mí, en el gimnasio me han creado una tabla de entrenamiento para adelgazar, pero fuera de él hago yo para acompañar más ejercicio. También está el adiestramiento a parte.

—¿Cómo?

—Quiero decir, para cuidar pequeños detalles. Mira esta horrorosa papada que cuelga ahogándome el cuello... —levantaba la cara para que pudiera ver una barbilla compuesta por tejido óseo y poco más—. Pues si la golpeas compulsivamente —y esto lo hacía con el revés de la mano, sonando un seco "tap, tap"—, al cabo de un tiempo acaba por desaparecer. Yo, esto... —se avergonzaba al decir esto—, aún necesito trabajarlo mucho.

—Ya, ya entiendo —yo me tocaba un poco de carne que había colgando bajo mi barbilla y la masajeaba como queriendo disimularla.

—Y ahora que llega el verano... ¡Dios, yo no sé qué voy a hacer de mí! No podré ni ponerme pantalones cortos.

—¿Por qué? —pregunté yo curiosa.

—¿Cómo que por qué..? ¿Pero es que acaso no ves este cuerpo tan desagradable que tengo? Todo este sebo mantequilloso que tengo adherido a mi cuerpo, las carúnculas de tocino pringoso que tengo a modo de nalgas... ¡Mira qué carnaza, mira! —se exaltaba indicándome en general su cuerpo—. Y bueno, en paños menores da ganas de mirar para otro lado de lo inmenso que es... ya me lo estoy imaginando... —se quedó dubitativa—. Los hombres llamándome, y con razón, ballena, y yo sin saber qué hacer. Nada, lo mejor será permanecer en casita y seguir con mi dieta.

—Oye, y por curiosidad, ¿no pasas hambre?

—Uy no, qué va... De vez en cuando me permito mis banquetes... galletas, batidos, sandwiches...

—Pero eso engorda.

—Tengo un pequeño secreto —me hizo una señal para que me acercara—: saboreo con mucho gusto la comida, le doy vueltas y vueltas en la boca para que dure su sapidez y luego cuando ya ha llegado al estómago, rápidamente voy con discreción al servicio y echo todo.

—Bueno, al no estar acostumbrada a comer grandes cantidades, tu cuerpo las rechaza.

—No, si no es eso —y miró a ambos lados como si lo que iba a contarme se tratara de un secreto de Estado—. Me meto los dedos y voilà.

Yo ahora la miré asustada. Detenidamente me fijé en su lacio y escaso pelo, que cubría una faz que perfectamente pudiera haber pertenecido a alguien muerto... una esencia cadavérica la recubría, y lo peor de todo esto era que hablaba totalmente en serio. Pensé que tal vez aún hacía demasiado frío para comprarme un bikini y decidí que volvería otro día. Le di las gracias por sus molestias y salí de la tienda. Una vez fuera de ella me golpeó un sol igual que los anteriores la cara y observé con atención una manada de gente que bullía a lo largo de toda la calle. Me miré en un espejo de un escaparate y empecé a pensar que tal vez podría estar algo gorda, pero un puesto con perritos calientes me llamaba a gritos y creí que era mejor dejar la dieta para otro año... "De todas maneras, yo por lo menos tengo donde me puedan agarrar", y mi perrito y yo nos fuimos de vuelta a casa.


¿Larga?

"Estábamos en el cutre bar de siempre, con la música de siempre y la gente de siempre. Serían ya eso de las dos de la mañana cuando la noche se tornó más amena. A Juan, de lo tremendamente borracho que iba se le caía la cabeza hacia delante:

—Pero colocársela bien, joder —frase que sacada de contexto y con la luz del día probablemente hubiera resultado totalmente salida de turno.

—Que no, que no, así si vomita ya cae todo hacia la mesa y no se le queda atragantado en el esófago.

—¡Eh! ¿Qué es eso de vomitar en la mesa? De eso nada que aquí estamos nosotras antes que vosotros y hemos venido a tomarnos una copa, y no a morirnos del asco —soltó Lucía—. ¡Que vomite hacia atrás!

—Y sin salpicar —apuntó otra niña.

Continuamos riéndonos de las tonterías de las que se ríe uno cuando no está en muy buen estado. Los vasos se reproducían como energúmenos sobre la mesa, todos vacíos tras un par de tragos. Algunos de un litro, otros de gaznate largo, 'como una gacela', pensé en aquel momento en plena vena poética.

—Los vasos parecen el cuello de una gacela —comenté estúpidamente en alto mi gregería.

Todos se callaron y empezaron a examinar los vasos.

—Andá, pues es verdad —me apoyaba uno.

—Se parece más... —dijo otro haciendo un gesto que apuntaba entre sus piernas—. ¿Créeis que cabrá dentro?

—La mía, desde luego, no —contestó rápidamente Emilio.

—Eso habría que verlo —le retó el primero.

—Cuando y donde quieras —dijo tranquilamente mientras las vocales patinaban sobre nubes de alcohol.

Se pegaron hacia la pared más alejada del resto del gentío, y entre la mesa y un sencillo corro formado por todo nuestro grupo de amigos hacían más íntimo el apañado habitáculo donde se iba a realizar la prueba. Se hacían apuestas y expectativas de quién sería el ganador.

—Bueno, Emilio, tú mismo.

Casi se podía cortar la tensión del ambiente con un cuchillo. De fondo se oía un coro de acompañamiento que cantaba algo así como: 'Emilio la tiene tan larga, arga, que parece una cuerda, erda... Y si se le olvida, recoger amarras, arras, se le escapa por la pierna, erna...'. Fue entonces cuando llegó el momento cumbre. Se oyó el chirriar de una cremallera, el estruendo de unos botones abiertos temerosamente, y un aclamado '¡Oh!' que descendía desde un si bemol hasta acabar en un do sostenido. Rápidamente se acercó el vaso a su miembro viril y haciendo presión intentó introducirlo por el cuello".

—En líneas generales así fue como sucedió todo —les explicaba.

Nos encontrábamos en la sala de espera del hospital Clínico de Vigo, la madre, el padre y el hermano de Emilio. Todos habían escuchado atónitos la aventura.

—Pe... pe... pero... A ver, explícamelo otra vez —me decía la madre.

Al cabo de un par de puntualizaciones con todavía, si cabe más detalles, asomó por la puerta el doctor.

—¿Ustedes son los padres de Emilo, verdad? Bien, estamos haciendo lo imposible con el chico, pero el vacío creado al meter tanta masa en un espacio tan reducido nos está complicando el trabajo, pero tranquilícense que contamos con uno de los mejores equipos de profesionales que tratarán de solucionar ese problemilla de... —de repente se le escapó una risilla furtiva al doctor. Y sin más terminó diciendo:—. Discúlpenme un segundo —al cerrar la puerta se pudo oír una estentórea carcajada haciendo eco por los pasillos.


       

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