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El día del entierro del general Juan Vicente Gómez muchas miradas se aposentaron en las paredes de la casa. Desde la plaza Girardot, en medio del calor y el polvo de la calle, alguien destacó la presencia de un grupo de militares con órdenes de advertir a la familia que todo había terminado, que era menester dejar el país para evitar que el desbordamiento del populacho derribara nombres y muros. López Contreras sabía de mando, y por esa razón, sin olvidar que la fábula forma parte del cronicario de este país, entró a la mansión por la puerta principal, calle Santos Michelena, y saludó a la dueña. La historia de la casa es sólo un defecto, porque su belleza, el cuidado con que fue elevada es suficiente para tenerla en la memoria. Y la memoria fue el abandono. El silencio frecuentó habitaciones, pasillos y el patio central donde Andalucía enredaba la lengua. Los años dejaron el portal, los muros hacia el traspatio de la cuadra donde hoy está la Plaza Bicentenaria. Por la parte trasera, donde la puerta fue arrebiate de caballos, la avenida 19 de Abril miente por los edificios y el asfalto, máscaras visibles para ocultar el verdadero rostro de la ciudad. La casa quedó para colegio privado. Lope de Vega, traído en simple nominación, impuso la silueta de su rostro, pero nada más. Ya habían pasado las décadas gloriosas de la familia, y sólo un olor lejano reinaba en las aceras. El pasado limita con el olvido. Remodelada por manos privadas, la casa que Juan Vicente Gómez tocara con devoción se convirtió en establecimiento comercial. Una agencia de seguros tomó posesión de los aposentos. Los ojos de la calle se sienten suficientes para rehacerla a través de la ilusión de ver salir y entrar fantasmas con distintos trajes. Sombra almojaya, acento de curva árabe en la casa. En una esquina de este siglo Maracay cimbra el reflejo de un apellido cargado de enigmas. Nombrable hoy cabalga la imagen de una ciudad que sigue siendo un hombre bajo el techo de la casa de una mujer silenciosa, adherida a una ventana. Para construir el recuerdo, simular los pasos de quienes quedaron atrapados en el itinerario de las páginas, o en la ausencia de los duendes, notarios del ruido, arcabuceros y cronistas risueños por la caída violenta de las ilusiones, de esas voces que tramitaban puertas, claraboyas y cerrojos oxidados. Hay casas que mantienen la palabra en un solo lugar. Esta que nos asimila, instalada en el reojo del reloj detenido de la Catedral. Mosaico inequívoco de los tiempos de Juan Vicente Gómez, conserva la hidalguía y belleza por donde pasaron arribistas, pasamanos, adulantes, doctores, intelectuales, uniformes, hetairas y desconocidos a la búsqueda de un tiempo irrecuperado: por ella, por la casa de Andalucía con apliques italianos, sentenció el cinismo de los años. En ella, por limosna del silencio, sigue el paso de máscaras de transeúntes, ausentes de significados. La casa de misia Amelia, trasegada por el limo y una tragedia llamada orfandad, respira atrapada entre altos edificios, gritos y chirridos de autobuses. Por sus ventanas se asoman los rostros nocturnos de sus habitantes, por la modorra de la madrugada, por el viaje de una ciudad que no repara en la memoria.
Por el lado menos advertido se llega a lo más alto de su reino. El Patio de las Brujas inicia los ojos que descubren los 705 metros de ida al cielo o al infierno. El cerro El Empalado fue camino obligado porque el río Aragua, en su ira horizontal, empujaba a los peninsulares a vadear su barro arcilloso, hasta que aparecían los samanes alrededor de unas casas cuyas tejas rivalizaban con el color y la trama del crepúsculo. Por allí se llegaba a La Victoria, y el mismo cerro era revelación de Suata, allá abajo, encajada en la cúpula invertida de la tierra. Pero la cima de El Empalado no tiene nombre de fama hoy por ser el lomo más empinado de la ciudad. Aquellos tiempos de cimarrones redujeron el silencio de la indiada meregota. Rebeldes, dueños del aire y del polvo del valle, los indígenas encontraron el espacio para los verdugos más temibles del centro de la provincia. Una vara larga y de punta afilada penetraba por la parte más sensible de la víctima y la atravesaba hasta provocar la muerte de quien osaba no admitir la esclavitud. Los gritos de dolor asaltaban las vientos que entraban por las casas recién fundadas. El crimen, donde antes se llamaba El Calvario para recordar los sufrimientos del creador del cristianismo, quedó marcado en las raíces y piedras que la memoria aún cultiva en la boca de los habitantes de Cagua. La planicie de los cahuacaos sigue siendo testigo de los tantos indígenas que, atados y atravesados de punta a punta, buscaban en las nubes la respuesta de los dioses que también habían sido asesinados por el hombre blanco. Sólo el río Aragua sabe hasta dónde llegó la sangre, o el olvido.
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