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El pirata Diego encuentra a su autor

sábado 17 de marzo de 2018
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Fernando Velázquez Medina
De la novela de aventuras tradicional va a retomar Fernando Velázquez Medina varios de sus motivos arquetípicos.

Había una vez un legendario personaje en busca de autor. Parecía sólo cuestión de tiempo. Lo tenía todo a favor para merecer encarnadura literaria: presencia documentada en la historia y lances como de gente real; a la vez que hazañas desmesuradas, como las de un titán del mito. Diego Grillo, Diego el Mulato, Dieguillo, Diego Lucifer: mil nombres y mil caras. Un mestizo, el primer pirata cubano y discípulo aventajado nada menos que del temido Dragón inglés, el azote de Nombre de Dios y saqueador de Santo Domingo, Sir Francis Drake, y compinche del no menos renombrado holandés Cornelis Jol, el “Pata de Palo”.

De la novela de aventuras tradicional va a retomar Velázquez Medina varios de su motivos arquetípicos: duelos entre navíos sobre el mar, batallas de indios y blancos en tierra, encuentros con fabulosas criaturas de las profundidades.  

Nacido en San Cristóbal de La Habana hacia 1555-1558 —se cree— y muerto en varias fechas y lugares; por ejemplo, según el reputado The Pirates Who’s Who de Philip Gosse, estaría activo todavía y cometiendo fechorías en 1673, ¡con más de cien años!, cuando fue atrapado y ahorcado; para otros, yacería en Inglaterra, tras una vejez con aires de gran señor y rememorando aquellos felices años de truhan, en que hizo incluso la circunnavegación del mundo al lado de Drake y a bordo del Golden Hind. Demasiado demoraba su conversión en protagonista de ficción; mientras la novela histórica en Cuba, desde el gran Alejo Carpentier (o el Lino Novás Calvo de Pedro el Negrero), no goza un período de bonanza. Y aunque algunos escritores (Reinaldo González, Marta Rojas, Julio Travieso, Roberto Méndez, Leonardo Padura, Ernesto Peña) sí se atrevan con el pasado de la isla, seguía lejano y sin ser narrado el siglo XVI. Hasta que, al fin, ha llegado la hora del pirata Diego, porque acaba de encontrar a su escriba en Fernando Velázquez Medina.

Engendrado en la capital de la Antilla Mayor al igual que su personaje, pero en 1951, y actualmente residente en la norteña ciudad de Union City, New Jersey, el escritor ha dado un giro brusco respecto a su primera novela, Última rumba en La Habana, la cual abrevaba en los problemas del presente y las aguas del llamado “realismo sucio”, para mirar atrás, al personaje histórico, y atribuirle peripecias acaso verosímiles (algunas verídicas y las más inventadas), en un tipo de ficción que rescata el tono de los cronistas de Indias y también la excedida fabulación de la novela de aventuras con tema de piratas, que cultivaron los hoy clásicos Robert Louis Stevenson (La Isla del Tesoro), Rafael Sabatini (El capitán Blood) y Emilio Salgari (El Corsario Negro).

Entiéndase: en El mar de los caníbales late el mismo afán descriptivo sobre la insólita realidad americana que en Bernal Díaz del Castillo y su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, la idéntica necesidad de “nombrar las cosas” de una naturaleza maravillosa, por lo ignota y distinta, de un Gonzalo Fernández de Oviedo y su Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano. De ahí que Fernando Velázquez no tema lucir prolijo en exceso durante los pasajes de la novela donde se muestra a La Habana de entonces (o Santo Domingo, o Cartagena), ni tampoco cansar cuando su prosa toma ribetes de inventario para presentar los pertrechos, vestidos y armamento de un típico hombre de aquel tiempo. Encima acude a arcaísmos (“En llegando que hubimos a nuestros aposentos…”), a figuras estilísticas como el hipérbaton y a la sintaxis alambicada de las oraciones, para simular la lengua castellana tal y como era escrita y hablada en la era del Barroco. No falta, incluso, la mezcla temeraria de realidad con exageraciones y febril invención, que fue el modo con que los conquistadores europeos interpretaron la verdadera flora y fauna, y a la población nativa, para encubrir al Nuevo Mundo con sus prejuicios del Viejo, y depositar sobre este sus anhelos y ambiciones propias, acerca de cosas tales como una urbe riquísima llamada El Dorado o una Fuente de la Eterna Juventud, e inocularse los miedos a comedores de hombres o despiadadas mujeres guerreras (las Amazonas).

De la novela de aventuras tradicional va a retomar Velázquez Medina varios de sus motivos arquetípicos: duelos entre navíos sobre el mar, batallas de indios y blancos en tierra, encuentros con fabulosas criaturas de las profundidades (sierpes marinas, calamares colosales, blancas ballenas asesinas a lo Moby Dick) y de la jungla profunda (serpientes emplumadas, cocodrilos de tamaño prehistórico, jaguares hambrientos). No faltan en los alrededores del protagonista la consabida dama fatal —aquí se llama Hortensia Zubiadú, y evoca a una figura similar creada por Arturo Pérez-Reverte para su saga El capitán Alatriste, acaso la mejor obra contemporánea en esta cuerda de la novela de piratas— y el perseguidor furibundo —encarnado por el prelado franciscano Diego de Landa, tan villano terrible como el gobernador Van Gould de la célebre serie salgariana. Los combates entre fieras de la selva, el acecho de gigantescas pitones y reptiles venenosos, la mención a la armadura del Capitán Tormenta, son algunos de los homenajes que se hacen a los libros de Emilio Salgari. Así como la mancebía e inocencia del protagonista que a la postre va a ser acogido por un famoso pirata, nos trae de inmediato a la mente esa novela de Stevenson que arriba mencionamos. Hasta reflota una influencia del espíritu de Julio Verne (autor, entre otras aventuras marinas, de Los grandes navegantes del siglo XVIII), por el interés en brindar explicaciones enciclopédicas. Y como una forma de recalcar sin ambages otras influencias literarias, habrá un personaje nombrado fray Uberto Eco —alter ego del semiótico y narrador italiano que, entre tantas, escribió La isla del día de antes, novela muy afín con El mar…—, y otro que es capitán de navío llamado Antonio Benítez, alias El Rojo, un doble del autor cubano de El mar de las lentejas.

Nos queda esperar que Fernando Velázquez se apiade del público lector y sus expectativas, y se atreva a continuar, prodigándose en el desarrollo de toda una saga de novelas inspiradas en un estupendo personaje.  

Conscientemente asumida en la tónica posmoderna, la novela de Fernando oscila entonces entre la severidad (y fidelidad de la novela histórica) para dibujar un contexto epocal, y el relajamiento y libertad creativa para desplegar las peripecias dramáticas que se disfrutan en una novela de aventuras. Por si fuera poco, a este festín del cruce genérico habría que adicionar otra fórmula tradicional, aquella que encarna un texto canónico como Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, o el más reciente El testamento de Aristóteles, del español Alfredo Marcos. En estas obras se asume el molde narrativo conocido como “epístola”, donde el recuento memorístico desplegado en primera persona tiene la misión de ser legado testamentario, consistir en una extensa carta de valor didáctico, cuya finalidad es la de trasmitir conocimientos y lecciones de vida desde un individuo de edad avanzada hacia sus descendientes o sucesores. Lo mismo que hace Velázquez Medina al presentar su relato como una exposición de su vida entera que Diego quiere trasmitir a sus hijos.

Cabe añadir un complemento genérico más, que es el conocido como Bildungsroman o novela de iniciación; toda vez que del protagonista se nos narran en esta entrega apenas sus años mozos, iniciándose la trama con el acontecimiento que arranca al personaje de su cálido entorno de nacimiento para empujarlo a los rigores y vicisitudes varias de la vida, por los territorios del vasto y raro mundo, y que va a culminar justamente en el encuentro con Francis Drake, donde iría a delinearse todo el destino futuro del joven Diego. Así que, curiosamente, aun cuando el escritor buscó ofrecer temprano a los lectores algunos indicios para que su protagonista fuera identificado con la figura del notorio pirata mestizo, a la postre, tras cuatrocientas páginas, nos deja con el regusto en los labios de que estamos apenas en el preámbulo, y que lo mejor, lo más atractivo, estaría por venir.

Al respecto, nos queda esperar que Fernando Velázquez se apiade del público lector y sus expectativas, y se atreva a continuar, prodigándose en el desarrollo de toda una saga de novelas inspiradas en un estupendo personaje autóctono, hijo de la historia y la leyenda, que sólo a la altura del siglo XXI, por fin, ha encontrado a su autor.

Rafael Grillo
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