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Vida y teatro en Guatemala: Conversación con Manuel Corleto

Edward Waters Hood

Manuel Corleto, recipiente del Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán para 1998, tiene una larga trayectoria literaria en Guatemala. Varias de sus obras teatrales se han editado en colecciones —¿Quién va a morderse los codos?, Lluvia de vincapervincas, Vade retro, El día que a mí me maten (Guatemala: Piedra Santa, 1979); El tren, Opus uno, Opus dos, Dios es zurdo, Ellos y Judas (Guatemala: Oscar de León Palacios, 1994)— y tiene tres novelas publicadas —Bajo la fuente (Guatemala: Ministerio de Cultura y Deportes, 1987, 2ª edición, 1994); Se acabó el tiempo (Guatemala: Artemis Edinter, 1992); y Con cada gota de sangre de la herida (Panamá: Universidad Tecnológica). Esta entrevista se realizó en la Ciudad de Panamá en marzo de 1998 durante el VI Congreso Internacional de Literatura Centroamericana.

 
 

Con cada gota de sangre de la herida, de Manuel Corleto Edward Waters Hood: Manuel, ¿podrías hablar un poco de tu lugar de origen y las experiencias de tu juventud?

Manuel Corleto: Nací en la costa sur de Guatemala, en el departamento de Esquintla. Ese lugar está muy cerca del mar y es una región muy cálida. Nací en ese lugar porque mi padre trabajaba para una compañía que encontraba agua y abría pozos. Pasé los primeros siete años de mi vida en lugares completamente áridos y sin agua, porque el trabajo de él era precisamente encontrar el agua. Eso de alguna manera siempre ha marcado mi vida en el sentido de que la primera memoria que tengo es del mar, de la playa, del sol, del calor, del trópico, en fin. Y eso me ha hecho inclinarme hacia los países costeños, a los lugares que tienen playas. A propósito —adelantámonos un poco, pero viene al caso—, viví tres años en California a la orilla del mar, fue una suerte aunque el clima es diferente, pero ahí estaba el mar. Y ha sido algo recurrente en mi memoria, de alguna manera me ha marcado. A los siete años mi familia llegó finalmente a la ciudad (de Guatemala) y entonces desde ese tiempo yo he sido una persona citadina.

Estudié en un colegio que estaba en la vecindad de mi casa, un colegio de nombre suizo, con unos maestras muy estrictas, marciales ellas, que acostumbraban dar castigos muy severos, desde el tirón de orejas y de pelo al golpe con la regla; fue bastante difícil. Después, por razones económicas de mi familia, ya no pude estar en un colegio privado y pasé a establecimientos públicos. Pero en aquel tiempo todavía había cierto estándar, cierto nivel en la educación pública; era bastante buena. No había mucha proliferación de colegios tampoco; los colegios eran para la gente de un nivel económico elevado, no había el tipo de colegio para la gente de la clase media. Entonces, nosotros, la clase media, íbamos a las escuelas públicas y después al instituto.

Me incliné desde muy joven por las artes plásticas y por la literatura; son dos cosas que siempre estuve desarrollando. Cerré mi carrera en la Escuela de Artes Plásticas como pintor, donde recibí clases de escultura, de grabado, de cerámica, de cómo pintar un mural, etc. Estuve hasta los catorce años con la idea de que iba a ser un artista de la plástica. Cargaba yo mi bufanda, la pipa, la boina, y me sentía Gauguin o cualquiera de éstos. Esta fue una segunda etapa, digamos, porque primero la estudié en la Escuela Nacional de Artes Plásticas y entonces en una escuela que se llamaba Academia de Artes Plásticas de la Universidad Popular. En esa escuela, estábamos en el segundo y tercer nivel lo que eran artes plásticas y abajo, en el primer nivel, estaba el auditorio, el teatro. Y un día —yo tendría catorce años— escuché sonidos extraños allá abajo, bajé la escalera de caracol, llegué y abrí las cortinas y descubro que hay un teatro en ese lugar. Y yo tenía rato en ese lugar pero iba directamente a lo mío y no me entretenía. Y me quedé esa noche, recuerdo, clavado, trabado en las cortinas, viendo lo que estaban haciendo. Estaban haciendo la obra de un autor argentino; no puedo olvidarlo, estaban vestidos de gauchos, hablando con el acento argentino; era un drama muy bonito, alusivo a la madre, los dos hermanos, el hijo bastardo, etc., una obra de un corte muy naturalista.

Estaba yo tan entusiasmado. Por un lado dije: quiero saber qué es esto; por otro lado yo era total y absolutamente tímido, no sé si por haber vivido tanto tiempo en el interior, por haber estado tanto tiempo solo, el hecho de la soledad y la aridez en esos lugares. Pero le dije a un amigo que me fuera a inscribir a la Academia. Te cuento todo esto porque el momento que yo me inscribo en la Academia de Teatro se muere el hombre de las artes plásticas. Tiré la bufanda y la pipa a un lado, y me convertí en el estudiante de teatro. Durante todo el tiempo en el instituto yo participaba muy activamente en todo lo que se relacionaba con artes plásticas y particularmente en lo que se relacionaba con literatura.

Cuando a los siete años vengo a Guatemala con mi familia, mi madre, que se separó de mi padre en ese momento, y nosotros vamos a la casa de una tía abuela, una casa de dos patios, con una fuente en el primer patio, un pasillo para los caballos al segundo patio. En el segundo patio había una higuera, un árbol extrañísimo, no uno cualquiera tiene una higuera, y un altillo completamente destruido, lleno de palomas. Pero también había, particularmente, una biblioteca increíble. Mi abuela era lectora y mi familia había sido muy inclinada a la lectura. Y me topo yo, desde los siete años, con ese mundo maravilloso de los libros. Al mismo tiempo que aprendo a leer. En ese época uno aprendía a leer no antes de los siete años porque decían que ésa era la edad, y cualquier intento que uno hiciera antes por leer decían que no, que eso no le correspondía a uno, que era de siete años en adelante; lo tenían así marcado. Yo pasé esos años de mi formación adolescente metido en esa maravillosa biblioteca donde estaban los clásicos, enciclopedias, la Biblia ilustrada a mano —unas cosas maravillosas— y los escritores latinoamericanos más importantes del inicio de este siglo. Ahí tuve contacto con este tipo de literatura. Te cuento todo esto porque estaban por un lado las artes plásticas y por otro estaba la lectura y mi trabajo haciendo composiciones —lo normal es que se hace la primera novela que es una novela policíaca sobre un crimen X. Cuando estaba en el teatro, trabajaba como actor, hacía mis prácticas como director, pero ya empiezo a escribir formalmente drama entre los catorce y diecisiete años. No era una escuela formal de arte, pero había cursos, talleres y mucha actividad práctica. Uno llegaba y ya estaba trabajando en una obra, y estaba metido en lo que era un problema escenográfico. Y hacíamos frecuentemente giras en el interior de la república con obras de todo tipo. Así estoy yo hasta los dieciocho años, mientras tanto había abandonado los estudios formales y estaba dedicado totalmente al arte escénico.

Hay muchos novelistas centroamericanos que empiezan la carrera literaria escribiendo poesía.

Ese no fue mi caso. Escribí poesía a las enamoradas, poesías al amor. Creo que es un proceso normal darle a una muchacha un poema; eso es muy bonito, da mucho ambiente y muchos resultados. Como en El cartero, donde un hombre toma los poemas de Neruda y logra su conquista amorosa. Y cuando le cuestiona Neruda, él le dice que la poesía es para eso, que la necesita, que es suya porque es el vehículo para la conquista de la mujer. Pero no empecé a cultivar el género de la poesía sino que entré directamente al teatro. Y más extraño aun, después de veinte años de escribir el teatro exclusivamente, no pensaba en escribir más que teatro. Para mí era pecado mortal pensar en ser novelista. A mí me ocurre una cosa extraña, para mí la palabra escritor no me cautivaba. Yo era el dramaturgo, la palabra clave en ese momento era dramaturgo. Eso me daba lo que yo deseaba tener; y tal vez por eso —pienso ya en la distancia— tal vez por ese celo que tenía de no ser confundido con un escritor quería ser identificado totalmente con un hombre de teatro que escribe drama y hace drama.

En mi entrada al teatro todo era simultáneo. Creo que fue muy importante en mi formación como dramaturgo el hecho de conocer el teatro por dentro, de estar dentro del teatro, y también de haber tenido un aprendizaje en las artes plásticas; eso me permitió meterme en campos técnicos del teatro y de lo que diseño de escenografías, realización de escenografía, vestuario, de maquillaje. Hice todo al mismo tiempo, pero gradualmente, claro.

En Guatemala, ¿quiénes era tus amigos que escribían y hacían teatro?

Era una hermandad muy fuerte, y a mí me ocurrió algo particularmente extraño: yo estaba viendo que se hablaba de las generaciones tal, los grupos tal, y ocurrió que yo estaba solo por mi edad. Estaban los viejos que eran los maestros, los grandes, y venían atrás los jóvenes. Pero no tuve gente de mi generación, por decirlo de alguna manera, y eso me inclinó hacia los maestros los cuales se abrieron totalmente conmigo: Manuel José Arce, Hugo Carrillo, el hermano Raúl Carrillo que es un buen cuentista y novelista que había sido traducido al alemán en esa época.

Mi familia no estaba económicamente estable en ese momento. Había perdido algunas propiedades, producto de la guerra, y uno de mis tíos abuelos estaba metido en política, y metido en política en esa época significaba que estaba mal con el gobierno de turno, que era o Estrada Cabrera o Ubico, que significaba que le iba a ir mal porque iba a perder muchas cosas o ir a la cárcel o al exilio. Entonces mi familia vivía modestamente, pero recibía algunos beneficios de propiedades que tenía en Honduras y El Salvador. Mi familia básicamente se instaló en El Salvador y Honduras originalmente, y de ahí se movió una parte a Guatemala y otra parte permanece en El Salvador. Tengo la doble nacionalidad Honduras/Guatemala, porque mis dos padres son hondureños de nacimiento, de San Pedro Sula y Ocotopeque, un pueblo en la línea divisoria entre Honduras, El Salvador y Guatemala. Algo también que me marcó a mí fue el hecho que mi tía abuela —virgen y mártir— que en su historia personal tuvo un novio que amó mucho y que fue uno de los cadetes contra el atentado de Estrada Cabrera y fue uno de los cadetes fusilados. Y mi tía abuela conservaba la foto de su amado en su ropero y nunca se casó. Pero a esta casa, curiosamente, llegaban las personalidades de las letras de la época. Claro, antes de que yo naciera y cuando era pequeño, llegaban Miguel Ángel Asturias y Mario Monteforte Toledo, que estuvo enamorado de una tía mía y que lo recordamos después, ya platicando con Mario me dice que sí la conoció. Hablo con mi tía Julia después y le digo Mario Monteforte está de regreso, y se puso un poco nerviosa, y les concerté una cita para que se vieran después de esa cantidad de años que finalmente no pudo llevarse a cabo por varias razones. Pero te digo que a esa casa llegaba la gente a hacer la tertulia del café, a platicar, y mi tía abuela era muy conocida en ese círculo y ahí tuve contacto con varios escritores nacionales. A Mario Monteforte lo reencontré después de muchos años y logramos una buena amistad cuando él volvió en el ochenta y ocho, a través del teatro, primero, y después, en otras actividades literarias. Entonces tuve contacto con la gente grande del momento.

Así que, en el aspecto del teatro, de la dramaturgia, gané varios premios en los Juegos Florales; cada año ganaba algo y se convirtió en una tradición para mí participar y ganar en los Juegos Florales. Y ahí me topaba con los grandes como Roberto Sosa y Manlio Argueta, toda la gente conocida. En aquella época, estoy hablando finales de los sesentas, principio de los setentas, coincidimos mucho en Quetzaltenango muchas veces para las fiestas de septiembre que eran las premiaciones. Hicimos —a pesar de que todos ellos eran mayores que yo— una buena relación y eso fue para mí muy significativo.

Cuando yo publiqué mi primera novela, el prologuista, que fue Francisco Morales Santos, comentaba particularmente el hecho de que un dramaturgo estaba incursionando en la narrativa y agregaba, además, que con buen pie. Obviamente, ese entrenamiento que yo había tenido, ese acercamiento al teatro, le daba un sello característico a mi obra, particularmente en el manejo de los diálogos. Es el Waterloo de muchos, verdad, es el punto difícil de mucha gente que quiere escribir. No estoy hablando de los que escriben y que lo hacen con propiedad. Pero cuando uno empieza a escribir narrativa, dice: ¿cómo pongo a conversar a mis personajes de una forma creíble y natural? Eso es muy difícil, pero estoy seguro de que en mi caso fue significativo.

Tengo una vida en la literatura bastante larga —tengo cincuenta y cuatro años en este momento y empecé a escribir teatro en el setenta y tres— y yo me siento apenado, me siento incómodo. Conozco las causas, conozco que se forman las camarillas, las capillas de gente, pero van seis congresos de literatura (Congreso Internacional de Literatura Centroamericana), si no es por la feliz coincidencia del premio Rogelio Sinán, yo paso inadvertido en el sexto congreso. ¿Te das cuenta? Algunos, coincidentalmente y extra congreso, se dan cuenta de que soy un autor guatemalteco que ha hecho un trabajo serio, por decirlo de alguna manera, que ha hecho teatro e incursionado en la novela. Bueno. Esto a mí me abrió otra dimensión. La gente puso sus ojos en mí, bien o mal, ahí están mis hijos. Estoy totalmente consciente de que alguien se va a interesar en cualquier momento, va a querer referirse a mi obra anterior, ver qué pasa con el teatro, y eventualmente una traducción o quizás en el próximo congreso habrá una ponencia sobre mi obra. Viene a demostrar también la importancia de los congresos.

Curiosamente yo me gano el premio Rogelio Sinán, lo cual es interesante. Estoy muy contento porque son tres mujeres (Alina Camacho-Gingerich, Alondra Badano y Itzel Velásquez) las que han escogido este libro y son mujeres de calidad, super inteligentes, muy profesionales, sumamente preparadas y que cada una en su campo es incapaz de hacer concesiones. Eso a mí me llena de mucho orgullo y me alegra enormemente.

¿Puedes hablar de algunas de tus obras teatrales?

Sí, voy a empezar con El animal vertical. Es una obra que fue estrenada durante un festival de teatro guatemalteco y con la que gané el premio de la dirección, de montaje de la obra en el festival. Fue remontada, con muy poco éxito en 1996, en el teatro La Cúpola. Quizás es una obra que marca mi inicio formal dentro de la dramaturgia; eso fue en el setenta y tres que la estrené. En 1974 estrené otra obra en uno de los festivales de Antigua, Guatemala. Ahí estrené una obra que se llama Algo más de treinta años después. Con ella gané también un premio de montaje. Es teatro del absurdo básicamente, y mucho del absurdo hay en mi novelística. Si voy a mencionar otra, hay una pequeña pieza que dura siete minutos. Yo me hice una pregunta una vez. La gente quiere tener el equivalente de lo que paga. Si yo pago mi boleto, tengo dos horas de teatro. Y ese es mi derecho, y cuidado alguien toca ese derecho. Decidí hacer un experimento que no llevé finalmente a la práctica porque ningún teatro se animó. Tengo una obra de siete minutos que es una obra redonda, para mí es una pieza muy importante. Yo quise darle al público los siete minutos, para mí de buen drama, algo que tenía consistencia, y terminada la presentación los actores se van, se cambian, se van a sus casas y el público no sabe qué pasó y empieza a protestar y termina rompiendo el teatro. Pero bueno, esto para demostrar que no es el tamaño de lo que estamos hablando; el público no está pagando por dos horas, está pagando por ver una obra, y esa es una obra de teatro. La cual después se convirtió en una pieza mayor, ya con ciertas adiciones, y llegó a una pieza de duración normal que se llama Lluvia de vincapervincas. Tengo otra obra que se llama El día que a mí me maten. Esta es la letra de una corrida mexicana que dice: "El día que a mí me maten que sea de cinco balazos y estar cerquita de ti para morir en tus brazos". Y agrega que, afortunadamente, de los cinco balazos sólo uno era de muerte, por fortuna. Toda la temática es política social; es una crítica del sistema, fuerte crítica además, y lo desarrollé en los años de la peor represión. Lo que a mí me salvó —y no a algunos compañeros que murieron, que fueron desaparecidos como Otto René Castillo— es que yo jamás milité políticamente. Yo me cuidé en ese sentido. Viviendo en México, trabajando en México, entre el setenta y el setenta y tres, llegaron comisiones de la guerrilla a hablar conmigo —compañeros—, a pedirme que me incorporara al movimiento. Entre ellos, un querido amigo mío que había sido campeón de motocross, y me pusieron un día entre la espada y la pared. Me fueron a visitar en mi apartamento en México, y me cuestionan a mí el hecho que yo bla-bla-bla hablaba muy bonito y ¿qué?, ¿cuál era mi responsabilidad frente al movimiento, cuál es mi aporte a la lucha revolucionaria?, y yo que tenía una idea clara y que la sigo teniendo y una mente clara en relación a eso, les respondí que yo los admiraba, yo admiraba su decisión, su lucha, pero que era el derecho inalienable que ellos tenían de decidir qué hacer, y que mi decisión en ese momento era que yo debía, a través de mi dramaturgia, de mi trabajo, hacer un tipo de lucha también, un tipo de crítica que no iba a conducir, por supuesto, a mover las masas, porque no las vamos a mover en un teatro de trescientos espectadores con una temporada de treinta días y se acabó la obra. Pero creía firmemente que uno a cualquier nivel puede hacer una labor importante.

Y esa fue mi forma de zafarme del momento, aunque ellos estuvieron muy disgustados conmigo durante mucho tiempo. Me enteré tiempo después de que llegó un hombre negro de África, Ives Florima de nombre. Llegó a México, y Carlos Mencos, que era el director del teatro universitario, le dio posada en el teatro. Y yo veía a este hombre durmiendo literalmente en los telares del teatro, la parte superior del teatro, a quince metros de altura; el hombre estaba como abrazado a las vigas y ahí se dormía; y yo me decía que en cualquier momento este hombre se va a caer de ahí. Te cuento esto porque yo hice una buena amistad con este hombre, nos llevamos bien, era un hombre de teatro. Y de repente se desapareció, se fue a Guatemala. Me enteré de que un músico de la sinfónica, que era músico y militante, estaba preso. Otro músico lo fue a visitar y le dice el músico preso al otro que mi cabeza estaba ya con precio porque yo tenía algo que ver con la CIA. Aparentemente este hombre, Florima, era un agente de la CIA, y yo, coincidentalmente yo, por otras razones, me fui a vivir a México. Le afirmó este hombre que si yo no me hubiera ido a vivir a México, la guerrilla me ejecuta en ese momento. Es todo lo que sé, yo no profundicé más en el asunto, no sé de ese hombre más de lo que te cuento. Eso fue del lado de la guerrilla. Y del lado del ejército, un día uno de mis alumnos de kárate —yo había dado clases de kárate durante muchos años— se acerca y me cuenta para hacerme el favor que hay problemas conmigo en la comandancia del ejército, que mi expediente es muy grande, y que sólo están esperando encontrar algo por ahí que les confirme que yo tengo alguna relación directa con el movimiento para volarme la cabeza.

Manuel Corleto Tiempo después lo pude comprobar con la publicación de mi primera novela, Bajo la fuente; llega el gobierno de la Democracia Cristiana, bueno, como yo había sido Premio Froylán Turcios, se interesa Bellas Artes y dicen bueno queremos publicar el premio aquí. Y hacemos los arreglos y se edita el libro. Cuando el libro está editado, llega una orden del Estado Mayor Presidencial diciendo que ese libro no debe entregarse a ese autor. Preguntando las causas, dicen que es un libro obsceno, con muy malas palabras, four-letter words, y que cómo iba a publicar el estado una obra así. Ellos no mencionaron en ningún momento el asunto político, solamente el asunto inmoral. Mario Monteforte se entera y llega a la presidencia y dice: ustedes no entregan este libro y yo estoy en un avión y regreso a México al exilio, porque yo volví creyendo que aquí había una apertura, no voy a permitir ningún tipo de censura a la literatura, no más, dijo Mario Monteforte. Así que ese libro se entrega. El gobierno, que había tomado a Mario Monteforte como una bandera, le ofreció el Ministerio de Cultura, el Ministerio de Educación, y Mario les dice que no le interesa. Admirable. En otra ocasión le dieron patrocinio para montar una obra y devolvió el dinero que le sobró al Estado. ¿Quién hace eso? Mario Monteforte Toledo. Le dan cien mil quetzales, y devuelve veinte cinco que le sobraron porque no los gastó. ¿Quién hace eso? Nadie. Lo seducen, que le van a dar el Ministerio de Educación y Mario dice que no, yo no estoy de acuerdo con ustedes. ¿Quién hace eso? Esto te demuestra el valor que tiene este hombre ideológicamente, por decirlo de alguna manera, y que no hace concesiones. Cuando Mario les hace este ultimátum, el libro ya está impreso, hay una fecha para entregarlo, para presentarlo. Y se ven obligados a que el libro sea entregado; además, Mario dice que va a presentarlo. En el acto de entrega del libro, hay un funcionario medio del gobierno, nada más, ninguna reseña en los periódicos ni mención, y se lleva a cabo el acto de entrega con discursos de análisis de la obra. La edición fue de mil ejemplares y me dieron la mitad de la edición. Mis ejemplares caminaron, circularon; los del ministerio desaparecieron, no circularon. Ellos aceptaron finalmente lo que Mario les dijo, pero se vengaron de cierta manera. Es un tipo de negociación.

Yo sí he tenido problemas por la temática y fui uno de los pocos escritores que no salieron huyendo del país y que siguieron trabajando durante los años más álgidos de la represión sin hacer ningún tipo de concesión y sabiendo el riesgo. Pero como te repito, mi lógica yo la basé en el hecho de que yo no estoy militando, a mí no me pueden pisar la cola; yo soy un escritor, estoy trabajando, tengo mi ideología, estoy haciendo estoy, pero no me pueden acusar de subversivo.

Para ti, ¿existe una literatura no política, no social?

No hay líneas divisorias; todo se conecta. Pero como hablamos del tema del precio de la cabeza de uno en estos países y que fue muy evidente, los desaparecidos, y todavía sigue siendo, no creo que hay una división. La única división es la medida en que uno puede hacer concesiones, pienso yo. Para empezar, a mí alguien se me acercó y me dijo: ¿quieres seguir vivo en este país? Usa la autocensura, me dijo. Tu criterio para no tocar a esta gente y lo vas a pasar bien. Y a mí me pareció eso terrible en ese momento. Creo que no hay una línea, todo se conecta, y tiene que ser así también. La gente en el poder tiene terror a la palabra. Mario Monteforte dice de mí, por ejemplo, en un análisis que hizo de mi teatro y de mis primeras novelas, que en mí no había rabia, que lo que yo escribía era como puro, pero que en mí la palabra era más aguda y más destructora que una bala. Ahora, es cierto, el terror del sistema, de la gente en el poder, es precisamente eso: el miedo que tiene a la fuerza, al valor de la palabra que es más aguda muchas veces que una bala.

Si una persona adquiere conocimientos sobre ciertos temas, junto al conocimiento tiene la capacidad de cuestionar. Conociendo ya, por ejemplo, tus derechos y tus obligaciones, puedes hacer un esquema y cuestionar el sistema. De esa cuenta, las dictaduras tradicionalmente han tratado de mantener a la gente en un estado de ignorancia, porque de esa forma el control es mayor. ¿Y quién ha colaborado con eso fuertemente? La religión, la parte dogmática. Es pecado esto, no se hace lo otro, el poder de Dios, etcétera, que te ha llevado a decir amén y aceptarlo como algo que es y que no es cuestionable: es el dogma. La educación en nuestros países significa automáticamente la oposición. Si conozco la ley, si conozco mis derechos, yo puedo cuestionarte.

Las letras no se comen, ¿verdad?

Pero se toma la sopa de letras, sí se comen pero solamente en forma de sopa.

Para la gran mayoría de escritores, la literatura es un trabajo que se realiza en horas robadas. Si se pueden comer las letras, pocos pueden vivir de ellas.

Cuando yo me encontré en el teatro, o el teatro se encontró conmigo, y se dio este amor a primera vista, como te cuento, acabo de salir de la Escuela de Artes Plásticas. Y la única forma posible para mí de hacer una carrera, de ganar dinero, era en una agencia de publicidad. Entonces estudié sobre mercadeo, sobre promoción, sobre producción comercial. Y caí en el lugar donde tenía que caer que era el departamento de arte de una agencia de publicidad. Estuve trabajando muchos años en publicidad, escalando posiciones y jugando diferentes bases; entonces pasé a director artístico del departamento de arte y después a director creativo de la agencia de publicidad. Después un dueño de una agencia me dijo que yo podía ser un buen ejecutivo de cuenta y me dijo que fuera un ejecutivo de cuenta y fui ejecutivo de cuenta. Inmediatamente antes de irme a México, en los setenta, este hombre, dueño de la agencia de publicidad me hace la propuesta: "Estoy por comprar una agencia que quebró. Quiero que tú la manejes, y vamos como socios". Yo en ese momento era subgerente en la agencia de él. Entonces, en una mano tenía la seguridad, esa propuesta que era muy importante, en ese momento yo tenía veinte y pico de años. Y por el otro lado, tenía que irme a México a vivir, a experimentar el teatro y la televisión. Rechacé la oferta. Cuando regresé de México también trabajé un poquito en publicidad. Hasta que me hartaron los contenidos de la publicidad. Fue un choque fuerte: a mí me mandan a Costa Rica en esa época a que hagamos un estudio sobre wax, cera líquida, antideslizante. Nosotros vamos con una cabina con el vidrio que es espejo al otro lado, y podemos nosotros ver y no nos pueden ver, y se hace una evaluación; se pregunta a las amas de casa, gentes que han usado el producto y llegamos a la conclusión de que la cera no era antideslizante. Bajo ciertas condiciones sí, era menos deslizante que otras. Y vengo yo y les digo a los ejecutivos, esta cera no es antideslizante, y nosotros estamos basando nuestra campaña sobre el hecho de que nadie se va a quebrar el cuello o una pierna con esta cera. Me miran como un animal extraño, me ignoran totalmente y sacan la campaña. Y yo renuncio, no sólo de la agencia sino de la publicidad. Claro, eso fue como el vaso que se rebasó de agua. Ya había una serie de cosas, la apelación sexual, la connotación sexual en la publicidad. Toda esta serie de cosas me habían hartado de tal manera que yo me salgo de la publicidad. Entonces, en mi primera época sobreviví gracias a mi trabajo en el departamento de arte, como ejecutivo y luego como subgerente de una agencia. Y cuando vuelvo a Guatemala decido que no voy a trabajar más en publicidad y soy contratado por una editorial muy importante, pero editorial de material didáctico, de material escolar. Esta empresa hizo una fortuna millonaria con unas hojitas de un centavo, de mapas, del aparato digestivo, de los inventos más grandes de la humanidad, etcétera. Y los maestros pedían al niño que investigara sobre el aparato reproductor masculino, por ejemplo, y no había nada. Ahí estaba la hojita de un centavo. Y ellos crearon un imperio sobre la base de las hojitas de un centavo. Y fue la invención de este hombre. Cuando yo llegué a la editorial ya tenía más de veinte años de existencia y se había diversificado: había producción literaria, había producción editorial de libros que no eran didácticos. Llegué yo en un momento justo cuando la empresa estaba sufriendo una transformación, pasando de ser un pequeño negocio familiar muy próspero a competir en un mercado, porque había otras editoriales y empezaron a llegar materiales de Venezuela, de Costa Rica y de México. Entonces me tocó a mí organizar un departamento de producción editorial. En la parte gráfica en esa época, después ya me fui metiendo en la cuestión puramente editorial, después en la creación de proyectos editoriales y la implementación de ciertas cosas. Y eso es lo que a mí me ha permitido sobrevivir en mi país. No ha sido el teatro, no ha sido la literatura, por supuesto, sino que ha sido de la producción editorial.

Y por otro lado, el kárate fue introducido en Guatemala en 1952, por un hombre que había escuchado sobre jiu-jitsu después de la segunda guerra mundial. Se empezó a desvelar eso de las artes marciales, y yo pregunté qué es eso, hubo un interés, muchos maestros llegaron de Estados Unidos, otros de México. De pronto se encontró ese hombre con un libro y empezó a practicar por su cuenta. Abrió un pequeño gimnasio y de pronto pasó un japonés que era técnico, se vuelve amigo de él, lo conecta con México, con Estados Unidos, con Japón, y resulta ser el introductor del kárate. En el 67 empiezo a recibir clases. Andaba buscando un deporte de contacto. Primero el box, y mi nariz sangraba todo el tiempo; y dije no, mi nariz no es para el box. Después, la lucha; yo no tenía la consistencia física suficiente para la lucha: el peso, el cuerpo. El judo me pareció que era interesante, pero también era mucho contacto físico, mucha fuerza. Y me encuentro finalmente el kárate y eso me queda bien a mí: hay cierta distancia del oponente, etcétera. Y empiezo con él casi simultáneamente con el teatro. Y lo tomo en serio como una disciplina, como una filosofía, y lo he practicado casi toda la vida. No sé si eso me ha ayudado para la literatura o al revés, pero ha sido una experiencia muy valiosa para mí el arte marcial; y sí creo que de alguna manera sí ha influido. En los últimos diez años he sido instructor. Tenemos una licencia de la federación japonesa, tengo el grado de sen sei, que significa maestro, que uno tiene que alcanzar para dar clases. Lo he hecho, pero no lo he hecho como un negocio. Tengo una cosa muy modesta; trabajo con jóvenes, niños, a precios realmente supermódicos.

Cuando estaba en California, mi maestro en Santa Ana fue un japonés que se llama Fumio Demura, que ha sido el doble en Karate Kid, ya ha estado conectado con Hollywood. Ha hecho al mismo tiempo una carrera como doble en el cine y como maestro de kárate, pero no.

Viví una experiencia extraordinaria en Estados Unidos. Mucha gente va a trabajar allá en fábricas, en supermercados, a buscar cualquier cosa. Y obviamente yo fui a Estados Unidos con la idea de trabajar —ilegalmente, por supuesto— y tuve una gran fortuna de que nos contrataran para cuidar una casa en Palos Verdes, a la orilla del mar. Estaba Redondo Beach a un paso. Yo he vivido en Estados Unidos unos tres años inolvidades en el área de Orange County. Trabajé en material gráfico en un community college, hacía posters, y trabajando en material gráfico más que todo, hacía folletos, posters y demás, y escribiendo, allí tuve una gran producción en teatro. Escribí dos de mis mejores obras de teatro en Orange County, y con una de ellas gané el título de maestre de teatro en los Juegos Florales, que significa que uno ha ganado ya tres veces el primer lugar y ya no puede seguir concursando: una especie de consagración dentro del certamen. Estuve estudiando japonés en Hawthorne en esas escuelas nocturnas. Estudié dos años de japonés. La pasé muy bien. Para mí fue un sueño vivir en Estados Unidos: no me hice rico, no viví del welfare y nunca quise tener una green card falsa. Mi esposa del momento, por el contrario, tenía todo tipo de documentos habidos y por haber. Yo me puse un plazo, como antes lo había hecho en México; no sé, siempre me he puesto plazos en la vida. Y el plazo que me impuse en ambas ocasiones fueron tres años en México y tres años —ni un día ni una hora más— en Estados Unidos, y lo cumplí. Para mí fue una experiencia inolvidable. Tuve bastante contacto con la literatura de Estados Unidos. Y el tipo de trabajo que tenía —que era cuidar una residencia en Palos Verdes— me permitía ir todos los días a la playa Redondo Beach y escribir lo que yo quería. De pronto, tenía que cortar un poco los árboles, los arbustos y la grama, y limpiar los vidrios, pero no era un trabajo con horario que me obligara a desplazarme a ciertos lugares: fue casi una vacación lo que yo tuve en Estados Unidos. También trabajé con una compañía de sistemas de seguridad.

¿Te marcó esa experiencia?

Me marcó definitivamente. Me puso en contacto con una realidad que yo no conocía. Aunque yo había estado ocasionalmente en Estados Unidos nunca había vivido la realidad americana. Una cosa es lo que le cuentan a uno y otra es lo que uno ve. Comprendí mucho del pueblo americano, de que no tienen la menor culpa de las decisiones que se toman a nivel del Estado oficial. La gente, especialmente en California, me impresionó por su cortesía, cosa que queda en evidencia cuando uno va a cruzar la calle, los autos se detienen. En New York te tiran el carro encima. Para mí fue sumamente enriquecedora esa experiencia como escritor, a la medida de lo que yo esperaba. Amo el lugar, amo Estados Unidos. Ideológicamente podemos tener nuestras diferencias.

Me sorprendió mucho la cortesía de la gente, su sentido de humanidad dentro de una sociedad automatizada, prácticamente. El respeto a la persona, que es una cosa muy básica. Hay gente que lee mucho además. Me sorprendió que encuentran tiempo para leer. Cada vez que voy a Estados Unidos la paso muy bien con la realidad americana. Claro, hay de todo en todas partes y tenemos que aceptar lo bueno como lo malo.

Creo en el orden, en la honestidad, todos esos valores que he aprendido del kárate donde todo está conectado. Todo viene a conectarse dentro de un gran esquema, todo parte de un principio, de un principio natural de no agresión, de no interferencia, de respeto a la persona, a tu decisión como ser humano, a tus perfecciones como a tus imperfecciones. Eso es importante; yo lo aprendí en Estados Unidos más que en cualquier otra parte.

¿Puedes hablar un poco de tu novela premiada, Con cada gota de sangre de la herida?

Escribí una primera novela a principios de los ochenta. Una novela de unas trescientas páginas, y como había trabajado con editoriales la llevé hasta artes finales y montaje total para la edición. El libro estaba formateado, pero yo tenía mis dudas. En ese momento, con el libro terminado en las manos, decidí desecharlo. Jamás lo publiqué y jamás voy a publicarlo. Decisión que celebró mucho Mario Monteforte, diciendo que pocos escritores tienen el buen tino o la suerte de no publicar su primera novela, porque normalmente una primera novela está saturada de imperfecciones, es un experimento hasta cierto punto, es un terreno desconocido y obviamente el resultado final no es del todo halagüeño. Él celebró eso, y con él yo sigo celebrando el hecho de que no publiqué esa primera novela que era una especie de refrito de toda mi dramaturgia. Había tomado muchos elementos de ella y les di la forma de novela. Pero la dejé.

Entonces escribí Bajo la fuente, que considero mi primera novela. Ganó el premio Froylán Turcios en Honduras en el 85, y luego seguí trabajando el género de la novela. Gané dos veces consecutivas el premio guatemalteco de novela, con Se acabó el tiempo en 1991, y en 1992 con A fuerza de llorar tanto. En el ínterin, se acercó a mí una persona que quería que yo escribiera su historia. Esta persona resultó ser un drogadicto y delincuente muy famoso en Guatemala apodado Malasuerte, y me dijo "te doy cuatro mil quetzales si me escribes mi historia". Y no me lo dijo dos veces. Sin embargo —y lo digo en ese libro— yo tenía ciertas reservas porque había leído un artículo en esa época sobre los condenados a muerte que pasan a la notoriedad y la celebridad, cediendo sus derechos un instante antes de ser ejecutados y salen libros que han tenido un éxito tremendo. Yo me cuestioné eso, y llegué a la conclusión de que yo estaba siendo contratado para un trabajo, que debía tomarlo como tal. Si él quería que contara su historia, la iba a contar: la historia de un drogadicto, un maleante, que en algún momento cambia; y muere en la cárcel al crimen y renace como una persona nueva, funda un hogar para drogadictos, lo mantiene cierto tiempo, se vuelve orador, un pastor evangélico. Marc Zimmerman me critica esa novela; no le gustó. Yo tenía tres novelas premiadas más esta Malasuerte, que fue escrita por contrato.

Estaba en un momento en que quería hablar más sobre mi niñez, quería hablar sobre mi barrio y lo que yo había vivido en esa época de la adolescencia. Y aquí, en Con cada gota de sangre de la herida, me remití a un viejo trabajo que tenía un capítulo famoso sobre la casa de mi tía abuela. Entonces retomé esos elementos, reinventé la historia sobre el encuentro de dos amigos que han crecido juntos, que se separan a raíz de un evento terrible, un crimen que ocurre en ese barrio: un homosexual es asesinado y descuartizado, un reparador de muñecas, y de paraguas y sombrillas —un relojero de profesión, pero su afición es reconstruir estas muñecas. Y en su taller este hombre tiene colgadas las partes de las muñecas, las cabezas, los brazos, los torsos. Y es cierto, yo lo vi de niño: había en una esquina el taller de reparación de muñecas. Y eso es el disparador de la historia. Estos amigos se separan a raíz de un horrible crimen ocurrido con este hombre, el cual aparece junto con sus muñecas descuartizado. No se sabe qué pasó, se sugieren algunas posibilidades. Este había violado al hermano pequeño de uno de los protagonistas. Lo cierto es que los dos amigos se reúnen después de muchos años —veinte o treinta años más tarde— en un momento en que uno de ellos está dispuesto a morir porque ya no le interesa la vida, y hacen un pacto de sangre estos amigos. La historia termina con la muerte de uno de ellos —aparentemente ayudado por el otro— en un ritual parecido al hara kiri japonés.

La universidad tomó un texto de teatro mío llamado El tren. Los personajes son el hombre encargado de la estación, que tiene un hijo que se fue a la ciudad a trabajar y está metido en el movimiento revolucionario, y la maestra de la escuela que después de muchos años decide regresar a la capital. Entonces la acción se desarrolla en el contexto de ese momento en que la maestra y el muchacho van a regresar a la ciudad. Y viene en el tren un militar que viaja a dar sus respetos a su madre como todos los años. Te cuento esto porque cuando me invitaron a ver el montaje de mi obra, el director, que era gay, decidió que este personaje era gay. Y le dio una dimensión tan interesante a mi obra, algo que yo no había imaginado, y para mí fue un logro dentro del montaje.

Lo que me pasa con Con cada gota de sangre de la herida, en este momento, es que voy novela y media en adelante. Ya terminé otra novela y llevo la mitad de otra, en avance. Y volver sobre esto me es un tanto penoso y extraño, y estoy confundiendo inclusive los personajes; estoy metiendo algunas cosas de otra novela aquí aunque la leí hace poco. Me ocurre un distanciamiento grande con la obra. Parte de la obra que me parece interesante es cuando, en una escena que se desarrolla alrededor de un juego de ajedrez, se va conociendo algo sobre el crimen, lo que motivó el crimen. Esa parte me gusta mucho, el desarrollo a través de una brevísima partida de ajedrez, en media docena de jugadas hay un jaque mate, y está dicho todo. Podía estar inscrito dentro de la novela policíaca, pero no fue la intención. Hay un crimen, un problema existencial, lo que ocurrió en ese barrio, se conoce sobre la política del momento, sobre los hechos reales más importantes que le tocó vivir a esta gente y que de alguna manera marcaron su vida. Como te dije al principio, es muy autobiográfica, sobre mis experiencias personales.

¿Cómo ha sido recibida tu narrativa?

Hay dos cosas que me molestaban de mis críticos. El hecho de que ponían el dedo sobre mí por dos temas: primero, querían saber por qué estoy abusando de recursos teatrales e inclusive material teatral en mi narrativa; y segundo, por qué era tan biográfica. Otra cosa que han criticado de la novela es la completa licencia que tomo con el lenguaje, con la gramática. Creo que estos aspectos son los aciertos del trabajo, el asunto de estilo.


       

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