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Una aproximación al paisaje en la obra 4 años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda

lunes 2 de mayo de 2016
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Eduardo Zalamea Borda

Introducción

Entre los años 1900 y 1950, en Colombia se da sin duda alguna una tensión entre las esferas sociales y políticas que desean direccionar el país conforme a sus causas. Situaciones llenas de caos e intervenidas por momentáneos espacios de tranquilidad son la vida diaria de los ciudadanos que habitaban las metrópolis del momento, y ciudades como Bogotá se mantienen durante esta época en una agitación constante entre los pleitos políticos y los avances tecnológicos que trajo consigo el inicio del siglo en todo el mundo.

4 años a bordo de mí mismo, una obra que ha sido poco estudiada y limitada a una escasa revisión crítica.

En medio de tantas vicisitudes generadas a principios del siglo XX se gesta 4 años a bordo de mí mismo, del bogotano Eduardo Zalamea Borda, publicada por primera vez en 1934 al inicio de la Revolución en Marcha, obra fundamental en la literatura moderna que poco ha sido estudiada a causa de un aparente olvido, pues escritores como Gabriel García Márquez, con sus obras posteriores, tomaron mayor fuerza opacando la literatura de la primera mitad de este siglo. Entonces, con la más fiel intención de rescatar un poco el legado de esta obra, se inicia el presente trabajo, cuyo fin es mostrar una aproximación al paisaje que se dibuja en cada página de 4 años a bordo de mí mismo, con el interés de exponer la importancia que tiene éste dentro del desarrollo de la obra misma, a partir de los elementos que lo configuran posiblemente como un personaje más o como el hilo que mantiene unida la obra de principio a fin.

Para ser más claros, es necesario tener en cuenta que este trabajo mantendrá estrecho vínculo con la teoría de la estética de la recepción como el referente teórico más cercano, pues como ya se ha dicho el poco análisis que ha tenido esta obra lleva a partir de bases limitadas e impulsadas por las impresiones mismas del autor del presente estudio; así mismo, iniciará de lo general a lo particular, de tal manera que sea posible dar un panorama amplio frente al tema a tratar aquí y dé paso a posteriores trabajos que deseen continuar esta línea investigativa.

Por otro lado, este trabajo será un aporte al rescate de la literatura colombiana olvidada de inicios del siglo XX, donde se da una narrativa rica y diferente la cual inaugura el esplendor posterior en la literatura latinoamericana, pero específicamente aportará una mirada diferente a la revisión de 4 años a bordo de mí mismo, una obra que ha sido poco estudiada y limitada a una escasa revisión crítica. No obstante los limitados estudios y el poco tiempo al que ha sido sometido el desarrollo de este trabajo, no impiden el exquisito desarrollo de esta ambiciosa propuesta.

 

1. Un panorama general

En la primera mitad del siglo XX no solo se dio una agitación política y social, sino que en el ámbito de la literatura también sucedieron cambios significativos que impulsaron el desarrollo de una narrativa diferente, así como también de alguna u otra forma se extendió una literatura más consciente en la que las denuncias por todos los detrimentos que sucedían en el país, se convirtieron en una temática fructífera en las letras; para aquel entonces la mayoría de la población colombiana eran campesinos con un alto índice de analfabetismo que poco a poco se veían obligados a trasladarse a los alrededores de las ciudades o incluso al interior de las mismas, para tener a su alcance herramientas que les ayudaran a sobrevivir en aquellos años de cambios bruscos y de turbulencias políticas.

Frente a esa situación de analfabetismo, el Partido Liberal tomó la iniciativa de crear la Campaña de Cultura Aldeana y Rural, la cual fue puesta en marcha durante el mandato de Alfonso López Pumarejo en el período de 1934-1938 y bajo la dirección del ministro de Educación, Luis López de Mesa (1934-1935), quien consideraba que “acercando a la población rural del país a conocimientos propios de la cultura occidental, se elevaría el nivel cultural de la población”, y eso lo confirma Hernán Alonso Muñoz cuando dice que era necesaria una “modernización de las estructuras sociales del Estado” (2014) para que el país pudiera avanzar y fortalecerse frente a los retos que traía el nuevo siglo.

Por otra parte, durante estos mismos años se muestra una modernidad literaria que para algunos críticos, como Álvaro Pineda Botero, alcanza sus primeros pinitos desde la aparición de La vorágine, de José Eustasio Rivera, argumentando que “la modernidad en Colombia venía presentándose desde tiempo atrás” (2001, p. 37), aunque esta obra a decir verdad tiene uno que otro rasgo costumbrista y que difícilmente puede encajar en el modernismo, pues esta última corriente fue exclusivamente hispanoamericana, iniciada por Rubén Darío y continuada en Colombia por Guillermo Valencia, donde la necesidad de evasión del tiempo y el espacio se convierten en una de las características más esenciales de este movimiento, características que no se cumplen en La vorágine, una obra más de corte realista.

Seguidamente se da el posmodernismo, un movimiento literario que, a diferencia del modernismo, toca temas cotidianos con un lenguaje sencillo, para el que no es necesario evadir la realidad o recurrir a personajes griegos para hacer única la poesía o la prosa; además se extiende como la puerta facilitadora para que las mujeres participen y jueguen un papel muy importante en la literatura; sin embargo, estos rasgos no desligan este movimiento de su origen que es el modernismo, entendiéndose así que no es algo independiente sino un espacio nuevo con algo de la literatura inmediatamente anterior.

Después de ese acercamiento a los temas cotidianos y la integración de la mujer a literatura de ese siglo, en Colombia aparecen movimientos denominados de vanguardia, que en otras partes del mundo tienen distintos nombres pero que en el país se les conoce como Los Nuevos, Los Piedracielistas y Los Insulares. Cada uno de estos movimientos adquiere rasgos propios en los que buscan romper con lo tradicional, lo clásico o incluso mostrar una fusión entre lo moderno y las nuevas visiones.

En medio del desarrollo del movimiento posmodernista y la aparición de los movimientos de vanguardia, es donde se da a conocer Eduardo Zalamea Borda con su mayor obra narrativa, 4 años a bordo de mí mismo, publicada en 1934 en Bogotá. Esta obra rompe con todos los esquemas tradicionales que los escritores habían trabajado hasta el momento y aparece como parte de una literatura que integra por primera vez la introspección, la inclusión de metáforas novedosas, el uso del lenguaje del cuerpo, la mezcla de una estructura que se intercala entre el diario y la novela, y que “desde el punto de vista cultural, hay un aporte destacable por la actitud generosa, admirativa y sin prejuicios de superioridad que comporta el protagonista para enfrentarse a pueblos diferentes” (Pineda Botero, 2001, p.39). En otras palabras, es una novela al estilo de James Joyce pero en la literatura colombiana (Aristizábal, 2007), que da impulso a la nueva generación literaria del siglo XX, la cual impone un estilo diferente a lo tradicional.

 

2. Las letras del paisaje

La novela 4 años a bordo de mí mismo aborda una temática reflexiva en la que el personaje nos cuenta su historia de viaje en primera persona, intervenida por un tiempo y un espacio que él mismo describe con el acompañamiento de los otros personajes, con metáforas y adjetivos que le otorgan cualidades tan específicas y propias de un personaje principal, lo cual lleva a voltear la mirada a ese tratamiento especial que tiene el paisaje dentro de la obra misma.

No es cualquier paisaje el que dibuja el viajero entre sus palabras llenas de recuerdos, ansiedad y sorpresa.

En 4 años a bordo de mí mismo se encuentra desde la primera línea la disposición de ubicar al lector en un tiempo y un espacio, en el que “la noche está sola. Sola como la luz. Abandonada sobre el mundo, extendida sobre muchas ciudades, campos, bosques, islas, mares, aldeas” (Zalamea, 2003, p. 9), convirtiéndose en momentos que se llenan de formas, colores, olores, sonidos, sabores, sensaciones y sentimientos que solo es posible entender en la medida que avanza el viaje del personaje principal, al que por razones de comodidad llamaremos en este trabajo “el viajero”.

A primera vista pareciera que la intención del viajero fuera obligar al interlocutor a ver solo a través de sus ojos, como si quisiera plantarlo en un lugar diferente y luego llevarlo a que sienta el “viento alegre que no parece viento nocturno sino viento de amanecer” (Zalamea, 2003, p. 9); entonces lo desliga de su realidad y lo sumerge en el paisaje que solo él puede ver. No es cualquier paisaje el que dibuja el viajero entre sus palabras llenas de recuerdos, ansiedad y sorpresa, este es un paisaje diferente en el que “el viento sopla entre las jarcias y en ella se peina su cabellera rauda y musical” (Zalamea, 2003, p. 10), pero que sobre el mar cae con grandes ondas de “tranquilidad desesperante”, convirtiéndolo en “un mar tan claro, tan diáfano como una sucesión infinita de placas de vidrio” (Zalamea, 2003, p. 12). Un mar donde muchos han visto pasar su vida pero que para el viajero es tan alejado de la ciudad “fría y distante (…) que se consume entre el brazo ciclópeo de cordilleras verdes y frescas” (Zalamea, 2003, p. 12) donde él nació y de la que solo tiene recuerdos en su presente.

Entonces se empieza a vislumbrar la mezcla de un paisaje que en ocasiones es amable con las necesidades del viajero, pero que en cuestión de segundos puede convertirse en el peor compañero de viaje; tanto así, que solo es posible concebirlo en compañía de la existencia de ese joven de 17 años que parte de Bogotá con rumbo a la Guajira, en busca de un horizonte tan diferente del que ha salido, donde él puede ver que “los crepúsculos de estos lugares —cercanos al cabo de San Juan— son violentos, demasiados crepúsculo. [Tanto que] no se tiene cuidado al repartir los matices y hay un exceso de rojos y violetas, que marean” (Zalamea, 2003, p. 17). Lo cual muestra que solo puede acceder a ese horizonte través de las construcciones que hace del paisaje desde sus propias percepciones.

Aquí ya no importa cuánto tiene el viajero en sus bolsillos sino cuánto puede sentir en medio de la travesía que ha emprendido en pos de “conquistar la vida, el pan y el amor” (Zalamea, 2003, p. 23). Ahora son los sentidos del personaje los que pintan el paisaje de “tierra caliente y tristeza” (Zalamea, 2003, p. 23), son ellos los que destacan “las líneas que rodean los objetos” (Zalamea, 2003, p. 81) y la gentileza de los momentos; por eso, a partir de aquí se mostrará con unos cuantos ejemplos cómo cada sentido se mezcla con un espacio y ofrecen un paisaje cargado de significado.

En el capítulo tres el viajero, después de que la goleta donde iba a arribar a Cartagena por una tormenta, dice: “Conocí las calles estrechas, empedradas, donde cada paso parece despertar un recuerdo, con sus casas altas con ventanas de hierro, llenas de tiestos con flores. Esas casas enrejadas que evocan el clavel y la guitarra. El clavel que huele a canela y la guitarra que huele a serenata” (Zalamea, 2003, p. 29). En este momento el viajero no solo ve lo que está a su alrededor, sino que también se apropia de las cosas, de las casas altas y las ventanas de hierro, las convierte en suyas al unirlas con recuerdos y al darles una razón de existencia en su evocación de serenatas. Pero es consciente de que no solo es él quien puede ver, su alrededor también lo observa y lo juzga, y así lo expresa: “La luna también me mira, sonriente y temerosa; cree sin duda que soy loco y se admira porque no le digo versos imbéciles como los que le hacían los poetas del Bogotá de 1910” (Zalamea, 2003, p. 40). Entonces se fusionan como si el paisaje dependiera del viajero y éste dependiera del paisaje, para avanzar al mismo ritmo en el intrépido viaje.

También se le agudizan los oídos para escuchar cómo “susurran las palmeras” (Zalamea, 2003, p. 37) después de caminar vagamente por las calles de una ciudad como Cartagena, o descubrir que también en un puerto tan lejano como “el pájaro”, “el ladrido de los perros taladra la noche”, y finalmente reconocer que es posible que “un gallo cante con toda la pereza de su garganta madrugadora” (Zalamea, 2003, p. 97) después de una noche de tragedia. Sin olvidar aún las primeras voces de Manaure, donde “se oyen ruiditos débiles, ruiditos pequeños, ruiditos tambaleantes y trémulos que corren a esconderse —como las verdes lagartijas fisilingües— bajo las hojas silenciosas en la inmovilidad perenne del calor que les vuelca el sol a cántaros” (Zalamea, 2003, p. 113), lugar donde pasará una larga temporada y donde descubrirá la blancura y fugacidad de la vida en las salinas. Estos sonidos le recuerdan al viajero que la vida está cargada con tintes melancólicos o derroches de felicidad que solo pueden ser escuchados en el silencio de la espera.

Sin embargo no son solo sus oídos los que se despiertan para explorar los parajes a los que ha llegado, su nariz también se vuelve más sensible para experimentar el olor que distingue a Manaure, olor a “una deliciosa amalgama de perfumes (…), perfume de las algas y del pescado, de los tabacos de makuira de Virginia (…)” (Zalamea, 2003, p. 112). Y de las indias olor a coco. Todo es percibido por su inquietante sentido del olfato capaz de reconocer aquel lugar donde “se respiraba un aroma de fatigada lujuria, de incesante deseo, de morbidez, de enfermedad, de vida, de beso y de grito” (Zalamea, 2003, p. 120). Para el viajero, ningún lugar es exento de eso que lo hace particular, cada rincón de la Guajira esconde incluso un mínimo extracto de perfume al que él pretende acercarse.

Asimismo puede sentir “la amargura en la boca” y la necesidad de poner agua en ella como si hiciese propio ese deseo de agua que tiene la tierra, pues es capaz de entender cómo “la tierra tiene sed, alza su boca abierta al cielo implacable que le envía solamente luz y calor” (Zalamea, 2003, p. 206). Él no es capaz de desligarse del lazo que lo une a esa tierra de paisajes salinos del que intenta no ser más forastero, entabla una relación directa entre su ser y cada rincón que visita solo con el fin de igualar a su fiel compañero de viaje, el único que lo acompaña donde quiera va, ese al que aquí llamamos paisaje.

Pero la felicidad solo llega a ser completa cuando es capaz de abandonar su cuerpo con la seguridad de ser apreciado entre las aguas del mar que ha sido testigo de sus más calladas confidencias; entonces con toda plenitud reflexiona: “Me sumerjo en el agua salada. Se siente en todo el cuerpo que nacen plantas verdes de juventud y de vigor. Soy alegre y niño al contacto del agua” (Zalamea, 2003, p. 100). Y vuelve a sentir que renace la ilusión que creía opacada por la blancura de las montañas de sal que lo acompañan días tras día en la Guajira.

Por otro lado es necesario tener en cuenta que el paisaje no siempre es el mismo, cada paraje es propio de sus atributos, por eso Bogotá es “tierra fresca eternamente, con su clima invariable que no oscila en el termómetro; que permanece inmóvil con sus nubes situadas en los mismos lugares, con la misma forma que se deshacen en un tiempo medido” (Zalamea, 2003, p. 211). Mientras que la Guajira se le convierte en una especie de antítesis paisajístico donde se dibuja como “tierra llena de cortes y de aristas, espinosa y terrosa y ventosa. Tierra de sed, de sol y de sueño” (Zalamea, 2003, p. 211). Y aunque ambas son tan distantes, las une el viajero que las ha recorrido en busca de satisfacer su ansia de aventura y proeza; cada una a su manera tiene una huella en la memoria de aquel que consume su vida mientras las conquista. Y mientras en una se integran los avances científicos y se refinan las palabras de sus pobladores, en la otra reina la rusticidad y la simpleza de las torpes palabras de aquellos que nunca han salido más allá de las laderas de la escondida Guajira.

 

3. ¿Es posible otro personaje?

Hasta aquí ha sido posible ver que el paisaje siente a la par del viajero cada vicisitud que trae consigo el viaje, así mismo se revela la forma de intercalarse como complemento en cada situación; pero además de éstos, también es obligatorio rescatar esa necesidad que tiene el paisaje de modificar y acompañar los estados de ánimo de los personajes, pues es capaz de producir miedo en la soledad de la noche cuando alguien está a la espera del embarque en un lugar como Puerto Colombia, donde “las olas son más mugidoras, más grandes, más marinas” (Zalamea, 2003, p. 10). O puede hacerse tan pesado, caluroso y con tedio como para despertar en el viajero el deseo de irse a la “ciudad fría y brumosa que odiaba ayer” (Zalamea, 2003, p. 34); incluso puede ser tan conocido y codiciado como un “cabo lleno de vuelos, de rumores y de aves” (Zalamea, 2003, p. 159). Y al instante convertirse en el lugar más carente de color “donde todo cobró un color asexual y blanco” (Zalamea, 2003, p. 120), haciendo de la vida de los personajes una montaña de salina pesada y pegajosa al contacto de la piel.

Pareciera como si la novela dependiera del paisaje para ser lo que es.

Por todas estas razones es tentador decir que el paisaje puede tomar el papel de personaje en tanto que cumple un rol de gran influencia dentro de la obra, pues no se limita a quedar atrapado en la mera descripción de las cosas que lo componen, sino que es autónomo, de alguna manera, para intervenir en las decisiones de los otros personajes, especialmente del viajero; también porque es capaz de adaptarse a los momentos en los que su sola presencia complementa la historia, y finalmente porque sin importar que suceda en el desarrollo de la novela, siempre será el referente principal para ubicar a los demás personajes en una situación o momento determinado, pues no hay una sola página en la que no esté representado de alguna u otra forma.

Y aunque suene atrevido decirlo por la poca trayectoria de este estudio, pareciera como si la novela dependiera del paisaje para ser lo que es, porque si solo se pensara en quitar un renglón donde aparezca alguna de sus descripciones, dejaría el vacío que interrumpe y limita la continuidad de la historia, e interpelaría de una vez la reposición de dicho espacio. Solo por poner un ejemplo de los tantos que hay en la obra, se pondrán en cursivas en la siguiente cita aquellas frases que denoten las acciones continuas del viajero y se suprimirá todo aquello que sea descripción del paisaje, quedando así las oraciones que quizás podrían enlazar la secuencia de la misma:

Los primeros días me causaba borrachera el sol que me llegaba a los huesos. Después, dejé de ver senos, de mirar caderas, de contemplar bocas y ojos. Todo cobró un color asexual y blanco, nos devoraba el calor y la sal. La blancura brillante se hacía caliza y opaca. Las mujeres eran todas planas, como figuras de sueño, sin relieve, sin volumen, sin vida. Y fue entonces cuando apareció Kuhmare.

Eran las 6 y estaba claro. Claro todavía, con últimas luces rojizas de día caliente. Un murmullo de voces extenuadas por la distancia, venía de los campamentos de los indios. A raíz del suelo se veían brillar las plantas rojas de las llamas, con una luz desfigurada por la del día que se iba. En ese momento no había mar para mí, porque se había quedado a mis espaldas. Miraba hacia la salina y vi aparecer, en el rojo de la manta, sobre el fondo arañado ya y no tan blanco como antes, la línea indescifrable de su figura. Figura recta, figura mixta, figura curva. La veía menos cuanto más se acercaba… Era que nacía, a mi vista, sus ojos… venía sola, sin compañías de hombre ni de bestia. Sin ángeles ni demonios a su lado. Solamente traía dentro de sí el terrible amor y el terrible deseo, asesinos (Zalamea, 2003, p. 120-121).

A primera vista pareciera que no se alterara la narración de la historia, porque permanece aquella sucesión de acciones que le permiten al personaje principal “avanzar”, pero estas acciones a duras penas pueden sostener la fuerza de la historia misma, pues si se lee el fragmento anterior solo con dicha sucesión de acciones, entonces quedaría así: “Los primeros días me causaba borrachera el sol que me llegaba a los huesos. Después, dejé de ver senos, de mirar caderas, de contemplar bocas y ojos. (…) cuando apareció Kuhmare. (…) Eran las 6 y estaba claro. (…). Miraba hacía la salina y vi aparecer (…), la línea indescifrable de su figura. (…) La veía menos cuanto más se acercaba (…)”. Esta lectura da la impresión de una carencia narrativa, en la que se hace necesario un énfasis en el cambio de estado del personaje, entre el antes y después de conocer a Kuhmare; pero es entendible este vacío, pues la fuerza de dicho cambio la otorgan las palabras que dibujan el paisaje, el cual acompaña continuamente al viajero.

Porque solo es posible entender que la llegada de Kuhmare es significativa en cuanto sabemos la transformación que se inicia con “Todo cobró un color asexual y blanco”, y que avanza con “el rojo de la manta, sobre el fondo arañado ya y no tan blanco como antes”, para terminar con: “venía sola, sin compañías de hombre ni de bestia. Sin ángeles ni demonios a su lado. Solamente traía dentro de sí el terrible amor y el terrible deseo, asesinos” (Zalamea, 2003, p. 120-121). Entonces, es notable que aquella ausencia del paisaje no es fácil de cubrir o pasar por alto, cuando se manifiesta la necesidad de fortalecer la narración de la historia y la continuidad de la misma.

 

Conclusiones

En cuanto al paisaje al interior de la obra

A diferencia de otras obras en las que es utilizado el paisaje como un recurso para dilatar o suspender por un momento el hilo de la historia, en 4 años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, el paisaje no se puede separar o aislar de la continuidad de la historia que se desarrolla, porque su presencia es lo que mantiene unida de principio a fin la novela, pues se convierte en elemento indispensable para que la trama fluya y se condese en los más extraños y únicos momentos que sazonan la obra.

Por otra parte, son las percepciones del viajero lo que hace que sea posible construir el paisaje que solo él puede definir, y que el lector se arriesga a experimentar, a través de los sentidos que dibujan el paisaje y lo configuran como un compañero inseparable del viajero, pues solo a causa de ellos se da la posibilidad de comprender la lucidez de los espacios y los tiempos donde se sumerge el personaje principal de la obra.

Asimismo, es reconocible que el paisaje no es estático, por cuanto cambia de acuerdo al estado de ánimo del viajero e influye de igual manera en los sentimientos del mismo, lo cual demuestra que existe una estrecha relación entre ambos, al punto de complementarse frente a la voracidad de los sentimientos que abaten en la cercanía de un lugar o una hora específica; sin embargo, es el mismo viajero el que lo hace autónomo de acompañarlo o distanciarse, de los momentos donde es posible conservar sus recuerdos e invocar lo venidero.

También es compresible que el paisaje llegue a tener una cara antagónica al ser comparado en varios lugares, pues cada lugar que recorre el viajero tiene la particularidad de ser único en sus perfumes, distinto en el avanzar del tiempo, dulce o agrio en sus colores y paradisíaco a su manera, esa es una riqueza que el personaje comparte con el lector para hacerlo partícipe de sus impresiones.

Sin embargo hay una característica especial en la novela, y es que el mismo paisaje se convierte en un personaje más de la obra, debido a la función que cumple su presencia en cada página, pues él no distrae, no dilata ni se separa de la obra, porque su rol real es unir, es cambiar la visión de los participantes de la historia, es influir en el rumbo de la trama y sobre todo, es convertirse en autónomo de sentir, ver, escuchar y transformar a través de las palabras del viajero.

 

En cuanto a la obra en general

La novela 4 años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, fue publicada en una época en la que Colombia se encontraba en medio de cambios bruscos tanto políticos como de desarrollo tecnológico, pues a pesar de que en el interior de la obra poco se haga evidente este conflicto en que se debatía el país, sí es posible conocer datos que la ubican en medio de esa primera mitad del siglo XX. Por otro lado, es necesario decir que desde su publicación en 1934, esta obra ha tenido poco estudio a pesar de ser una producción que tiene gran importancia en la literatura colombiana; esto se debe a la producción acelerada de obras que tuvieron mayores renombres en años posteriores a 1950, y que se posicionaron como obras representativas de una época que olvidó los esplendores de la literatura que las impulsó a su grandeza. Sin embargo, en pleno siglo XXI existen estudiosos que se han dado a la tarea de rescatar, desde las aulas o desde la soledad de sus escritorios, a obras tan importantes como estas, donde es evidente ese distintivo posmodernista que la hace sobresalir como una novela de transformación en la que es posible identificar la integración de nuevos recursos estilísticos como la introspección de los personajes en la literatura de la narrativa colombiana.

 

Bibliografía

  • Aristizábal, A. (2007). “Libros claves de la narrativa colombiana: (IV) Cuatro años a bordo de mí mismo. Rinconete. Centro Virtual Cervantes.
  • Fokkema, D. W., y Elrud Ibsch. (1992). “La recepción de la literatura (teoría y práctica de la estética de la recepción)”. En Teorías de la literatura del siglo XX. Madrid: Ediciones Cátedra.
  • Muñoz Vélez, H. A., (2014). La biblioteca aldeana de Colombia y el ideario de la República Liberal 1934-1947. Antioquia: Bibliotecas y Cultura en Antioquia.
  • Pineda Botero, A., (2001). Juicios de residencia: la novela colombiana 1934-1985. Medellín: Fondo editorial Universidad Eafit. Colección Antorcha y Daga.
  • Zalamea Borda, E., (2003). 4 años a bordo de mí mismo. Bogotá: Editorial El Tiempo.
Linda Paola Hernández Caldera
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