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Las técnicas de Uqbar. Tal como Uqbar se incorporó a la realidad, los escritores tienen la posibilidad de cambiar al mundo.

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Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 92
17 de julio de 2000
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Tres historias

Miguel Correa Mujica

Los amantes

Antes de pasar a la actividad que los había llevado a reservar aquella habitación en un hotel de la playa de Varadero, los amantes quisieron cerciorarse de que estaban protegidos de las innumerables cámaras fotográficas, micro-micrófonos, grabadoras minúsculas pero poderosas, capaces de captar el menor jadeo, el más ligero roce de sus cuerpos erizados, adoloridos ya por la necesidad de la entrega, del contacto irreprimible, y que indudablemente habían sido colocados en alguna parte de aquella habitación miserable.

Cubrieron primero las cuatro paredes con sábanas que ellos mismos habían traído para los efectos y con el sobrecama del hotel cubrieron el techo, claveteándolo por las cuatro esquinas arrasadas. Después corrieron la cómoda de espejo circular contra la puerta, de modo que al ser forzada la cerradura tropezaran por lo menos con algo, lo que les permitiría ganar tiempo y evitar así que los sorprendieran en pleno desenfreno, en plena cama, sin haber tomado las precauciones pertinentes. Después revisaron las sospechosas hendiduras del espaldar de la cama, rellenándolas con una especie de betún oscuro para por lo menos empañar el lente o los microlentes de las microcámaras que allí estuvieran. Con esparadrapo cubrieron las heridas de las ventanas y las grietas del piso. Seguidamente metieron debajo del colchón las llaves, el cenicero, dos vasos aparentemente transparentes y las dos pastillas de jabón que descansaban en el lavamanos.

Ya amanecía cuando se dieron cuenta de que todavía no estaban seguros. Faltaba cubrir el clóset, poner un hierro que no trajeron detrás de la puerta, otro más pequeño detrás de las ventanas y un alambre de púas para coser las persianas, las que se podían abrir fácilmente desde afuera, con sólo subirse a una caja de cervezas. Además, una insoportable bombilla alumbraba justo encima de la cama...Ya era de día cuando recostaron sus oídos contra la pared y escucharon un silencio cómplice que no pudieron reconocer si provenía de la habitación, del hotel o del mundo. Entonces comprendieron que estaban exhaustos y que lo único prudente era abandonar la habitación.


Polifemo

El niño había nacido con un extravagante defecto físico: tenía un ojo de más, convenientemente ubicado en la parte posterior del cráneo. Al principio, los médicos trataron de extirpárselo, pero el tercer ojo estaba conectado a los demás ojos por el mismo nervio óptico: arrancárselo hubiera sido dejarlo ciego por lo que se le dejó su ojo de más mientras se le observaba periódicamente. Los padres del niño eran dos campesinos que se habían hecho hasta famosos con la anomalía de su único hijo varón.

Los médicos estudiaron el caso durante varios años hasta que pudieron comprobar que la visión del tercer ojo era incluso mejor que la de los ojos faciales. La única inconveniencia que el ojo de más le había traído era un incómodo apodo que le gritaban los muchachos del barrio: todo el mundo lo conocía por Polifemo y así lo recogieron los textos de medicina del país, el único en el mundo que contaba con tan extraño ejemplar. Por lo demás, el tercer ojo (sin párpados y permanentemente abierto como los de un pez) le era en extremo útil: el niño andaba siempre prevenido, alerta ante la menor canallada, incluso cuando dormía. Su pasatiempo favorito era atrapar las moscas que, distraídas, revoloteaban a sus espaldas. Era prácticamente imposible que sus padres lo sorprendieran con una imprevista bofetada. El ojo de más llegó a convertirse en su mejor defensa contra la traición y el odio.

Sin embargo, el caso de Polifemo dejó de ser célebre unos años más tarde, cuando nacieron las primeras remesas de niños con terceros ojos, terceras orejas y hasta con branquias. La única explicación coherente a estos fenómenos la brindó un viejo científico darwiniano: la naturaleza se estaba ajustando genéticamente a las necesidades de la nueva sociedad.


El (a)salto

Como millares de jóvenes desesperados por abandonar su país, Esteban concibió un plan para asilarse en la custodiadísima sede de la embajada argentina en La Habana, acaso el único orificio conectado todavía con el exterior por esos años.

La embajada, una lujosa mansión de tejas rojas y jardines cercados, lindaba con un edificio de apartamentos ocupado todavía por varias familias cubanas. Los vecinos debían portar una tarjeta especial que los identificaba como tales y que les permitía, una vez mostrada en varias postas militares, transitar por las aceras de la sede diplomática. La hermana de Esteban vivía en el sexto piso de ese edificio.

El plan era sencillo pero fulminante: consistía en lanzarse desde el apartamento de su hermana sobre el techo de la embajada. Sólo la rapidez de una caída libre le garantizaba adelantársele a los disparos de las postas, así como la velocidad necesaria para quebrar con su cuerpo la estructura de tejas, tablas y vigas transversales. Irrumpiría, como un invitado cósmico, en medio del salón de los protocolos. Una vez dentro de la embajada era como si pisara territorio argentino. Sólo un salto lo separaba de su Buenos Aires querido.

La mañana del salto llegó con esa belleza irreal de los días del trópico. Esteban llevaba unas naranjas a su hermana, las cuales debió enseñar en cada una de las postas. La hermana bajó a escoltarlo hasta el edificio, después de mostrar su tarjeta especial donde venía escrito el nombre de su hermano. Como había perfeccionado el plan hasta en sus detalles espirituales, Esteban empezó a hablar sobre la invasión de mosquitos que asediaba a la capital. Ya en el apartamento, los hermanos se prometieron llevar flores ese año a sus padres muertos.

La hermana hablaba desde la cocinilla cuando Esteban saltó al vacío. Un tiroteo distante siguió al estruendo de tejas al partirse. Había caído justo encima de la mesa de los protocolos. El personal de la embajada acudió despavorido al lugar del aterrizaje: vieron a una masa sanguinolenta que sólo emitía un quejido: "asilo", decía. Cuando el embajador llegó al lugar de los hechos, miró detenidamente el hueco por donde Esteban había entrado. La luz del mediodía, filtrándose por el boquete del techo, anegaba la pieza. Entonces el embajador se volvió a los guardias de su seguridad personal y apuntando para Esteban les dijo:

—Sáquenme de aquí a este negro.

El 16 de abril de 1979, la embajada argentina en La Habana entregó a Esteban Luis Cáceres a las autoridades cubanas.


       

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