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Leyendas
"En el tiempo originario, las mujeres, que comían el pescado con la boca de arriba, pero antes los mascaban con la boca de abajo, habitaban en el cielo y desde allí bajaban de noche a la tierra en sogas de chaguar para robar el pescado a los hombres, que cada día estaban más preocupados porque no podían, por mucho que se esforzaran descubrir al ladrón. Hasta que un día, Tokwaj les contó de quien era la picardía, entonces ellos les tendieron la trampa. Prepararon una fiesta a la orilla del río, encendieron el fuego, prepararon los instrumentos de la música, hicieron un gran banquete de pescado que rellenaron con piedras y las invitaron. Las mujeres confiadas aceptaron la invitación y cuando comieron el pescado se les rompieron sus dientes de la boca de abajo y comenzaron a sangrar abundante y así, lo siguieron haciendo periódicamente. Tokwaj a pedido de los hombres envió cuchillos de lluvia para cortar las sogas del chaguar y las mujeres no pudieron regresar al cielo, quedaron para siempre prisioneras en la tierra. Los hombres, entonces dividieron las tareas; dejaron para sí el poder, el control del rumbo del mundo, para ello inventaron las leyes, las normas y los castigos. A las mujeres les dejaron la penosa tarea de mantener el hilo del equilibrio que estaba sujeto a las reglas, a su cumplimiento o quebrantamiento. Luego para matar de su recuerdo el hechizo de la libertad, el arma de la astucia, les borraron de la memoria su soberbia de reinas del cielo, inventaron un sistema de sometimiento y humillación perpetuo. Se apropiaron de la palabra, ellas no volverían a levantar la voz y escondieron sus almas, jamás podrían mirarles a los ojos. Las mujeres, en voz baja, la mirada al suelo, guardaron para sí, el arma secreta e indestructible del Amor".
Cuentan los wichís que "cuando Nilataj, eterno principio de la vida plena, verdadera, hizo el armazón del mundo, comenzó creando un espacio activo: la tierra y que los vientos de los cuatro costados se encargaron de extenderla". Era por aquel tiempo, cuando los animales y los hombres compartían el mismo lenguaje, que los ancianos sabios conocían el principio y el fin de las cosas, y ese conocimiento lo transmitían como la herencia más valiosa a los nietos elegidos para que lo guardaran en su memoria y lo propalen a las generaciones venideras. Por ese tiempo habían anunciado que su destino irreparable estaba señalado, que desaparecerían un día junto a todo lo creado, aplastados por una gigantesca serpiente negra que echaba por su bocaza hediondas emanaciones de gas y de humo, y que imponente dormía disfrutando sueños de venganza, prisionera en las profundidades abismales de la tierra. Por entonces los hombres vivían a los pies de las últimas estribaciones de las sierras subandinas, hermanas pequeñas de los portentosos Andes. Hacia el este, la llanura chaqueña, enredada su boscosa cabellera de maderas duras, con el alma alborotada de pájaros y una infinidad de animales que disfrutaban la creación hermanados con los hombres que también, entre ellos, eran distintos, saludaba a Ifwalá, el Sol al despuntar el alba con un bostezo oloroso a hierbas frescas y a algarroba, y mientras abría sus grandes ojos verdes, le prestaba el espejo de sus ríos para que se lavara su cara sangrienta; y cuando fatigado de la ardiente tarea del día decidía marcharse, cordones montañosos vigilantes lo despedían al poniente. En esos días se libró la lucha por el dominio de la creación, Isi Nilitaj1, el Bien y Ahat, el Mal, ayudado por sus aliados, sus poderosísimos hijos que cundían con sus fechorías por doquier. Dicen que fue una batalla feroz que hizo temblar y partirse el orbe en dos, pero finalmente ganó el primero y logró capturar a uno de los hijos del Mal, a Chalaj2, el más feroz por su carácter incendiable y su energía virulenta. Era una potencia maléfica, perversa y vengativa, portador de un terrible poder inflamable, nefasto; tenía la rara propiedad de poseer una alquimia latente con la cual podía transmutarse continuamente, convirtiéndose en diferentes rarezas, que expandían y multiplicaban su perversidad, su veneno mortal con el cual ensuciaba y todo lo contaminaba. Su apetito voraz iba devorando la frescura y verdor del planeta. Isi Nilajaj, entonces lo apresó y lo convirtió en una fiera serpiente azabache sin forma; le puso cadenas y ocultó su alma negra en el interior de las oquedades subterráneas; le puso de custodio a las montañas y lo condenó a dormir un sueño eterno arrullado por el bramido de los demonios insondables del fondo de la tierra... Pretendía evitar con ese maleficio, que el malvado desate contra los hombres su potencial furia contenida, la semilla de la maldad escondida en su oscuro corazón y que extienda su perversidad por el planeta. El peligro era que alguna vez despertara y rompiera las cadenas que lo sujetaban. Y pasó que Occidente, un viejo egoísta y materialista que moraba en un país cubierto de tinieblas, comarca donde habitaban los muertos-vivos, descubrió el secreto. Este gigante grotesco que pensaba únicamente en sí mismo, tenía una ambición sin límites, voraz extendía sus dominios y como una mancha de aceite pegajoso iba cubriendo la vastedad del globo. Sin importarle nada ni nadie, ni sus propios hijos, se iba apropiando de todo y de todos, avasallando los pueblos, corrompiendo sus espíritus. Irrespetuoso imponía sus criterios y su pensamiento, su forma individualista de vida a los hombres que ciegos lo seguían alejándolos cada vez más de la Madre y —dicen—, cuando descubrió el maleficio secreto y milenario de Chalaj, el hijo del Mal, en sus ansias de poder creyó que podía utilizar su descomunal energía para sus propios fines. Así, sin pensar en las consecuencias, pensando sólo en sí mismo, un día lo despertó, quitó sus cadenas, lo disfrazó con atractivos atavíos, lo cubrió de oro y piedras preciosas para ocultar su verdadera esencia y su pérfido plan de venganza y lo convirtió en un codiciado personaje al que todos querían poseer. Los hombres, ignorando su maldad, comenzaron a reverenciarlo y a buscarlo desesperadamente y comenzaron a descubrir y a abrir todas las cuevas donde dormía. Así, Chalaj comenzó su venganza mítica a Isi Nilataj, a su paso riendo triunfante; en medio de la gloria se lo ve desparramando su maldad sobre el mundo, escupiendo mugiente sus inmundicias de rencor en bocanadas de humo venenoso, viciando, contaminándolo todo; sembrando estragos entre los hombres que se deshacen en batallas inútiles, demoliendo la casa donde habitan, en una lucha ciclópea y feroz por poseerlo. Ciegos, inmersos en la ceguera del poder, los hombres lo siguen triunfantes sembrando en el camino el odio, la guerra, la opulencia y el hambre... Dicen los wichís que esta vez la lucha la ganó Ahat, el Mal... y que la sentencia de su destino inexorable, que es el nuestro, se está cumpliendo...
Tartagal, Salta (Argentina), 14 de enero de 1999 1. Isinilataj: la Luz del bien, El ser supremo. Regresar.2. Chalaj: color negro. Regresar. El fuego Era por aquel entonces después del diluvio, El Supremo, había hecho de nuevo la tierra y todas sus cosas, cuando el fuego1 era propiedad exclusiva de unos seres extraños, oscuros, que vivían en cavernas ocultas en las montañas. Agrios y egoístas, no querían compartirlo con nadie, por eso guardaban celosamente el secreto de cómo lo obtenían. Ser dueños del fuego significaba tener el poder, y ellos usaban y abusaban él a su antojo en su propio beneficio, complaciéndose en mortificar a los hombres a los que perseguían y se comían. Un día, El Supremo se apiadó de ellos y decidió ayudarlos, entonces se propuso robarles el secreto, para lo cual pidió ayuda al sapo. Allá se fueron a la montaña donde moraban los seres oscuros. El Supremo, —que todo podía hacer— se disfrazó de un hombre común y se dejó atrapar con los comegentes que lo apresaron y enseguida lo pusieron al asador. Cuando estuvo en la hoguera, el dios disfrazado de hombre se sacudió bien fuerte e hizo saltar los carbones encendidos para todos lados, y el sapo, que estaba avisado y atento, estirando rápido su lengua, metió una brasa en su boca, como si fuese una mosca, se lo guardó y salió huyendo a los saltos; ahí el Supremo retornó a su forma y se fue a reunir con el sapo y, cuando se alejaron, encendió con la brasita robada la punta dura de una de sus flechas y la tiró con el arco contra un árbol de laurel. El fuego quedó dentro del árbol, que no se quemó. Luego, con el poco de brasa que quedaba encendió otra flecha con punta de madera y la tiró contra una planta más blanda, llamada "bejuco", y ella guardó entre sus ramitas secas el fuego, pero no se quemó. Finalmente, El Supremo llamó a los hombres y les enseñó el secreto de cómo obtener el fuego. Les dijo que en el corazón de esas dos plantas —una dura, blanda la otra— estaba escondido, y que cuando quisieran tenerlo tenían que cortar un pedazo de cada una de sus maderas, en una de ellas que sería plana, hacerle un hueco en el centro, la otra trabajarla en forma alargada y de punta, luego para encender una chispa habría que hacerla girar y girar rápido muy rápido sobre el hueco de la otra y enseguida se encendería, saltaría la estrellita de una chispa con la cual, acercando hierba seca, se prendería finalmente una llama, y así los hombres aprendieron el secreto y tuvieron por siempre el fuego. El Supremo convirtió luego a los seres oscuros, tiranos del fuego, en unos pajarracos negros que la gente conoce como "cuervos", los guaraníes como "urubúes". Ellos son los seres que se queman en su propio fuego. El conocimiento y el uso del fuego, posesión universal de la humanidad, ha sido obtenido básicamente a través de dos métodos: por fricción y por percusión. Uno de los tipos de obtención por fricción es el barrenado.2 Por él se usan dos elementos: la barrena y el hogar. Para obtener el fuego se sujeta horizontalmente en el suelo una pieza de madera cilíndrica, aplastada —el hogar— donde se hizo un hoyo poco profundo, mientras se hace girar sobre él rápidamente otra pieza también de madera, alargada, circular y en punta —la barrena—, oprimiendo su punta inferior. El serrín producido por la fricción se inflama después de un tiempo que varía, según la naturaleza y condición de las maderas usadas, del método y la habilidad del operador. Para tener éxito y que la chispa —el fuego— se encienda, es condición que hogar y barrena sean de distinta madera, debiendo ser la una dura, blanda, la otra. Una segunda condición es que la esencia de las dos sea igual, es decir, deben estar muy secas, algunas veces las partes en fricción están carbonizadas por el uso, dado que el aparato ya ha sido usado previamente, lo cual facilita el proceso. Por último también es condición la experiencia del operador. La destreza estriba en volver las manos en la parte superior de la barrena rápidamente cuando ésta va a detenerse antes que el giro recomience, que no se pierda tiempo alguno, esto para que la base no se enfríe.
+Es el proceso de obtención del fuego una metáfora que dejó El Supremo a los hombres para comprender y aprender la esencia del amor? Cuando él hizo al hombre y a la mujer, puso en cada uno, guardado muy dentro, en lo profundo de su corazón, un potencial ilimitado de amor deseoso de crecer, para que sea liberado cuando uno de ellos lo descubra en sí mismo y lo reconozca en el otro, para que juntos, animados por la misma vocación de amar, puedan encender la chispa y hacer crecer la llama única e inconfundible del amor. El amor, solución madura al problema de la existencia, de la condición limitada del ser, el amor maduro de pareja, puede lograrse si dos seres —un hombre y una mujer—, cada uno en su naturaleza, con su individualidad pero compartiendo una misma esencia; idéntica sed de amor, igual vocación y necesidad de amar y de ser amados, se encuentran y descubren ese potencial. Diferentes, por la propiedad de ser cada cual un "sí mismo", sin embargo fusionados, pueden hacer posible la chispa o el incendio, un instante o la eternidad. Luego de arder y fundirse en la experiencia del brasero del amor, jamás volverán a ser iguales, ambos se habrán quemado dejando en el alma su verdadera esencia y transformado en cenizas la soledad. Cenizas, cenizas que aroman, cenizas que vuelan en las alas luminosas de una mariposa, cenizas alborotadas al viento, ya asentadas, cicatrices de la tierra; fiesta nocturna de chispas centelleantes de un volcán, hasta tal vez carbón apagado, pero nunca jamás el mismo ser. Lograr la consumación del amor maduro quizás requiera que ambas partes hayan tenido un conocimiento previo y positivo del amor, que lo hayan experimentado durante su proceso de crecimiento, que se hayan formado amorosamente en el caldero diligente de las transformaciones, creciendo y muriendo en cada etapa para renacer otro, hasta lograr el pleno desarrollo de su potencial como persona. El descubrimiento del fuego fue la posibilidad de supervivencia del hombre en la tierra, constituyó su salvación. La cueva, la choza, lo protegió de la intemperie, pero sólo el fuego lo defendió contra el frío, con él el hombre se aseguró la calidez del refugio. Su importancia no se perdió con los milenios, con los siglos, sigue siendo tan importante para protegerse contra las inclemencias del tiempo como para preparar y conservar los alimentos. El fuego contribuyó a la eficacia creciente del refugio. El amor, de posesión exclusiva de la especie humana, poder activo en el hombre, atraviesa las barreras de la separatividad y lo hace alcanzar la unidad con sus semejantes. Condición del recién nacido para que sobreviva, requisito inapelable para vencer la soledad, esa humana sensación de sentirnos limitados, presos de la angustia del aislamiento. El amor, sólo el amor, puede contribuir para asegurar la continuidad de la especie, para preservar y asegurar nuestro refugio, la Tierra...
1. El relato está basado en el mito de los
guaraníes de cómo el primer fuego llega a los hombres. Regresar.
2. Barrenar o taladrar. Regresar.
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