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Demasiados poetas muertos para un solo país

domingo 15 de enero de 2023
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Demasiados poetas muertos para un solo país, por Jorge Ampuero
Ecuador podría marcar un récord en el número de poetas suicidas en la toda la región. Gian Reichmuth

La historia de la literatura está llena de poetas que se fueron de la vida sin pedirle permiso a nadie; con una visión muy personal de la existencia, tuvieron la necesidad urgente de trascender a otros planos, aun cuando ya lo habían hecho por la calidad de sus obras.

A veces influidos por otros escritores en la trágica toma de conciencia de que “les cansa todo lo que existe por conocido y por vulgar”, como cantaba Medardo Ángel Silva en su “Canción al tedio”, Ecuador podría marcar un récord en el número de poetas suicidas en la toda la región.

Marginada y acosada por la iglesia por “atea e inmoral”, abandonada por un esposo afanado en hacer fortuna, Dolores Veintimilla de Galindo (Quito, 1829) marca, con su desaparición física, el inicio de esta ruta hacia la muerte de los poetas ecuatorianos.

“¿Por qué, por qué queréis que yo sofoque lo que en mi pensamiento osa vivir?”, escribía esta autora que el 23 de mayo de 1857 prefirió una dosis de cianuro a vivir despojada de sus querencias esenciales.

Antes había dicho: “Y si olvidar no alcanzas al ingrato, ¡te arrancaré del pecho, corazón!”…

 

Le sobrevino a la literatura ecuatoriana una pléyade de jóvenes autores a quienes la fina pluma de Raúl Andrade calificó, poéticamente, como Generación decapitada.

¿Decapitados? No… autodecapitados

Algunos años después —a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX— le sobrevino a la literatura ecuatoriana una pléyade de jóvenes autores a quienes la fina pluma de Raúl Andrade calificó, poéticamente, como Generación decapitada, en su célebre ensayo El perfil de la quimera, publicado en 1951.

Ninguna otra camada de escritores —la Generación del 30 lo hizo en la novela— habría de marcar, en los años sucesivos, el quehacer literario de Ecuador como Medardo Ángel Silva, Arturo Borja, Ernesto Noboa y Humberto Fierro.

Súbditos incondicionales de los “poetas malditos” franceses Rimbaud, Verlaine y Baudelaire, no solamente en lo literario sino también en el consumo de sustancias evasoras de la realidad, anduvieron por la vida muy a su manera.

Silva, autor de El árbol del bien y del mal, se suicidó de un disparo a los veintiún años, en junio de 1919, tras cumplir esa especie de profecía escrita en El alma en los labios: “El día en que me faltes, me arrancaré la vida”. Hacía algunos años que coqueteaba con la muerte en algunos de sus poemas.

Se dice que los cortejos fúnebres que pasaban por su calle, muy cercana al cementerio general, determinaron, en cierta medida, su amor incondicional por quien llamó “dulce hermana tornera”.

Como en el caso de Veintimilla, el vate guayaquileño debió sufrir el vituperio encarnecido de quienes consideraron su decisión contraria a los cánones del más rancio catolicismo, inspirado, sobre todo, en Tomás de Aquino.

En el caso de Borja, nacido en Quito en 1892, y pese a ser el de mayores recursos económicos —llegó a visitar París por una dolencia en el ojo—, su desengaño con la vida se dio prematuramente.

Así lo explica en versos tales como “melancolía, madre mía, en tu regazo he de dormir, y he de cantar, melancolía, el dulce orgullo de sufrir”.

Lector en su lengua original de Verlaine, Rimbaud y Lautréamont —de quien tradujo Los cantos de Maldoror—, Borja fue hallado muerto junto a una jeringa de morfina, posiblemente a causa de una sobredosis.

Ni Fierro ni Noboa se suicidaron, pero dejaron poemas cuyo fondo y trasfondo son un tributo explícito a la muerte.

Mientras Fierro diría, en la muerte de Borja, “duerme y reposa, que quizás es bueno, sólo el sueño sin sueño en que caíste”, Noboa anhelaba “embarcarse y partir sin rumbo cierto” de algún lejano y misterioso puerto.

 

La década del 60 del siglo pasado tendría una connotación funesta para la literatura ecuatoriana.

Los 60, una década fatal

Yendo por el mismo andarivel del suicidio, la década del 60 del siglo pasado tendría una connotación funesta para la literatura ecuatoriana, pues he aquí que tres de sus más grandes valores se autoeliminan por esos años: David Ledesma Vázquez, César Dávila Andrade y Jacinto Santos Verduga.

Dotado de una capacidad lírica de dimensiones inigualables, David Ledesma Vázquez, guayaquileño nacido en 1934, por más que buscó, nunca encontró la horma exacta para su espíritu, quizás dotado de alas demasiado grandes para un cielo tan chico.

Actor de radionovela, además de poeta, probó suerte con la vida, pero ésta nunca lo favoreció.

Constantemente era comparado por su propia familia con su hermano Hugo Ledesma, teniente de la marina y héroe de guerra del 41.

Así, mientras el uno había muerto en combate, defendiendo la soberanía nacional, el otro moría poco a poco defendiéndose a sí mismo: “Este pobre David que nada pide, este pobre David que sólo pide una piedra donde apoyar la cabeza”.

Un jueves santo de 1961, luego de escribir “El poema final”, en el que le regalaba un muerto a su única hija, Ledesma se ahorcó en su armario, según se dice, con una corbata amarilla. Tenía veintisiete años y el deseo imposible de que lo aceptaran tal y como era.

Conocido como El Fakir, por su presencia física y su amor por “los libros raros”, César Dávila Andrade, nacido en 1918 en Cuenca, se erige como una de las voces más potentes de toda la lírica ecuatoriana del siglo XX.

Autor de poemas clásicos como “Boletín” y “Elegía de las mitas”, “Oda al arquitecto” y “Esquela al gorrión doméstico”, este poeta integrante del grupo Madrugada terminó su andadura por la vida frente a un espejo, en Caracas, Venezuela, a manos de un vidrio hurgando su yugular, en mayo de 1967.

Mucho antes había escrito, en su “Carta a la madre”: “Dime sinceramente qué piensas de este hijo, te salió tan extraño. Renunció a todo aquello que los otros ansiaban y se hundió en sí, tanto, que quizá ya no es el mismo…”.

A inicios de diciembre de ese mismo año, un joven poeta llegado desde Bahía de Caráquez, ofuscado por un amor que no tenía ningún presente y peor un porvenir, decide darse tres disparos en un céntrico edificio de Guayaquil, en plena avenida 9 de Octubre y Chile.

Su amante, quien recibió un disparo en la frente y había sido su alumna en el colegio Dolores Sucre, murió dos días después.

Jacinto Santos Verduga, convencido de que “Dios atiende a los suicidas los domingos”, nació en 1944 y tenía sólo veintitrés años ese 2 de diciembre cuando buscó su cita respectiva.

Poeta de gran hondura existencial, “Chintolo” —así lo conocía su círculo más íntimo— fue víctima de una crisis que lo atacó implacable por los cuatro costados.

 

Carolina Patiño Dueñas escribió el anuncio de su despedida: “Tan cansada de estar aquí, con todos estos miedos sin infancia, me voy sin perdurar”.

Algunos años después

Debieron pasar algunas décadas desde la muerte de Santos Verduga para que, otra vez, la voluntad propia de extinguirse se impusiera violentamente al destino de uno de los poetas ecuatorianos.

Tras ingerir una cantidad desmesurada de calmantes, Carolina Patiño Dueñas (Guayaquil, 1987) permitió que los “payasos en blanco y negro que jugaban con ella por las noches y que la perseguían como lobos hambrientos”, finalmente, la devoraran.

Aunque sólo tenía veinte años cuando se fue ese 31 de julio de 2007, su verso había sido ponderado nada más y nada menos que por autores de la talla de Fernando Cazón Vera, Sonia Manzano, Roy Sigüenza y Augusto Rodríguez, poeta también y uno de sus más profundos conocedores.

Consecuente con ese vivir a contrapelo, de su propia boca saldría el anuncio de su despedida: “Tan cansada de estar aquí, con todos estos miedos sin infancia, me voy sin perdurar”.

Desde el 27 de octubre de 2011, en un mausoleo del cementerio de Naranjito (Guayas), se lee el nombre Dina Bellrham. No, no se trata de alguna extranjera; se trata de Edelina Beltrán Ramos, una poetisa que, al igual que todos los anteriores, prefirió que la recordaran a través de su palabra.

Nacida en ese mismo cantón el 6 de julio de 1984, Dina sufrió mucho al nacer. Al parecer, no recibió suficiente oxígeno, nació hinchada y eso le generó una ceguera parcial en su ojo izquierdo. Se sometió a una operación correctora, pero con malos resultados. Esto la marcaría tanto que comenzó a dibujarse con ojos en las manos, en la frente y hasta en los senos.

Vinculada con el grupo Buseta de Papel, con una palabra cargada de símbolos, imágenes y obsesiones —“la tumba me zumba desde la epiglotis”—, Beltrán se quitó la vida con una soga —seguramente sintió que mucho antes ya se la habían quitado— al amanecer del 27 de octubre de 2011. Llovía tan duro que nadie escuchó sus gritos.

Todos quienes lo conocieron aseguran que Kelver Ax (Kléber Agila Vacacela) era un buen chico, tan bueno que la poesía y la pintura se aliaron con él en su tránsito terrenal.

Oriundo de la provincia de Loja (Gonzanamá,1985), siempre tuvo presente en sus escritos la figura de la muerte. No es que estuviera obsesionado con ella, como Silva, pero de vez en cuando le hacía un ladito entre sus letras.

“La fiesta a la que asistiré se llama funeral”, escribió en un poema de su último libro, Pop-up, dejando entrever que él mismo se encargaría de arreglarlo todo.

A sus familiares les había dicho que su muerte debía ser perfecta, sin darle la menor ventaja a una posible supervivencia.

Por eso, ese 18 de enero de 2016, a los 31 años, en un cuartito interior que compartía con su madre, una cuerda se encargó de llevarlo de la mano por la misma senda de su admirada Alejandra Pizarnik.

Dentro de la literatura ecuatoriana hay un escritor cuya muerte no ha podido ser confirmada como suicidio por las extrañas condiciones que la rodearon: Oswaldo Calisto (conocido con el seudónimo de Cachibache), nacido en Quito en 1979, y encontrado muerto el 10 de octubre del año 2000.

Jorge Ampuero
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