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Adiós al poeta Gerardo Rivera

martes 7 de marzo de 2023
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Gerardo Rivera
Gerardo Rivera había nacido en Medellín en 1942 y murió el 7 de febrero de 2023 a los 81 años. Fue ganador de múltiples reconocimientos y autor de Una nada cubierta de hojas, Los vinos del desterrado y El bosque invisible, entre otros títulos.

Nos duele cuando un poeta emprende ese viaje del que desconocemos su destino. Comienza a ser nostalgia su voz que señalaba con versos el entorno que habitaba, sus emociones, sus pasiones, que nos descubría en su versear.

El martes 7 de febrero falleció Gerardo Rivera, ese paisa maravilloso que desde su poesía estremeció nuestro sentir. Viajero sin fronteras dio forma a su poesía con trozos de trashumancia y se dedicó a amar la naturaleza en Chicoral donde vivió las últimas épocas.

Este es un homenaje a su recuerdo.

 

Debajo está la noche, en pleno día

Y la noche fue luz en la barba blanca de Gerardo Rivera. Sus palabras, desencerradas de su amada Chicoral, para la ocasión, liberaron el alma del público presente al escuchar las vivencias y sentires propios, en un lenguaje sin rebusques ni artificios, definiendo sentimientos en conexión directa con la vida.

Gerardo vive ebrio de vida, de palabras. Se le nota cuando las dice, cuando cuenta, cuando lee, sus versos, que cantan la existencia de una forma maravillosa y contagiosa.

“Como no me entendía con los semáforos, ni con el Blanco y Negro Ruta 1, preferí irme a hablar con las vacas, los caballos y los pájaros, y escuchar con los ojos y con la mente las divinas respuestas de los pájaros”, dijo para explicar por qué se había ido a vivir a Chicoral.

Luego, para hablar de su juventud y sus viajes, señaló: “Yo cuando estuve joven, que alguna vez fui joven —aclaró mientras el público reía—, viajé mucho en autostop por Europa”.

Aquello era un hervor maravilloso; los años 60 que cambiaron el mundo, cambiaron nuestra época, realmente.

“Mi papá, que era un hombre honrado, bueno y decente, un día se puso un poquito chiflado y pensó que yo podía ser ministro, o incluso presidente, entonces me mandó a estudiar a Europa. ¡El pobre ingenuo! Y yo me alcancé a matricular en Bélgica en la Universidad de Lieja”.

“Empecé a ir todas las mañanas a las clases, pero eran unas clases tan aburridas, de unos señores —yo lo dije en un reportaje—, eran unos profesores que tosían en latín, y afuera estaban los Rolling Stones, los Beatles, Jethro Tull, estaba el pelo largo, la vida, estaba la juventud. Aquello era un hervor maravilloso; los años 60 que cambiaron el mundo, cambiaron nuestra época, realmente”.

“Entonces, yo me lancé a la calle, me lancé al autostop. Cogí un morral, unos bluyines, una cantimplora y cuatro dólares y me fui por toda Europa, y no paré durante tres años. Realmente fui muy feliz, porque estaba un poco loco”.

Habló de su época en la que trabajó en una agencia de publicidad y en la que hizo algún dinero “que me gasté, ¡tan rico!”, dijo, mientras el público no paraba de reír de sus historias, del desparpajo, de la sinceridad en el contar.

“Yo entré a la publicidad porque un cuñado mío, gran artista, Bernardo Salcedo, que partió el arte de Colombia en dos porque pasó del caballete a los objetos y a las estructuras, y Obregón decía que Bernardo Salcedo no era un artista sino un carpintero; Bernardo tenía un gran prestigio en Leo Burnett, una agencia muy notable de publicidad, y habló con Gonzalo Mesa, que era un sátrapa y un verdugo, un capitalista de alma pavorosa. Le dijo: ‘Mire, por ahí hay un pajarito que acaba de llegar de Europa, y quiere que lo meta usted a la moledora’. Me metieron a la ‘moledora’ y estuve cuarenta años trabajando en publicidad. Hice algunas cosas buenas, otras no tanto, pero siempre divertidas, con excelentes, queridísimos y loquísimos amigos. Eso le agradezco a la publicidad”.

Contó cómo, venido de Chicoral a Cali para participar del recital de esta noche, se cayó de un bus. “Hoy me caí del MIO, bueno, nada es mío. Me he golpeado la rodilla y me rompí el bluyín, que quedó muy moderno por el roto que se le hizo, cosa que le debo agradecer a las aceras de Cali”.

Luego leyó como se debe leer la poesía: desde dentro, desde el alma, desde los recuerdos, desde las vivencias particulares, no sin antes sacar una gran lupa para que las letras se acomodaran a sus palabras, dijo: “Voy a leer algo de mi libro que se llama Debajo está la noche”.

Yo pensé que debajo de esa piedra estaba la noche. Debajo está la noche en pleno día.

Y contó: “Un día iba yo por un caminito de Chicoral, bajo un sol de agosto terrible, un sol de justicia, y de pronto vi sobre el camino una piedra. Lo más curioso es que la piedra tenía un cierto relieve y debajo había como un vacío, y en ese vacío había una sombra. El sol arriba, la piedra en el medio y abajo estaba la sombra. Pero era una sombra tan absolutamente oscura, tan absolutamente negra, tan prodigiosa —como nunca he visto en mi vida—, que yo pensé que debajo de esa piedra estaba la noche. Debajo está la noche en pleno día”.

Y leyó: “Ahora que la ciudad ha cerrado ya sus ojos, ahora que su verdad cruzó sobre tu rostro como un cristal manchado, como un pájaro de polvo, dime, hombre viejo y dormido, dime si todo cuanto el tiempo estampa en sombras, separaciones, despedidas, está ya para siempre en tu corazón”.

Y la noche fue palabra, y la palabra se quedó en el alma, cantando y contando…

Manuel Tiberio Bermúdez

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