Incertidumbre de la proa, por Leonardo Rossiello


Incertidumbre de la proa

Ilustrador: Angel Montesino (acuarela, 1998)


Portada

Incertidumbre de la proa

Aventuras de Pegoncito en la escuela del Estadio

Viaje al hijo en la estación final

La casa de Rasmussen

Nineta Pomer (Cuento minimalista)

La soledad del yacuzzi entre las rocas

Barco en la nieve

Sangre rota (apuntes para una historia de Santiago)

Non se face negocio

Bicicletas románticas

El autor

Editorial Letralia
Internet, diciembre de 1998

CUANDO ME DESPERTÉ, empapado por la lluvia, después de haber dormido seis horas sin sueños, vi que todavía estaba allí. La tormenta lo había arrimado más a la orilla. Me dispuse a salvar lo que podía salvarse, a achicar el agua, a asegurarlo más con sogas y poner el ancla para el lado de la playa. Que se viera que no era lo que en realidad era: un barco naufragado. Que se viera que tenía un dueño dispuesto a defenderlo. Trabajé duro, pero al fin pude sentirme tranquilo. Y cuando estuve tranquilo me di cuenta de que tenía hambre; entonces pensé en la caja con comida que me había preparado mi mujer y que nunca embarqué. Fue entonces cuando empecé a pensar en las señas de la barca que había visto a poco de entrar.

Lo que más me impresionó no fueron las olas de no creerse o la violencia del mar, todo blanco, ni los copos de espuma volando como algodón en el aire, sino el aullido del viento en las jarcias; un sonido que parecía eterno, como de arpa gigante. ¿Cuándo fue? Déjame ver. Fue en uno de mis últimos viajes contratados desde Cabo Frío, en la época en que todavía hacíamos aceite de hígado de tiburón. Tendría treinta; hará ahora unos cuarenta años.

Sí: fue lo que se dice una señora tormenta. Mar gruesa y temporales, antes: muchas veces. Fíjate que desde aquí hasta Buenos Aires, o La Plata, o más al sur, o a Recife, que también me tocó, siempre de acá para allá. Aunque no quieras, una que otra tempestad te embocas. Algunas, de las bravas. El Atlántico sur es de los mares más pesados del mundo. Pero yo no sabía lo que es un huracán. Hasta que me salvé de aquél. Fue con este mismo balandro. Había estado anclado, quince días de calma chicha, con el sol bestial del verano dándole siempre del mismo lado. Como ves, el casco es de teca empernada en cuadernas; la quilla, de roble. No se pudre, pero al ser de casco liso, cuando las tracas de la obra muerta se secan con el calor se separan en las costuras, sobre todo si el barco no tiene movimiento. Por dentro puedes mirar para afuera por entre las rendijas. ¿Lo que hay que hacer? Lo que yo no hice: baldear el casco un par de veces por día. O darle aceite de linaza crudo con aguarrás, bastante. Que chupe. Esa es la ventaja de los cascos tinglados, como el del tuyo: con la seca, los tablones del forro se corren pero quedan siempre cubriéndose.

Estaba cazando en los bañados cuando fueron a avisarme que estaba el encargo de llevar unas muestras de aceite de hígado de tiburón para un barco que salía de Bahía Blanca, rumbo al norte. La paga era buena pero el viaje tenía que ser enseguida, porque el otro zarpaba a los tres días. Había nada más un par de barcas en la ensenada. La gente casi toda había entrado a levantar los trasmallos, así que fue fácil decidirme a ir sin acompañantes. Además de no tener que esperar, o andar preguntando, me quedaba yo solo con la paga. Mi mujer no quería que entrara sin tripulación. Insistía en acompañarme ella. Mira si sería guapa. Pero ¿y los gurises? ¿Quién iba a cuidarlos? Era una buena ocasión de ganar para el invierno. Los chiquilines tenían parásitos, había que pagarles un dentista, el barco estaba en amortice. Siempre pobre, uno. Siempre esclavo de la plata. De modo que apenas me decidí, le avisé a la patrona y empecé a cargar un par de bidones con las muestras: tres con dísel y otros dos de agua dulce. "Te preparo comida", me dijo mi mujer.

Revisé a las apuradas las velas, el aparejo, y con todo ya listo, voy al rancho a despedirme. Ella había salido a hacer no sé qué, lo cierto es que la comida no estaba, y me largué. Sin mirar el casco del balandro. Sin escuchar los avisos a los navegantes de la radio, ni parte meteorológico ni, lo que es peor, una corazonada que tenía. Verdad es que con dos semanas de calma chicha y una calor que no bajaba de treinta grados, era fácil tener el presentimiento de que por ahí andaba formándose un sistema de bajas presiones peligroso como mono con revólver.

Viento no había, aunque era casi la hora de la virazón, así que entré a motor. El mar estaba como nunca lo había visto, parecido a una laguna cuando no sopla, aceitoso. Como espejo gigante que reflejaba sin piedad el cielo sin nubes y el sol de las seis de la tarde. A medida que yo me alejaba, los médanos se coloreaban de ocre y naranja en su irse achicando. Se veía lo que alcanzara la vista en aquella tarde increíble. Cuando ya Cabo Frío no se veía más, ni la playa, ni la franja oscura del monte y los bañados, ni las islas, ni el faro, todavía alcanzaba a ver las crestas de los médanos en el horizonte, chiquitos, pero ahora con el color ceniciento que cobra la arena cuando el sol se ha puesto. Y entonces vi que no estaba solo: otra barca había salido. La tenía a popa, venía también sin velas y con el mismo rumbo que yo. La costa estaba perdiéndoseme de vista. No sé a cuántas, tal vez a veinte millas. Con decirte que cuando dejé de verla casi de inmediato oscureció. Por un tiempo estuve viendo el aspa del faro y unas luces intermitentes de la barca, como que me hacía señas; después ya no vi en aquella dirección nada, la luz del faro detrás de la curvatura del mar. Una sensación rara, de sentirme lo que se dice: solo, empezó a cubrirme a medida que aparecían las estrellas. En el recuerdo no sé si no era miedo, por haber empezado a pensar en la atmósfera de mal tiempo que venía acercándose, y que hacía que el titileo de toda la Vía Láctea se viera cada vez menos. Eran los bordes de la niebla, que venía del este con una brisa suave. Adensándose de a poco, la bruma iba como atenuando lo grandioso de aquella noche sin luna.

Cuando uno mira hacia atrás en el tiempo y analiza, por lo general es fácil ver los errores. Lo mejor en ese momento habría sido no apagar el motor y tomar el rumbo opuesto. A las cuatro o cinco horas habría estado en la ensenada de Cabo Frío. Hice justo lo contrario. Sabedor de que por allí no hay bancos, ni rompientes, ni islas, decidí continuar a vela para aprovechar la brisa y ahorrar combustible. Seguí con rumbo suroeste, levanté el foque y la mayor y apagué el ocho caballos. Qué silencio y soledad se me abalanzaron. ¿Navegaste a vela en la niebla? Entonces puedes imaginar lo que sentí, solo, viendo menos que gato de yeso, apenas avanzando en lo gris lechoso. Poco más allá de la proa, ceniza compacta. A estribor, la niebla tenía un color verdoso, y a babor, rojizo, por los fanales de posición. El barco empezó a moverse y ya a los pocos minutos comencé a oír el zumbido de la bomba de achique. Entonces me acordé de que el barco había estado al sol quince días, y que no había revisado las junturas de las tracas por encima de la línea de flotación. Así de estúpido puede ser uno cuando hay olor a plata fácil. Ahí estaba el resultado. El casco embarcaba agua a cada cabezada y en cada rolido. Me imaginé que la madera pronto se hincharía lo suficiente, porque la bomba no funcionaba de continuo.

Serían las doce y estaba refrescando. La niebla se había levantado del todo y fue reemplazada por un ventarrón fresco del este, que parecía indicar tormenta. Se me dio por hacer lo que tendría que haber hecho bastante antes. Miré el barómetro y vi que había bajado a mal tiempo, y se iba para tormenta con entusiasmo. Todo pintaba mal, así que decidí volver. Estaba intentando encender el motor, cuando el primer rafagazo me hizo sospechar que por ahí ya era tarde. El barco empezó a cabecear fuerte y a dar rolidos y el motor a no querer. ¿Y yo qué sé? Algo habrá pasado con los bornes de la batería, o la carga se agotó con el primer intento de arranque. Tendría que haberla cargado antes de salir, o puesto una recién cargada, porque cuatro horas de motor no alcanzan. La imprevisión. La inexperiencia. El apuro, ay. Es lo que no se te perdona. Uno puede filosofar todo lo que quiera, pero los hechos siempre tienen razón. Lo cierto es que no respondió. Si yo hubiera sabido un poco más de electricidad y motores, o si hubiera tenido a alguien al timón, o habido calma, luz, tal vez me las habría ingeniado para hacer arrancar el motor cambiando los bornes para la batería de servicio, la de la bomba de achique y las luces. O a manivela. Pero en aquella oscuridad, con aquel mar, y solo, ni hablar. Y ahí me tienes, despistado como sordo en tiroteo, con ganas de volver a motor y sin poder hacerlo. Me había invitado yo mismo a un baile que recién empezaba. ¿Qué hacer? Pensé en capear el temporal anclado, por si no resultaba muy fuerte y duraba varios días. Eché la sonda, pero no daba fondo: había más de cuarenta brazas. No me daba la soga. Ni añadiendo. Que se venía una borrasca, no había duda. Ya el viento venía arrachado, frescachón, y las olas ya empezaban a hacer espuma. Podía navegar de bolina, intentar volver contra el viento, aunque daba la impresión de que no soplaba firme del mismo lado, sino que cambiaba, del noreste, del este, del sudeste, lo que me obligaba a estar siempre cazando las velas o soltándolas. Estaba indeciso, cuando de repente empezó a caer un chaparrón de aquellos. Casi al mismo tiempo se apagan los fanales. Aquello no podía significar sino que la batería de servicio también se había descargado.

El ser humano es guapo. Por eso no existe una desgracia, un problema. Siempre se te animan de a dos o en patota. El viento arreciaba, y sentí que tenía mil cosas para hacer, todas al mismo tiempo. Arriar o disminuir el foque y la mayor, cambiar de amura, aligerar, verificar los contactos en los bornes de la batería, instalar la bomba de achique de mano... Primero me metí de apuro en la cabina y saqué de abajo de la litera la bomba de mano, puse la boca del tubo en la sentina y me la llevé para la bañera, al lado del timón. Ahora disminuir el foque, en realidad cambiarlo por uno de tormenta, pero no era el momento de empezar a prepararlo. Tendría que haberlo hecho mucho antes. Até la barra del timón y me fui hacia el mástil. Cuando estaba desatando la driza un bandazo me lanzó hacia el mar y de pura suerte quedé enganchado en los obenques, colgando, bobito como papel volando. Un par de olas en la cara hicieron que me recuperara y así pude volver al mástil, a duras penas sin caerme, porque se movía como bagual en doma. Bajé el foque; después bajé la mayor a la mitad. Volví al timón y di un poco de bomba. Había agua y agua, aquello se estaba poniendo feo. Me puse unas sogas de seguridad; después, asegurado con ganchos, empecé a aligerar el peso. Tiré en el mar el contenido de los tres bidones de gasolina, y los dos de la muestra de aceite, lo que ayudó bastante; el oleaje en torno de mí se apaciguó durante un tiempo. Lo aproveché para seguir aligerando. Tiré uno de los bidones de agua dulce. Me las ingenié para soltar las baterías, levantarlas y echarlas al mar. No daba un paso sin ir enganchándome. Volví a proa y desprendí y solté el ancla, quedándome solo con la de popa. En total había aligerado más de doscientos cincuenta quilos.

El problema venía a dos puntas. Las vías de agua estaban en la obra muerta. Si navegaba a vela, aumentaba la presión del agua contra la separación de las costuras, y embarcaba más agua. Pero abandonar las velas era también abandonarse a la buena de Dios, que no siempre anda repartiendo buenas. De nuevo: ¿qué hacer? ¿Esperar a que el temporal amainara, y luego, con luz y más calma, intentar cerrar las vías con estopa y masilla? Empecé a virar por avante, para ver si podía cambiar de amura, porque las vías estaban a sotavento y esa parte, la banda de babor, era la que estaba más sumergida. ¡Para qué! Fue como una provocación al mal tiempo: ahí sí que empezó a soplar, y era como estar metido adentro del órgano de una catedral. Es que el mar es como un ser vivo. En general es de dar, pero a veces es caprichoso y vengativo. Guay si está de mal humor. No perdona imprevisiones ni admite errores sin castigo. El aceite que yo había tirado al mar se dispersó o lo dejé atrás, ola va, ola viene, lo poco que veía en torno de mí era blanco y arriba gris, y el barco a cabecear de lo lindo. Era tal la violencia, mi viejo, de aquel infierno, que no había que ser marino para darse cuenta de que no era posible navegar cruzando el viento. Así que armé y tiré el ancla de capa, para frenar un poco la velocidad de lo que iba a hacer, es decir, correr el temporal. Le puse otro rizo a la mayor y me quedé con una tercera parte del paño, aseguré la botavara y me puse al timón. Al cabo de un tiempo que no sabría determinar, noto que el barco está lerdón. Pesado. Como submarino a remo. Abro la escotilla, alumbro para adentro: el agua por encima del piso. Pero en el momento en que solté el timón para abrir la escotilla el peso del agua y el viento de costado hicieron que empezara a escorar, así que largué la linterna y volví al timón a tiempo para dar la popa al viento y enderezar mi barco. A cada cabeceo, el agua se corría hacia la proa, que se ponía entonces más pesada, y el bauprés se enterraba: iba como planchando el agua, y por momentos, en la cuesta de alguna ola larga, la proa completa desaparecía en el mar. Toda la cubierta, desde el fin de la cabina hasta la roda, se cubría de agua. Yo no podía abandonar la caña del timón. Ni un poquito: apenas se alteraba aquel equilibrio, de veras tan precario, el barco escoraba y podía irse a pique. Me acordé que estaba atado con cuerdas de seguridad. Aquello podía ser fatal, pensé. Las corté, lo que me costó bastante porque tenía las manos ateridas, casi agarrotadas, y me pasé dos cabos de dos defensas diferentes por el cinto. En caso de irse el barco a pique, podría quedar flotando con esa ayuda. Visto en perspectiva, lo mejor hubiera sido continuar atado al barco; hundirse con él o salvarse con él. Bastante grotesco es, además de inútil, prolongar la agonía por unas horas. De masoquista. Pero ¿qué no hace el ser humano para conservar la esperanza? ¿Para seguir luchando por la vida?

Corría el temporal. Sólo podía hacer eso: mantener el rumbo, sujetando la caña del timón con la izquierda, nacida en el timón, prendida como garrapata. Y darle a la bomba de achique con la derecha, sujetándola con los pies. Nadie hubiera podido pedirme que me pusiera a tocar las maracas, ¿verdad? Durante aquellas horas no supe de dónde soplaba el viento, pues ni la brújula podía ver. ¿A cuántas millas de la costa? Imposible saberlo, entonces. Me di cuenta de que mientras durara el huracán sólo tenía una salvación, y era que soplara desde el sur o desde el sur-sureste. O si paraba la marejada. Entonces ya sería otra cosa, pues embarcaría menos agua y tal vez podría cerrar los rumbos. Así continué el resto de la noche, meta bomba y a no parar en la parranda. Navegaba con tal chifle del viento en los oídos que apenas se oía el flamear de la mayor, de lo que iba quedando, atento a dar siempre la popa al viento. Esa noche valió por mil; tanto duró y tanto debo de haber envejecido.

Por fin aclaró. La lluvia, amainar no amainaba nada, ni el viento, ni las olas. El mar estaba blanco, las laderas de las olas, de cinco y seis metros, eran blancas. Yo estaba, como puedes imaginar, tiritando y con ganas de largar el timón y dormirme para siempre en aquella albura de pesadilla. El balandro estaba cada vez más lerdo, y yo temía que se hundiera en una de aquellas bajadas de olas, como en tobogán de gigante. Podía ahora ver la tormenta, que había ganado en fuerza, y escuchar la sirena del viento entre las jarcias en todo su horror. El aire estaba lleno de copos de espuma, como pelotones de algodón que volaban con una velocidad de no creerse. Y esas olas... Ah sí. Un espectáculo imponente. Majestuoso. Lindo, aquello. Pero llega un instante de esas situaciones en que a uno, de pronto, todo empieza a darle lo mismo. Recuerdo que durante la noche había sentido que estaba llegando al borde de lo que yo era capaz, tensando los resortes de la atención y la voluntad al máximo. A veces me había puesto triste, así, como melancólico. No por mí, sino porque pensaba en mi familia y en el barco, este, que tanto quiero. Adentro estarían las cartas de navegación empapadas, los colchones y la tablazón del piso flotando, todo revuelto. En Cabo Frío, los míos, preocupados, pensando en dónde estaría yo...¿Y dónde demonios estaría? Estaba en la Rosa de los Vientos. Todo quedaba atrás, y un marino rara vez mira hacia la popa. Atrás está lo que ya dejamos: remolinos, recuerdos. Lo de atrás, el pasado, es lo único cierto y lo cierto tiende a borrarse, como la estela. Miramos siempre para la proa. Pero hacia la proa, entonces, sólo tenía agua, agua que además me llamaba, como queriendo tragarme. Esa incertidumbre era tanto como sospechar que te queda bien poco para vivir.

En aquel amanecer estaba la cansera, esperándome. Como cuando te pegan tanto que ya al final no te duele, así el agotamiento hacía que mi vida, que durante la noche había cobrado un sentido claro y preciso, no importara ya más. Al carajo con todo. Cuando recuperaba un poco de fuerza bombeaba pero sin llegar al límite del dolor, como durante la noche; me aferraba a la caña del timón, a la vida, ya con menos ganas, como quien dice: por capricho nomás.

¿Cuántas horas pasaron desde el amanecer? Al final se me borraron las nociones de arriba y de abajo, de agua y de aire, de seco y de mojado. Estaba yo en un existir y más nada. En un movimiento incesante pero sin tiempo; en un tiempo sin movimiento: en este momento, siempre el mismo, sin otro que viniera a sustituirlo. Cosas, nomás, de pirado que estaba y que pensaba entonces, o que pensé después, no sé.

Pero ocurrió lo increíble. Como si el mar hubiera considerado que yo tenía ya bastante castigo, por entre el cortinaje de la lluvia empecé a ver que desaparecía lo incierto y aparecía la costa. Una costa; no sabía cuál. Si había soplado del sureste, o incluso del sur, como yo creía, debía ser la nuestra. Si el barco no se hundía antes e iba a dar a una punta de playa, iba a hacerse leña contra las rocas, los escollos o alguna isla. Estimé que tendría tres posibilidades en cuatro de llegar a fondo arenoso. ¿El calado? Un metro sesenta. Ah sí; es de quilla larga. Cuatro toneladas y media.

Ver la costa y reanimarme fue todo uno. De nuevo desapareció el cansancio, de nuevo estaba yo afilado para pelear. Pero una cosa es ver costa cuando está despejado, y otra verla a través de un huracán. ¿Era la costa, o sólo me la imaginaba? ¿A qué distancia estaría? ¿Iba para allá, o el viento me llevaría de vuelta para adentro? ¿Debía abandonar el barco e intentar llegar a nado, ayudado por las defensas que tenía atadas al cinto? Pero no. Nunca abandones el barco, por mal que esté, mientras flote. En eso recordé el ancla de capa. Si iba hacia la costa, lo único que estaba haciendo era retrasarme. No tenía fuerzas para jalar de la soga, ni hubiera podido hacerlo con las dos manos sin riesgo de que el barco se ladeara y terminara de hundirse. Busqué el cuchillo: no lo encontré. Una ola se lo habría llevado. Así es que desistí. Ancla de capa frenando el balandro y yo a no encontrar con qué cortar el cabo. La dejé frenarme. Después se me ocurrió: con la bomba de mano rompí el vidrio de la aguja náutica. Para qué quería orientación a esa altura, ¿no es cierto? Me corté todo, mira esta cicatriz. Pero con una laja pude ir cortando la soga. Creo que eso me salvó, porque ya no faltaba mucho para desaparecer. Por fin el barco —la cubierta, casi lo único que estaba a flote— aligerado, fue galopando sobre las crestas de las olas hasta que encalló.

¿Y qué iba a hacer? Tiré el ancla de popa, gané la arena y allí nomás me tiré cuan largo soy a dormir seis horas bajo una lluvia que no paró hasta el día siguiente. Había perdido a lo bobo: las baterías, el disel, el ancla de proa y el ancla de capa, las velas, las muestras, un poco de sangre, el compás, las cartas de navegación... y por si fuera poco, la paga. Traté de consolarme pensando que había ganado otra vida. No lo digas, que pensarán que estoy chiflado: en medio de la noche y el huracán, sin costa ni salvación a la vista, gané una experiencia de la que ahora no querría privarme. Había conocido la Rosa de los Vientos. Aquello era tan de lujo, que emocionaba. Me daba cuenta que en alguna región de mí mismo, yo había sido feliz. Pero al regresar a Cabo Frío me esperaba lo peor. En la barca aquella que yo había visto a popa, antes de la caída de la noche, iba mi mujer a alcanzarme, tal vez con la comida. La agarró la tormenta y no regresó nunca más.


Incertidumbre de la proa, por Leonardo Rossiello
Editado por Editorial Letralia - Internet, diciembre de 1998