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La políglota

Francisco Herranz

En memoria de James Cain y
del inefable John Garfield.

Todo empezó como en "El cartero llama dos veces".

Carlo, que vivía en una inhóspita región de España ayudando a su padre en un taller donde se reparaba todo tipo de máquinas, no había leído el libro —o visto la película— escrito por James Cain, pero su argumento lo estuvo esperando durante años, como una prenda exhibida en una baratillo de extramuros que se hubiera negado al capricho de otros adquirentes.

Como la aldea no ofrecía posibilidades los chicos más ambiciosos se largaban a recorrer Europa buscando una rápida fortuna; pocos la conseguían porque la prosperidad es una mariposa voluble que se nos escapa de entre los dedos.

Carlo acababa de terminar sus estudios y ya tenía una modesta filosofía para manejarse; pensaba que el dinero llega con el tiempo pero que a la vida hay que beberla de un trago. Cuando dijo que partiría el padre opinó que el muchacho debía salir en busca de una vida hecha a su medida; la madre, en cambio, lloró a escondidas.

Alto, fuerte, diestro y con los estudios de rigor, estaba destinado a triunfar.

En todos lados consiguió dónde dormir; a veces un henar, otras un establo, de vez en cuando una pieza con todos los chiches. También encontró el socorro de mujeres que no pudiendo salir a buscar aventuras se resignaban a esperarlas.

Ejerció impensados oficios; se descubrió destrezas desconocidas; comprendió que su pequeña aldea no era el eje del universo y que los hombres son en todas partes el mismo perro con distinto collar. Por si esto fuera poco adquirió una cultura geográfica que, como un almanaque de propaganda, venía de regalo dentro de la aventura.

El día en que todo comenzó vio en la ladera de la montaña, al borde mismo de la carretera, la "Hostería del Cartero"; también el cartelito pidiendo un lavacopas. El río que corría a los costados de los surtidores de nafta, el destartalado puente de madera, el atracadero corroído por la resaca y las nubes que rozaban las copas de los árboles, lo decidieron a quedarse.

Seamos justos; Carlo aún no había visto a Paula.

La Hostería le gustó de inmediato. Lo atrajeron las paredes encaladas con vigas a la vista, los rústicos muebles de caoba, los pisos de listones de roble entarugados, la loza inglesa apilada en el aparador y los postigones de madera, que oscurecían el ambiente.

Acodado en el mostrador de estaño estaba José. Él lo miró entrar y allí se quedó, sin quitarle de encima su torva mirada. Carlo avanzó con recelo porque el hombre le pareció un oso lento y peligroso; pelo ralo, de aceitosos resplandores; turbia mirada de apagado gris; pupilas lentas y penetrantes de animal enfermo, taimado y sanguinario. Llegó hasta el mostrador con su mejor sonrisa; cuando el fétido aliento del hombre lastimó sus pituitarias le preguntó si necesitaba un lavacopas.

José averiguó si era español y si tenía estudios. Cuando Carlo, en desparejo francés, le dijo que acababa de terminar sus estudios, José pareció darse por conforme; sin dejar de mirarlo, como acechando sus movimientos, llamó a Paula con una voz despareja y bronca: "lo tomé; es español y bachiller", le dijo, sin alegría, como dando cuenta de un hallazgo que parecía convenirle.

Paula, asomándose, pareció asentir aunque sin interesarse demasiado.

Carlo, en cambio, quedó fuertemente impresionado por la muchacha. Aparentaba veinticinco años; el marido rondaba los sesenta; era alta, rubia; ¡una verdadera pantera!

En ese momento José giró la cabeza y Carlo se animó a mirarlo de frente; tenía el rostro purpurado y blando de los bebedores.

Sintiéndose aceptado creyó prudente demostrar su valía así que se puso a cortar leña y a arreglar el destellador del cartel. En algún momento encontró los ojos de Paula observándolo. Ese día se electrocutó el gato; el electricista encontró su cuerpo chamuscado.

A la noche cenaron los tres juntos. Ella servía sin esmero y cada uno debía estirarse para alcanzar los platos; aunque José protestó por lo bajo la muchacha hizo caso omiso. Luego, sin abandonar su vaso de vino, se puso a cantar con voz pastosa y ella se fue a dormir; Carlo se encaminó a su cuartucho, ubicado encima de las cocheras. Hizo su cama y se durmió.

A medianoche lo despertó una bocina. Desde la ventana vio a Paula en salto de cama cargando gasolina mientras José dormía la mona tirado en el porche. Cuando los faros del coche la iluminaron Carlo entrevió el contorno desnudo bajo el salto de cama. En el momento de pagar el hombre del coche le tomó la mano. Hablaron un instante; luego ella subió al auto. Al volver a la posada miró hacia los altos del garaje.

A la mañana siguiente Carlo comenzó a ludir los pisos hasta sacarles las viejas capas de cera, dejando al desnudo el pálido color de la madera y sus caprichosas vetas.

José quedó encantado.

Desayunaron juntos; Carlo levantó la mesa y José, socarronamente le dijo: "en el ropero está la ropa de tu antecesor; lo encontramos muerto en tu pieza; nadie vino por sus pertenencias". Carlo tomó las ropas, que le caían al cuerpo, y se duchó tratando de imaginar la causa de la muerte del muchacho cuyo lugar ocupara. Al salir del baño era otro.

Entonces la que quedó encantada fue Paula.

Lo que siguió es previsible. José salía a hacer las compras; dejaba las cestas y partía a la cantina del pueblo hasta el anochecer. Carlo y Paula cocinaban, atendían a los clientes, cobraban las adiciones y lavaban los platos; luego se iban a dormir la siesta. Juntos.

Los años que ella le llevaba se enriquecían con la vitalidad de Carlo. Paula era alegre, vivaz, abundante y nada remilgosa; él tenía el ímpetu irreflexivo de sus jóvenes años. La diversidad de idiomas no fue un obstáculo. Carlo había caminado días y días junto a una pareja de franceses muy charlatanes y eso le bastó para defenderse con el idioma. Luego, en la posada, enriqueció el vocabulario. No fue en lo único que se benefició.

Ella, por su parte, había adquirido en la escuela un dudoso español; junto a Carlo corrigió errores, mejoró la pronunciación y hasta aprendió las reglas gramaticales.

Pero una tarde apareció José antes de la hora habitual y los encontró retozando en la cama. El hombre lo miró fijamente y le dijo en un tono perentorio: "se acabó la fiesta, muchacho; mañana te largas". Ella permaneció en silencio.

Carlo salió al alba. Llevaba mochila nueva, ropa decente, alimentos, un coco enorme para las horas de sed y una angustia que era como una angina; caminó durante semanas pensando que debía haber matado a José quedándose con Paula y con la hostería pero, a la vez, no podía olvidar la frialdad de la muchacha cuando fue sorprendida por su marido.

En Suiza encontró trabajo. Permaneció un tiempo aprovechando para estudiar gastronomía y hotelería, tratando de no acordarse de Paula y del cerdo de José.

Cuando se consideró curado y listo para abordar una profesión volvió a España.

El día de su llegada a Cuenca vio el aviso de un hotel que requería un administrador. Allá fue con sus mejores galas. Entrar y verla fue la misma cosa; la reconoció al instante.

Paula también:

—Te tomo —le dijo secamente— pero sólo como administrador; ¿está claro?

Estaba claro pero Carlo no pudo evitar preguntar: —¿Por qué?

—Porque ya aprendí el castellano, que era lo que necesitaba para cuando viniéramos a España a poner este hotel. Tuviste lo tuyo, yo lo mío; estamos en paz.

Carlo tomó el trabajo; cuando oyó a José sintió que la sangre se le amontonaba en la cabeza. Cuando él dijo, riéndose:

—¿Así que volvió el profesor de castellano? —perdió los estribos; tomó el cuchillo de trinchar y se lo clavó en el vientre.

El juicio fue lento y tedioso; finalmente lo condenaron a prisión.

Paula le manda cigarrillos por intermedio del inglesito que tomó de lavacopas.

Está haciendo rápidos progresos en el nuevo idioma.



       

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