Tres historias
Miguel Correa Mujica
Los amantes
Antes de pasar a la actividad que los había llevado a reservar aquella
habitación en un hotel de la playa de Varadero, los amantes quisieron
cerciorarse de que estaban protegidos de las innumerables cámaras
fotográficas, micro-micrófonos, grabadoras minúsculas pero poderosas,
capaces de captar el menor jadeo, el más ligero roce de sus cuerpos
erizados, adoloridos ya por la necesidad de la entrega, del contacto
irreprimible, y que indudablemente habían sido colocados en alguna parte
de aquella habitación miserable.
Cubrieron primero las cuatro paredes con sábanas que ellos mismos
habían traído para los efectos y con el sobrecama del hotel cubrieron el
techo, claveteándolo por las cuatro esquinas arrasadas. Después corrieron
la cómoda de espejo circular contra la puerta, de modo que al ser forzada
la cerradura tropezaran por lo menos con algo, lo que les permitiría ganar
tiempo y evitar así que los sorprendieran en pleno desenfreno, en plena
cama, sin haber tomado las precauciones pertinentes. Después revisaron las
sospechosas hendiduras del espaldar de la cama, rellenándolas con una
especie de betún oscuro para por lo menos empañar el lente o los
microlentes de las microcámaras que allí estuvieran. Con esparadrapo
cubrieron las heridas de las ventanas y las grietas del piso. Seguidamente
metieron debajo del colchón las llaves, el cenicero, dos vasos
aparentemente transparentes y las dos pastillas de jabón que descansaban
en el lavamanos.
Ya amanecía cuando se dieron cuenta de que todavía no estaban seguros.
Faltaba cubrir el clóset, poner un hierro que no trajeron detrás de la
puerta, otro más pequeño detrás de las ventanas y un alambre de púas para
coser las persianas, las que se podían abrir fácilmente desde afuera, con
sólo subirse a una caja de cervezas. Además, una insoportable bombilla
alumbraba justo encima de la cama...Ya era de día cuando recostaron sus
oídos contra la pared y escucharon un silencio cómplice que no pudieron
reconocer si provenía de la habitación, del hotel o del mundo. Entonces
comprendieron que estaban exhaustos y que lo único prudente era abandonar
la habitación.
Polifemo
El niño había nacido con un extravagante defecto físico: tenía un ojo
de más, convenientemente ubicado en la parte posterior del cráneo. Al
principio, los médicos trataron de extirpárselo, pero el tercer ojo estaba
conectado a los demás ojos por el mismo nervio óptico: arrancárselo
hubiera sido dejarlo ciego por lo que se le dejó su ojo de más mientras se
le observaba periódicamente. Los padres del niño eran dos campesinos que
se habían hecho hasta famosos con la anomalía de su único hijo varón.
Los médicos estudiaron el caso durante varios años hasta que pudieron
comprobar que la visión del tercer ojo era incluso mejor que la de los
ojos faciales. La única inconveniencia que el ojo de más le había traído
era un incómodo apodo que le gritaban los muchachos del barrio: todo el
mundo lo conocía por Polifemo y así lo recogieron los textos de medicina
del país, el único en el mundo que contaba con tan extraño ejemplar. Por
lo demás, el tercer ojo (sin párpados y permanentemente abierto como los
de un pez) le era en extremo útil: el niño andaba siempre prevenido,
alerta ante la menor canallada, incluso cuando dormía. Su pasatiempo
favorito era atrapar las moscas que, distraídas, revoloteaban a sus
espaldas. Era prácticamente imposible que sus padres lo sorprendieran con
una imprevista bofetada. El ojo de más llegó a convertirse en su mejor
defensa contra la traición y el odio.
Sin embargo, el caso de Polifemo dejó de ser célebre unos años más
tarde, cuando nacieron las primeras remesas de niños con terceros ojos,
terceras orejas y hasta con branquias. La única explicación coherente a
estos fenómenos la brindó un viejo científico darwiniano: la naturaleza se
estaba ajustando genéticamente a las necesidades de la nueva sociedad.
El (a)salto
Como millares de jóvenes desesperados por abandonar su país, Esteban
concibió un plan para asilarse en la custodiadísima sede de la embajada
argentina en La Habana, acaso el único orificio conectado todavía con el
exterior por esos años.
La embajada, una lujosa mansión de tejas rojas y jardines cercados,
lindaba con un edificio de apartamentos ocupado todavía por varias
familias cubanas. Los vecinos debían portar una tarjeta especial que los
identificaba como tales y que les permitía, una vez mostrada en varias
postas militares, transitar por las aceras de la sede diplomática. La
hermana de Esteban vivía en el sexto piso de ese edificio.
El plan era sencillo pero fulminante: consistía en lanzarse desde el
apartamento de su hermana sobre el techo de la embajada. Sólo la rapidez
de una caída libre le garantizaba adelantársele a los disparos de las
postas, así como la velocidad necesaria para quebrar con su cuerpo la
estructura de tejas, tablas y vigas transversales. Irrumpiría, como un
invitado cósmico, en medio del salón de los protocolos. Una vez dentro de
la embajada era como si pisara territorio argentino. Sólo un salto lo
separaba de su Buenos Aires querido.
La mañana del salto llegó con esa belleza irreal de los días del
trópico. Esteban llevaba unas naranjas a su hermana, las cuales debió
enseñar en cada una de las postas. La hermana bajó a escoltarlo hasta el
edificio, después de mostrar su tarjeta especial donde venía escrito el
nombre de su hermano. Como había perfeccionado el plan hasta en sus
detalles espirituales, Esteban empezó a hablar sobre la invasión de
mosquitos que asediaba a la capital. Ya en el apartamento, los hermanos se
prometieron llevar flores ese año a sus padres muertos.
La hermana hablaba desde la cocinilla cuando Esteban saltó al vacío. Un
tiroteo distante siguió al estruendo de tejas al partirse. Había caído
justo encima de la mesa de los protocolos. El personal de la embajada
acudió despavorido al lugar del aterrizaje: vieron a una masa
sanguinolenta que sólo emitía un quejido: "asilo", decía. Cuando el
embajador llegó al lugar de los hechos, miró detenidamente el hueco por
donde Esteban había entrado. La luz del mediodía, filtrándose por el
boquete del techo, anegaba la pieza. Entonces el embajador se volvió a los
guardias de su seguridad personal y apuntando para Esteban les dijo:
—Sáquenme de aquí a este negro.
El 16 de abril de 1979, la embajada argentina en La Habana entregó a
Esteban Luis Cáceres a las autoridades cubanas.