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La falsificación y la imitación en el proceso creativo, por Glenn Gould

miércoles 18 de enero de 2017
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Glenn Gould
Gould: “La diferencia entre el acto inventivo y el proceso imitativo tiende a verse, con el pasar de los años, relativamente minúscula”.

Han van Meegeren, por razones que han aparecido desde la guerra como un asunto menos de beneficio que de justificación individual, decidió pintar algunos cuadros en el estilo de Vermeer y logró hacer pasar esas pinturas en la comunidad artística como obras originales y recién descubiertas hechas por aquel maestro. La reacción inicial fue de gratitud hacia el hombre por haber encontrado este increíble tesoro y, por supuesto, las obras se vendieron como panes calientes y le significaron una gran cantidad de dinero y una reputación como uno de los detectives de arte más perspicaces de su tiempo. Durante la guerra, continuó prosperando al vender estas obras a la élite de la Gestapo de Alemania, que por aquel tiempo se ocupaba en hacer una colección de piezas maestras para el Estado de Hermann Goering. Fue denunciado de inmediato como traidor por sus compatriotas, como un hombre que se estaba beneficiando de la colaboración con las fuerzas de ocupación y vendiéndoles los grandes tesoros que recién había descubierto. Al final de la guerra, fue por supuesto acusado de realizar actividades colaboracionistas. Sin embargo, presentó como defensa la evidencia de que estas obras no eran de Vermeer, sino que eran, de hecho, obras de su propia composición y que él no era culpable sino de recoger grandes cantidades de los nazis por obras que no tenían ningún valor en el mercado. Con esta revelación, estuvo a punto de convertirse en un héroe hasta que los avergonzados historicistas de arte que habían certificado las obras en primera instancia comenzaron a retractarse y anunciar que, por supuesto, ellos habían sospechado todo este tiempo que estas no eran obras de arte valiosas, que era obvio que contenían defectos estilísticos que jamás se encontrarían en las obras de Vermeer y que, por tanto, este hombre era culpable de una afrenta indignante a la vida artística de su país y que debía ser enviado de vuelta a prisión. Así sucedió y allí murió. No conozco ningún ejemplo en tiempos actuales que resuma de mejor manera las increíbles responsabilidades de las posturas estéticas de las cuales somos herederos.

¿Qué nos hace creer que la obra de arte debería preservar una línea abierta entre nosotros mismos y la persona que la escribió?

Vamos a suponer que yo fuera a tomar asiento e improvisar una sonata al estilo de Haydn, y vamos a asumir también que, debido a una coordinación inimaginable de factores artísticos, esta sonata resultara no solo muy parecida a Haydn, sino que propiciara una respuesta tan placentera como una obra genuina de ese período. La aproximación que ha adoptado la cultura esnob de nuestro tiempo es que la experiencia estética que se deriva de esta obra podría ser bien preciada, siempre y cuando se engañara a la audiencia haciéndole creer que en verdad la obra fue compuesta por Haydn. Su valor dependería por completo del grado de engaño del que yo fuera capaz. En el momento en que se revelase que no era de Haydn, y que fue una obra por accidente, no deliberada, y que además era una creación de alguien que vive en el presente, la obra tendría un valor económico, si es que se puede calcular semejante cosa, de cero, o quizá más precisamente, cercana a cero. Es probable que yo pudiera hacer un tour en el que improvise la misma sonata como una pieza de curiosidad y ganar algo de dinero por ello. Por otro lado, si yo improvisara esa sonata y dijera que no es de Haydn, a pesar de que se parece a Haydn, pero que tal vez fuera de Mendelssohn, un músico que nació el año en que Haydn murió, la respuesta sería, por lo general, que se trata de una obra bastante fina, quizá un poco pasada de moda, y una que ciertamente revela la fuerte influencia que tuvo Haydn sobre la generación más joven, pero que es un Mendelssohn bastante insustancial. Como obra, no se le daría un valor cercano al que recibiría automáticamente si se la reconocieran a Haydn. Si la obra que improvisé la identificaran como de Brahms, sin duda se ofrecerían algunas trivialidades como “no está mal para un joven”, “es obvio, sin embargo, que se trata de un esfuerzo de principiante”, “es cierto que muestra una buena vieja influencia teutónica”. Y sería considerada, por supuesto, como dueña de valor antropológico, puesto que valdría la pena echarle una mirada a cualquier cosa que dé luces sobre el carácter y el desarrollo de Brahms. Pero su valor como mercancía de repertorio, por decirlo de algún modo, sería mucho menor que si hubiera sido atribuida a Mendelssohn y, por supuesto, mucho menor que si fuera atribuida a Haydn. Finalmente, si le fuera atribuida a su legítimo autor —yo— no tendría casi valor. Pero luego existe otro lado para esa inquietud: supongamos que esta sonata que sonaba como Haydn le fuera atribuida a un compositor mucho anterior —digamos, por ejemplo, Vivaldi. Dependiendo del actual estado de la reputación de Vivaldi, esto podría darle un valor en extremo mayor que cualquier otra obra legítima de ese compositor porque podría demostrarse que aquí, con una obra, este gran maestro visionario del Barroco italiano estableció un puente sobre el vacío de tres cuartos de siglo y forjó un vínculo con los maestros del Rococó austríaco. ¡Qué visión, qué ingenio, que cualidades proféticas! Desde ya puedo escuchar los aplausos.

Entonces, ¿qué son estos valores? ¿Qué nos da el derecho de asumir que en la obra de arte debemos recibir una comunicación directa con actitudes históricas de otro período? ¿Qué nos hace creer que la obra de arte debería preservar una línea abierta entre nosotros mismos y la persona que la escribió? Y, más aún, ¿qué nos hace suponer que la situación del hombre que la escribió refleja con precisión y fidelidad la situación de su tiempo? ¿Qué hace este tipo de respuesta, si no invalidar la relación del individuo frente a la muchedumbre? ¿Qué hace excepto leer el trasfondo social, los enredados conflictos humanos de una época complicada por virtud de la obra de alguien que pudo o no haber pertenecido en espíritu a aquella era, que pudo haber admirado y representado el tiempo en el que vivió, o que pudo haber rechazado y desheredado de su trabajo cualquier semejanza? ¿Qué pasa si el compositor, como historiador, es defectuoso?

Hubo un tiempo en el que tales problemas no existían (porque no podían). Cuando miramos lejos hacia nuestro propio pasado, o cuando examinamos las costumbres de razas o tribus primitivas de nuestra propia era, hallamos que la aproximación estética es una parte indistinguible del aspecto religioso o mítico de la cultura. Para un hombre anterior al mundo de Grecia o a un aborigen australiano del presente, la experiencia religiosa, la cultivación del mito y la creación estética son indistinguibles. Un intento por separar el bienestar tribal de la expresión estética y alguna de sus partes sería inconcebible. Para tales culturas antiguas, el presente era significativo únicamente si lograba representar una experiencia repetitiva —sólo mientras fuera capaz de recapitular la misteriosa ocasión primitiva cuando, de acuerdo con la leyenda de la mayoría de las civilizaciones tempranas, el hombre había confrontado a Dios directamente. Mircea Eliade ha señalado que en su mayoría todas las culturas antiguas mantuvieron la idea de que en su propia prehistoria hubo un lugar y una ocasión en los que miembros de la tribu muertos hacía mucho tiempo habían hecho contacto con los dioses. En tales culturas, la idea de la repetición, de la reafirmación, se convierte necesariamente en el atributo estético más valioso.

El proceso de nuestra civilización, no obstante, se ha basado en gran medida en la idea de la elección y de la decisión independiente, un desarrollo en el que el temperamento individual se separa un grado del temperamento tribal —aunque no siempre sin la protesta y la recriminación de la tribu. Y la conversación que se lleva a cabo entre el individuo aislado y la tribu afrentada, entre la elección y la conformidad, la acción individual y el control colectivo, se ha vuelto el diálogo de las humanidades y muy a menudo el agente provocador en las disciplinas artísticas. Fueron los griegos quienes dieron una forma retórica a este concepto. Fueron ellos los primeros en examinar la relación del impulso artístico hacia la comunidad con respecto a los requerimientos del deber y la responsabilidad. Desde su época hasta el presente, con algunos desvíos importantes, nuestra civilización ha tendido a conducirse a sí misma hacia lo que ahora conocemos, según la deplorable terminología de moda de la filosofía actual, como destino existencial. Lejos de apreciar los valores repetitivos de la cultura temprana, este concepto existencial ha llevado a la visión de que la historia es una serie de clímax hechos por la humanidad, de puntos altos de logro social y artístico, y que por el hecho de construir una teoría de estos puntos altos podemos predecir las tendencias de nuestra evolución cultural. La historia, en este marco, se percibe como una serie de victorias de lo extraordinario por encima de lo ordinario. Son los eventos únicos en tales culturas los valorados, no los repetitivos. Ahora hay, por supuesto, ciertas excepciones a esta tendencia de los últimos dos milenios. Una de ellas pertenece al mundo medieval, que ofrecía, a la manera de la Cristiandad, un refinamiento del concepto de “la unidad del hombre con Dios” de culturas anteriores. Y en la que, debido a la visión medieval de que la fe precede la conquista intelectual y se confirma gracias a ella, nos encontramos de nuevo con la noción de la predisposición de la humanidad hacia la conformidad con un parecido a Dios. Nos encontramos, acto seguido, con que el mundo medieval pone un énfasis mucho menor en el único evento en comparación con el Renacimiento o la cultura del pos-Renacimiento. En el mundo medieval, nuestros conceptos de falsificación eran casi desconocidos. Pero tan segura como es su ausencia en esos períodos en los que predomina la unidad del hombre y de Dios, la falsificación prevalece en aquellos períodos que enfatizan en la individualidad del acto creativo. El acto de falsificar en tales culturas resulta ser una protesta inevitable contra el resurgimiento del esfuerzo humano.

Sin la imitación, sin la asimilación consciente de puntos de vista anteriores, la invención carecería de fundamento.

Sin ella, no tendríamos contrapeso para ese otro extremo del proceso de civilización —exigir la improbable tentación de la originalidad. Ninguna época ha puesto mayor énfasis en la necesidad de originalidad como la nuestra porque, a diferencia de las culturas de la antigüedad, nosotros rechazamos la noción de que la historia es una constante ondulación de eventos pasados. En vez de eso, vemos repetirse la gran prevención, el detenimiento de nuestra noción de progreso, la contradicción esencial al destino evolutivo del hombre. Y así, desarrollamos una cultura en la que insistimos en promover la originalidad sin darnos cuenta de que sostiene una posición tan desvinculada de la realidad del proceso creativo como la falsificación. (Ahora bien, sería un inexcusable regateo sugerir que en el contexto más trillado en el que aparece con mayor frecuencia hoy en día, el término “originalidad” se malentiende por completo. Todos sabemos lo que significa la amable declaración de que este y aquel han lanzado una interpretación original de la Quinta Sinfonía de Beethoven.) La paradoja consiste en que entre más desarrollada la época de la cultura que examinemos, más difícil será que, en el sentido más verdadero de la palabra, pueda existir una obra artística “original”. Entre más se involucre una cultura con los lenguajes y rasgos expresivos que reúne la reserva artística de su era, más difícil sería que por fuera del conocimiento de esos rasgos y lenguajes pudiera aventurarse cualquier creación que no fuera en su mayor parte la simple redistribución y el reordenamiento de ciertos principios seleccionados que se extraen de la experiencia de otros. Entre más se desarrolla la cultura, y entre más se complica su crecimiento por las creaciones del genio, mayor el riesgo en contra del acto original.

¿Qué son, pues, los atributos mecánicos esenciales del acto creativo? Se trata de procesos simples de reordenamiento y redistribución, de enfoque en una nueva combinación de detalles, de volver a examinar y decorar algunos rasgos de la cultura desde hace mucho tiempo inactivos. Nada tan dramático según lo que corresponde a la conquista de la originalidad —pero nada tan restrictivo quizá como la inclinación hacia la falsificación directa. Lo que está involucrado permanece entre los dos improbables de la falsificación y la originalidad, procesos que podríamos llamar imitación e invención. En algunos círculos se considera que la imitación es casi tan reprensible como la falsificación. Esto debido a que actúa en contra del halagador autoengaño que nuestra cultura le ha acreditado a la inteligencia creativa. La idea de la imitación molesta la noción del progreso histórico, de la inevitable marcha lineal de la cultura. Ofende las inteligencias de quienes asumen que el aislamiento del artista fuera de la sociedad es sinónimo de su separación de otras experiencias de aislamiento. Ignora el hecho de que, sin la imitación, sin la continua explotación voluntaria de la tradición artística, no podría existir ningún arte de ninguna importancia en una cultura como la nuestra. De hecho, para hacer arte, cada artista debe involucrarse en la imitación la mayor parte del tiempo. No obstante, la vista desde su propia área de aislamiento no podría ser con exactitud la misma que la vista desde otra área cualquiera, sin importar qué vínculo pueda existir entre los grados de variación del ejercicio artístico. Y como consecuencia, sin importar cuán consciente o inconsciente, deseoso o desinteresado que pueda parecerle el proceso de imitación, la reorganización y redistribución del detalle darán, por sí mismos, certeza estadística de que nunca dos artistas son tan parecidos.

La invención es el otro factor en el proceso creativo de la ornamentación, de procurar para una utilidad ya existente unas pequeñas mejoras de las que ha carecido anteriormente, o que, quizá más precisamente, no se habían pensado necesarias. La relación entre la imitación y la invención es, en su totalidad, una de casi armonía. Sin la imitación, sin la asimilación consciente de puntos de vista anteriores, la invención carecería de fundamento. Sin el estímulo de la invención, el deseo de complementar, de mejorar, la imitación, la urgencia de redistribuir perdería una fuerza de motivación. Por supuesto, el rebelde, el anarquista, el beatnik esperará afectar un radio de mayor invención sobre la imitación, más que el conservador que se contentará con reordenar las facetas del caleidoscopio cultural que ya admira, con sólo un tinte de decoración inventiva aquí y allá. Pero incluso una disposición anárquica o el temperamento vastamente rebelde del beatnik soportarán una preponderancia de imitación en el patrón creativo. Basta con examinar los flácidos escritos del señor Jack Kerouac o las laboriosas reflexiones del señor Henry Miller para darnos cuenta de qué poco tiempo se requiere para que un rebelde de ayer se retire a la senilidad del ateísmo de pueblo de hoy en día. No es un accidente que aquellas obras de arte que atienden con mayor deliberación a los gustos especializados y a los problemas de su propio tiempo son las que se desactualizan más rápido. Carreras enteras (la de George Bernard Shaw es una de ellas), pueden comprometerse debido a la urgencia del artista de referirse a sí mismo conscientemente en términos contemporáneos frente a su audiencia.

Si el concepto de falsificación es simplemente una parte del mecanismo protector del esnobismo que guía la mayoría de las tomas de decisiones en una cultura sofisticada, ¿no es en verdad una correlación inevitable de esa cultura?

Pero sin importar el intento de invención o la capacidad de la particular mente creativa, la diferencia entre el acto inventivo y el proceso imitativo tiende a verse, con el pasar de los años, relativamente minúscula. Esto es tal vez cierto en la música en especial, en la que, por la naturaleza misma de su abstracción, la imitación es la esencia de la solidez orgánica. La música se fundamenta en el método organizacional más que cualquier otro arte. Esto es verdad en todo momento, pero es particularmente cierto en tiempos de reformación cismática. No es un accidente que, en períodos de grandes transformaciones históricas como el Renacimiento tardío o los primeros años de este siglo, la incertidumbre de un nuevo concepto de orden musical tienda a producir, como contrapeso, una actitud constructiva, disciplinada y legislada de manera particular. Vemos esto en nuestra propia generación en las doce teorías de tono de Arnold Schönberg y en las formulaciones seriales de sus sucesores. La cohesión en tales momentos depende en gran medida de la habilidad de imitar. Es cierto que se trata de una imitación dentro de una estructura orgánica interior más que externa pero es la respuesta al problema de orden dentro de una estructura teórica que se disuelve. Recordemos, por ejemplo, que alrededor de 1910 la mayoría de sus contemporáneos consideraban la música de Pequeñas piezas para piano, Opus 19, de Schönberg, como la expresión más atrozmente arcaica que pueda imaginarse. Sin embargo, con el transcurso de sólo cincuenta años, ahora esta música nos parece a la mayoría de nosotros, debido a la naturaleza de su vehemencia y exageración, que tiene que ver más con el expresionismo de su predecesor inmediato, lo que de hecho es un volver a barajar de atributos que son ya detectables en Wagner y Mahler y en otros de la generación anterior. No obstante, tales momentos de anarquía temporal, que están de manera fortuita tan cerca del acto creativo original como nos es posible en nuestra cultura, por lo general lanzan a los compositores o artistas participantes al reino de la desesperación y la incertidumbre. Ellos invocan por lo general, en compensación, una clase de disciplina mecánica impuesta arbitrariamente para establecer su obra como la de una mente ordenada y razonada. Por otra parte, demora apenas unos pocos años antes de que la formulación arbitraria, la imitación interna si se quiere llamar, descubra que no puede sostenerse sola sin recurrir a la imitación externa y, como le sucedió a Schönberg, mire hacia otro tiempo pasado —en este caso, hacia los modelos de la arquitectura del siglo dieciocho— en busca de soporte.

Sé que este concepto no está necesariamente corroborado por la actitud y el vocabulario que muchos artistas usan para describir su obra. Sucede a menudo que por algún milagro de la creación más allá del raciocinio, un artista tendrá posesión de enormes talentos creativos, pero éstos no irán acompañados siquiera por la mínima capacidad para articularlos. De ahí el tipo de artista que habla de “rupturas”, “momentos de verdad”, y “salvajes y azules lejanías”. Estas expresiones violentan las más consideradas explicaciones del proceso creativo y harían más pero se da el caso de que, al provenir de artistas, nadie les presta mucha atención tampoco. En una charla reciente, el compositor americano Lukas Foss comentó que hacía unos meses, al final de una charla sobre manipulaciones técnicas en la escritura serial que el compositor francés Pierre Boulez había dado en Ucla, un miembro de la audiencia medio airado se levantó y dijo: “Entonces, señor Boulez, ¿quiere decir que la música es sólo técnica?”. El señor Boulez reflexionó por un momento y luego dijo: “Sí, de eso se trata”. El señor Foss anotó que muy posiblemente, si Ucla hubiera hospedado una charla de Richard Wagner cien años antes, un miembro de la audiencia habría quizá retado al señor Wagner con la pregunta: “Entonces, señor, la música es sólo inspiración?”, a lo cual el señor Wagner, con seguridad y no demasiada cortesía, habría respondido afirmativamente. Y ambos estarían describiendo, con todas las fragilidades del lenguaje, en esencia la misma situación compositiva. Tendemos a expresarnos en una terminología que favorece el máximo absoluto de las medidas cuasiteóricas cuando lo que deberíamos estar describiendo es un proceso que se ajuste, permitiendo todas las preferencias y distinciones de cada generación, a un rango de procedimientos de manufactura mecánicos y atemporales.

La relación del oyente, el conocedor, con la obra de arte, se forma por medio de este tipo de lenguaje inexacto. Con las mejores intenciones del mundo, tendemos a visualizar un concepto exagerado de transformación histórica. Tendemos, de entre todas las razones que son necesarias para hacer la historia entendible, accesible y enseñable, a exagerar gravemente los cambios históricos de una clase y otra, a asumir que en su alternancia de actitudes históricas existe el constante concepto tesis-antítesis de señalar y rechazar. Y le asignamos términos a estos períodos históricos que son lamentablemente inexactos y peligrosos. Para aproximar y comprender y enseñar la historia, asociamos, tanto como nos sea posible, los rasgos históricos que se identifican como predominantes con las obras de arte de su tiempo. Y así asumimos, luego de tan altisonante charla en defensa del arte, una postura que tiende en grado muy alto a defender el arte como había sido para su sociedad.

Nota

Glenn Gould fue un prolífico pensador y escritor. Su escritura fue siempre esmerada y precisa. Este artículo está tomado de un ensayo escrito por Gould en o antes de 1964 que nunca fue terminado para su publicación. Aparece aquí de forma resumida (aproximadamente 25 por ciento de la porción final del ensayo ha sido cortado) y no debe tomarse como texto final.

Stephen Pose, albacea del legado de Glenn Gould

En resumen, no es que tengamos una consideración particular para la antigüedad, ni tampoco estar convencidos de que los viejos tiempos fueron los mejores y no pueden recuperarse, sino que hemos traído las nociones del perfeccionismo científico a nuestra capacidad crítica para tomar decisiones. Hemos tomado prestado del ámbito científico la idea de que las cosas se mejoran a medida que el mundo envejece, y toda nuestra charla sobre moda y actualidad en el arte no es más que una sublimación bastante obvia de esta idea. El único concepto que contribuiría a la disminución sustancial del valor de la sonata falsa de Haydn es la idea de que entre más cerca esté de nuestro propio tiempo, menos ingeniosa resultaría, y entre mayor la distancia que haya precedido su propio tiempo asumido (el de Haydn), con seguridad será más ingeniosa. Este fue el mismo conjunto de valores que hizo que los hijos de Bach le atribuyeran poco mérito a las últimas obras del viejo y que irritaran a los serialistas en ciernes las últimas obras de Richard Strauss. Implica que el factor determinante en el proceso estético es la acumulación de una conciencia estilística. Asevera, a pesar de nunca admitirlo, que hoy podríamos forjar una mejor Pasión de Mateo, construir una mejor Novena Sinfonía de Beethoven sólo porque todavía existe el ejemplo de cómo hacerlo y extenderlo —pero que para poder hacerlo no debiera quizá participar del juego. No es un argumento que valide, tanto como quisiera, el concepto de la originalidad del arte. Más bien, simplemente trata de engañar y desacreditar la inferencia inherente en su propio argumento de que el arte puede proceder por imitación, pero que quizá no debería. Conlleva lo correcto y lo incorrecto, ideas de preservación histórica para el arte que no pertenece allí. Aplica una tarifa protectora a la pertinencia del estilo al proponer el argumento de que el tiempo apropiado de la ocasión, o su ausencia, es responsable de una suerte de insignia de autenticidad, una clase de aprobación patente que detecta con facilidad cualquier conocedor en su sano juicio. Para respaldar esto, le carga una moralidad al arte que no pertenece allí tampoco.

Ahora bien, si, como lo he indicado, esta duplicidad de juicio ha existido desde hace un tiempo bastante considerable en la civilización occidental y si, durante ese tiempo, gran arte ha seguido siendo creado por grandes artistas, es razonable que lleguen a producirse ciertas preguntas: ¿para qué preocuparse por ello? ¿Qué es necesario hacer al respecto? Si el concepto de falsificación es simplemente una parte del mecanismo protector del esnobismo que guía la mayoría de las tomas de decisiones en una cultura sofisticada, ¿no es en verdad una correlación inevitable de esa cultura? ¿No será que por más discursos en contra, continuará existiendo de la mano de los instintos de adquisición de la humanidad, provocando y negando grandes obras de arte al igual que aprueba y patrocina otras quizá igualmente grandes? ¿No se tratará de la apuesta económica inevitable del impulso estético que se ha desatado en todo el mundo?

(Fuente: Grand Street, Nº 50, “Models”, otoño de 1994, principal. 53-62. Esta traducción fue publicada originalmente en la Revista Universidad de Antioquia, Nº 322, octubre-diciembre de 2015, pág. 78).

Santiago Bustamante González
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