Concursos literarios
Eventos
Documentos recomendados
Cartelera
Foro de escritores
Ediciones anteriores
Firmas
Postales electrónicas
Cómo publicar en Letralia
Letralia por correo electrónico
Preguntas frecuentes
Cómo contactar con nosotros
Envíenos su opinión
Intercambio de banners


Página principal

Editorial
Más de la carrera de obstáculos. Letralia se encuentra con gripe, pero sigue viva.

Noticias
García Márquez por Banderas. Antonio Banderas, el otrora estrella favorita de Almodóvar, dirigirá una serie de 6 cuentos de García Márquez para HBO Olé.
Se ha ido Olga. La poeta argentina Olga Orozco murió a los 79 años, dejando un gran vacío en la literatura hispanoamericana.
Los premios de Oscar Marcano. El escritor venezolano ha estado recopilando premios.
Badosa lanza Inlibris. La editorial electrónica Badosa ha creado un buscador especializado sobre literatura.
Cruz-Diez apoyado por Unesco. La Ruta del Arte, el proyecto del artista venezolano Carlos Cruz-Diez, recibirá apoyo de Unesco.

Paso de río
Brevísimos y rápidos del río que atraviesa la Tierra de Letras.

Literatura en Internet
Diccionario de Escritores en México. Una obra referencial acerca de los nombres más descollantes, y los no tanto, de la literatura azteca.

Artículos y reportajes
Vida y teatro en Guatemala. El ensayista estadounidense Edward Waters Hood conversa con el dramaturgo guatemalteco sobre teatro, literatura y vida.
Festival de Cultura en Guatemala. La periodista guatemalteca Claudia Navas Dángel nos entrega una crónica sobre 15 días de fiesta cultural en su país.

Sala de ensayo
Variaciones nabokovianas El ensayista colombiano Jaime Lopera avanza a través de la vida y la obra del escritor ruso Vladimir Nabokov.

Letras de la
Tierra de Letras

Los placeres del viejo Wu
Fabián Piñeyro
Poemas
Jorge Gabriel Tula
Este rollo del lenguaje
Regina Swain
Siete poemas
Jorge Fernández Granados
Pesadilla en el hipotálamo
Julio César Londoño
Amor de viajero inmóvil
Nicasio Urbina
Juego de intenciones
Jorge Llópiz
Dos poemas
Juan Pomponio
Sensación de lejanía
Antonio López Reus
Poemas
Eduardo Fraigola
Escalones
Alberto Sánchez Danza

El buzón de la
Tierra de Letras

El regreso del caracol Libre... Mente, dirigida por Gusavo Wolansky
Postales con poemas de Héctor Rosales
In tempore belli, de Hilario Barrero


Una producción de JGJ Binaria
Cagua, estado Aragua, Venezuela
info@letralia.com
Resolución óptima: 800x600
Todos los derechos reservados. ®1996, 1999

Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 77
6 de septiembre
de 1999
Cagua, Venezuela

Editorial Letralia
Itinerario
Cómo se aprende a escribir
info@letralia.com
La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras de la Tierra de Letras

Comparte este contenido con tus amigos
Los placeres del viejo Wu

Fabián Piñeyro

La terraza del restaurante descansaba sobre unos cuantos pilotes de madera que se hundían en el río Negro. Durante quinientos años, el caminante, el arriero, luego el soldado, comieron allí el famoso pollo al aceite de avellano y áspides grilladas. El Fundador, antepasado de Cholo —que ahora nos atendía en silencio— había cocinado su vida entera para una llanura solitaria que superaba la vista en todos los sentidos.

Por aquellos años, el caminante casual o el infrecuente arriero aparecían como si el tiempo proyectara su sombra contra la quietud, contra la música grave de las profundidades del río Negro. Los antepasados de Cholo cocinaban pensando en la Gran Muralla. Era el único antídoto a tiro de su imaginación, la única forma de ponerle fin a tanta soledad horizontal.

Pero en la segunda mitad del siglo pasado, los bárbaros invadieron la región por el norte. El lugar se llenó de alaridos feroces y las tropas de Castigo de la Llanura llegaron para poner orden. Los cadáveres sembraron el río y las lluvias abundantes los arrastraron hacia el mar, donde el olvido los domesticó. Los bárbaros se cansaron de disparar y regresaron a su país. Los nativos, cansados de luchar, construyeron chozas de un ambiente y se echaron a vivir en el lugar con las mujeres que habían secuestrado por los caminos de la guerra.

Castigo de la Llanura se instaló en el restaurante de Cholo (tatarabuelo del Cholo que ahora nos atendía). De la relación entreverada que ambos establecieron con Luz Celeste nacieron dos familias: la del actual dueño del restaurante y la del actual Gobernador.

 
 

El viejo Wu no pertenecía a ninguna de las dos familias. El viejo Wu tenía la piel cobreada por el sol y los ojos escondidos entre arrugas gruesas como dedos.

Era de noche y el río corría bajo nuestros pies. Desde la terraza del restaurante veíamos los movimientos en el salón. Allí, dos mujeres jóvenes practicaban la danza del crepúsculo. Llevaban el cuerpo cubierto de plumas cuyos colores cubrían el espectro que va del amarillo al naranja furioso: "son los tonos por los que el sol pasa a lo largo de una jornada", explicó Lie. Sólo mostraban los pies, las manos y los ojos. Las manos, pequeñas, eran el rocío; los pies, la suavidad del viento; los ojos abiertos, el día...

—Dan ganas de arrancarles las plumas —dije—. Me casaría con una de esas nada más que para hacerla bailar todas las noches antes de llevarla a la cama.

El viejo Wu negó con la cabeza.

—No es así —dijo—. Yo estuve casado con una bailarina durante cinco primaveras. Conocía todas las danzas de la naturaleza. Un día dejé que se fuera con un payaso... Te cansas de verlas bailar. Casamiento es verlas cuando están tristes, cuando están quietas, cuando reclaman. Lo mejor que puedes hacer es revolcarte bien con una de ellas y luego dejarla partir. La mejor vida es la que está hecha de despedidas. Después de todo, vivir no es otra cosa que prepararse para una despedida.

La música que venía del salón se detuvo. Se escucharon pasos redoblados contra los tablones del restaurante. Era la guardia. Todos abandonaron sus lugares y se inclinaron hasta tocar el suelo con la frente. Hasta Cholo, dueño del restaurante y primo lejano del Gobernador. Wu, en cambio, permaneció en su silla. Entre un trago y otro de aguardiente me ordenó que hiciera lo que los demás.

El Gobernador atravesó el salón, se acercó a nuestra mesa, movió apenas la cabeza a modo de saludo. El viejo Wu alzó su copa. Después, alguien gritó una orden y todos volvieron a sus asientos. El Gobernador fue hasta su mesa, pidió una cabeza de mono. Las mujeres y los músicos retomaron la danza.

Afuera, la luna dibujaba una franja de plata sobre el río, había estrellas apoyadas sobre el horizonte, la noche y la llanura se mezclaban.

—Haz que tu enemigo crea que es tu maestro —dijo Wu haciendo una pausa para darse un trago—, lo dominarás mejor. Pero cuidado, si descubres que tu enemigo es un verdadero maestro, entonces hazlo tu amigo... Lo aprovecharás mejor.

La música se detuvo una vez más. Los guardianes alborotaron el lugar, los lugareños se inclinaron. El Gobernador vino hacia nosotros. Parecía ebrio. Traía una expresión tensa en el rostro y sus ojos eran bolas de ping-pong a punto de salir disparadas. El estupor nos hizo olvidar las reverencias. El Gobernador boqueaba como un pescado moribundo, como si hubiera desaparecido el aire a su alrededor. Su uniforme estaba empapado en sudor... Cayó redondo. Dio con la frente en el centro de nuestra mesa. Lo primero que hicimos fue asegurarnos de que no trajera un puñal clavado en la espalda. Luego lo dimos vuelta. Tenía una franja de color morado debajo de los ojos:

—Cholo, estás en problemas —dijo Wu.

En el río Negro vivía un pez que, según la leyenda, acompañaba a los muertos en su viaje hacia el mar del olvido. Su veneno mataba en pocos segundos y dejaba las ojeras de las víctimas del color de las moras...

Alguien había envenenado la cabeza de mono del Gobernador.

Wu ordenó el arresto de todos los presentes. Lie y yo, que habíamos pasado la noche escuchándolo, quedamos libres de toda sospecha. El viejo no podía caminar de la borrachera y tuvimos que cargarlo hasta el jeep. En la puerta habló con el Jefe de la guardia. Mandó que desnudaran el cadáver del Gobernador y lo arrojaran al río Negro.

 
 

El día que envenenaron al Gobernador, por la mañana, nos encontrábamos a doscientas millas del lugar, en una ciudad enloquecida por los gritos de los vendedores, por un entramado de bocinazos y bicicletas. Tomábamos café aguado mientras asistíamos a una carrera de ratas.

—¿Dónde pasaremos la noche hoy? —pregunté.

—Conozco un palacio muy cómodo. Está a unas cuantas millas de aquí —respondió Wu—. Hoy es sábado, día de buen descanso.

Viajamos durante varias horas en nuestro jeep, atravesamos ríos ilegibles y montañas. Como el viejo Wu tenía derecho a hospedarse en las mejores habitaciones de cada ciudad que visitábamos, nos acomodamos en el palacio del Gobernador del triste final.

Ahora, agotados por el viaje y por la trágica noche, nos disponíamos a descansar atendidos por dos docenas de sirvientas, en medio de una noche clara que dejaba llegar el murmullo del río Negro, atareado hoy, circunspecto, debido al ilustre pasajero que transportaba hacia el olvido.

"Indudablemente", pensé, "este es el lugar cómodo del que Wu habló esta mañana. Él pudo prever que el Gobernador lo invitaría a dormir en su palacio y que hasta ordenaría un par de sirvientas para que nos atendieran. Pudo prever esto y mucho más. Pudo prever, inclusive las condiciones del clima, que ahora alegra con su suave brisa los cortinados. Lo que resulta difícil de creer, es que supiera que iba a viajar durante medio día hasta una ciudad perdida en el mapa, para descansar en la cama más mullida de la comarca: en la cama donde, hasta ayer, había soñado el hombre más poderoso de la región".

Pero ahora dormía la mona con una sonrisa apoyada en los labios. De pronto, sin abrir los ojos, comenzó a murmurar en su lengua. Eran palabras dulces que yo no podía entender. La joven sirvienta, en cambio, dejó lo que estaba haciendo y corrió a acostarse a su lado. Wu, sin abrir los ojos, la apretó contra su cuerpo. Lie y yo salimos.

 
 

Luego de unas pocas horas de sueño, el viejo Wu reaparecía fresco como el alba.

—La mayor libertad a la que puede aspirar un hombre es la de elegir la hora a la que abandona su cama —decía.

—Ahora siéntate aquí y mira el río —me ordenó esa mañana.

Estábamos sobre una barranca. En tres saltos podíamos alcanzar la playa de piedras del río Negro. Abajo trabajaban las lavanderas del Gobernador. Me resultaba increíble, a esta altura del siglo de la luz eléctrica, ver cómo golpeaban las prendas contra la roca, los tobillos hundidos en el río aureolado de jabón. Vestían camisas de seda sin mangas, bermudas negras y unos sombreros de cono invertido que se mantenían milagrosamente sobre sus cabezas aun cuando estas mujeres se inclinaran hasta tocar el agua con sus narices. Cuchicheaban, miraban hacia donde estábamos nosotros, reían como tontas. Entre ellas estaba Su.

Las mujeres de esta región colocan ramitas de lavanda entre las ropas limpias. Al remontar la barranca con sus amplias palanganas al hombro, perfumaron el aire.

Su se separó del resto del grupo y vino hacia mí. Tenía la piel húmeda, brillaba a la luz del sol. Dijo algo que no entendí y volvió corriendo junto a sus compañeras. Entonces, todas retomaron su camino envueltas por el cotorreo y el aroma de la lavanda.

—Es un juego de prendas que practican las jóvenes —explicó Wu—. Ella vino a comunicarte que debes cumplir una prenda.

—¿Cómo una prenda? —pregunté.

—Una prenda, en el sentido que ustedes le dan a la palabra prenda —continuó Wu—. Es bueno que conozcas a las mujeres de este lugar. Ellas viven sometidas al poder del hombre... Tú sabes, cuanto más sometida está una mujer, más sutil se vuelve. Y no hay mayor placer para nosotros que sentir la dominación sutil de la mujer. Pero ahora tenemos mucho que hacer, deja la prenda para esta noche.

 
 

Manos de Paloma era una niña. Sus piernas colgaban rectas de la silla, su voz era aguda como un trino y su pelo, largo hasta la cintura, era azulado. Wu había tomado una de sus famosas manos de paloma para acariciarla y besar sus dedos con llamativo fervor. Hablaban en voz muy baja, reían como en un juego entre un abuelo y su nieta. A una orden del viejo Wu apareció un criado con una pesada balanza. A una mirada de Wu, la niña comenzó a quitarse la ropa. Luego la revisó cuidadosamente: en las encías, entre las piernas, detrás de las orejas...

Después fuimos al restaurante. Allí, el Viejo nos contó la historia:

—El Gobernador tenía veinte hijos pero no era casado. Ninguno de ellos puede heredarlo. Los Ancianos le dieron un año de plazo para que tuviera un hijo varón dentro de un matrimonio consagrado. Cualquiera sabe que desoír una orden del Consejo equivale a una muerte pronta y misteriosa. ¿Podemos pensar que los Ancianos mandaron matar al Gobernador por desobediencia? No, no podemos. Nadie puede sospechar del Consejo ni, mucho menos, juzgarlo. Sólo el Emperador puede hacerlo y eso hace mil años que no ocurre. Nosotros debemos investigar por otros caminos. Los Ancianos nos harán saber, en su momento, si llegaremos o no a las últimas consecuencias... Pero sigo: el Gobernador escogió por esposa a Manos de Paloma. Cualquiera sabe que una niña que no llega a pesar treinta kilos no puede tener un hijo en menos de un año. Entonces el Consejo se dividió. Un bando sostuvo que el Gobernador se estaba burlando de ellos; el otro encontró normal que el Gobernador estuviera realmente enamorado de la niña, dada la suavidad de sus manos —el viejo Wu cerró los ojos como si sólo quisiera escuchar el rumor que llegaba desde el río—. Yo mismo lo comprobé hoy cuando tuve sus pequeños dedos entre mis labios... Pero ya hemos trabajado demasiado. Vamos a llevarnos una botella hasta la orilla del río. Creo que lo tenemos merecido.

Wu le cantó al atardecer y a cada uno de los colores que brinda un atardecer. Después salió la luna y las piedras de la playa brillaron como sus canas y como su barba larga y plateada. Las arrugas del rostro parecieron pesarle, sus ojos se cerraron. Lie y yo tuvimos que subir la barranca con el viejo a cuestas y cargarlo luego hasta el Palacio. Cuando llegamos a la cama me tomó del brazo:

—Su —dijo sin abrir los ojos—. No te olvides de averiguar en qué consiste la prenda de Su.

 
 

La casa de las lavanderas estaba al otro lado del jardín. Atravesé el fuerte olor a hierbas de la noche. Golpeé la puerta. Las lavanderas se asomaron por las ventanas del piso alto de a una, de a dos, luego de a tres... Parecían pajaritos saltando de rama en rama, alborotaban el aire quieto con sus risas agudas, con sus camisones de raso. Al rato apareció Su, estaba vestida para que me la llevara. Traía una mochila de seda al hombro de la que, una vez en mi cuarto, extrajo lociones, aceites, sahumerios, y una cantidad de ingeniosos elementos que ayudaban a hacer el amor, pero cuyo funcionamiento uno no podía entender al principio, como no se puede entender para qué sirven las cosas que lleva un mago en su valija hasta que no lo vemos actuar...

Al día siguiente, una sirvienta entró al cuarto y abrió las cortinas. Su había partido.

—Las lavanderas pasan muchas horas por día con las aguas del río Negro hasta los tobillos —me explicó el viejo Wu apenas me vio esa mañana—, saben cómo destilar el veneno. Por eso te supliqué que no olvidaras la prenda de Su... Claro que también los cocineros y los pescadores saben cómo hacerlo. Pero cuando ayer te pedí que te sentaras en la barranca a mirar el río, fue porque sabía que si alguna lavandera había tenido que ver con el asesinato del Gobernador, acabaría acercándose a mí para intentar el soborno. Y nada mejor que elegirte a ti para hacerlo. Lie ya no se interesa por las prendas y a mí nadie puede desafiarme con prendas. Pero tú sabes, regalarle una noche de placer a un gran amigo mío, a alguien que yo quiero tanto como te quiero a ti, querido French, es la mayor tentación con la cual un ciudadano puede intentar corromperme.

Caminábamos por el jardín del Palacio, el rocío de la mañana hacía brillar las flores.

—Hay cosas que tú no puedes entender. Tú no conoces la historia... El Gobernador no dejó herederos y todos los abogados sostienen que el sucesor natural es Cholo, dueño del restaurante y primo lejano del Gobernador.

Llegamos hasta una puerta de hierro recostada sobre el pasto. Para abrirla fue necesaria la fuerza de cuatro sirvientas. La puerta daba a una escalera de cemento que llevaba a un sótano. Los escalones estaban resbalosos de verdín, gotas frías de transpiración bajaban por las paredes, el aire que se respiraba era helado. Cholo era uno más entre los muchos hombres que permanecían engrillados al muro.

El viejo Wu interrogó en el dialecto del lugar. Yo veía los gestos, el ímpetu de sus ademanes. Parecía haber perdido la calma. Cholo bajaba la cabeza y negaba en silencio. Wu pegó un grito y el eco rebotó en el encierro. Lie se adelantó, tomó a Cholo por los pelos y lo obligó a dar la cara. El Viejo se acercó y, agitando el índice frente a los ojos del acusado, echó otros tres alaridos selváticos y se puso a mirarlo como un águila con las alas desplegadas.

Cuando salimos, el aire parecía el bien más preciado de la Tierra.

—En estos casos tienes que gritar mucho —dijo Wu— pero tienes que pretender poco. Esa es la forma de llegar. Dando pequeños pasos. Ahora sabemos cuál era la mujer que los ancianos habían escogido y que el Gobernador había rechazado...

Era Su.

Caminamos hasta un banco a pocos metros de la puerta de la prisión. Necesitábamos descansar.

—Cholo tiene el apoyo de la mayoría de los Ancianos —contó el viejo—. Sabemos bien que Su y Cholo cometieron el magnicidio que nosotros ahora investigamos. Y que Cholo era el hombre que más posibilidades tenía de ostentar el uniforme de Gobernador siempre que el antiguo mandatario no tuviera hijos legítimos. Tenemos una mujer rechazada y un hombre a un paso de alcanzar el poder. Nosotros podemos probar todo esto con mucha facilidad y echar luego el peso de la ley sobre los dos culpables... Lo que no podemos hacer, mi querido amigo French, es oponernos al paso redoblado de la Historia que, en este caso, está escrita con la letra de aquellos ancianos que apoyan a Cholo. Porque, como tú debes de saberlo, si bien algunos Ancianos amaban al antiguo Gobernador, nunca un Consejo llegó a dividirse por causa de un simple mandatario. Y más de la mitad de los Ancianos asevera que el Gobernador eligió a Manos de Paloma como esposa para burlarse de ellos... Así que, no hay nada más que hacer, vamos a tomar un trago al restaurante.

El viejo Wu llamó a Lie:

—Libéralos a todos. Y dile a Cholo que el Palacio es suyo desde mañana.

Ese misma tarde, el Consejo nombró Gobernador a Cholo. Luego se celebró la boda. Lie se hizo cargo provisoriamente del restaurante. Wu se encerró con Manos de Paloma, quería besarle los dedos sin ser molestado. La fiesta avanzó sobre el anochecer. Su llevaba un traje de pétalos y el uniforme de Cholo aún guardaba un resto de los olores del Gobernador. Por la noche, en medio del bullicio y los petardos, que no respetaban siquiera el rumor de las aguas del río Negro, el Viejo tomó aguardiente como si fuera la última vez.

De pronto se escuchó el retumbar sobre los tablones de la terraza. Wu reía, echado hacia atrás, mostrando una fila de dientes amarillos como el azafrán. Los guardias avanzaron con violencia. Todos nos arrojamos al suelo para reverenciar al nuevo Gobernador. Wu permaneció sentado en su lugar. Luego alzó la copa repleta de aguardiente a modo de saludo y se puso a vaciarla. Cholo se acercó, la vista puesta a la altura de las estrellas que se apoyaban sobre el horizonte, por encima de la cabeza de Wu: era una mirada severa, estirada, resaltada por el delineador negro alrededor de sus ojos. Luego, de una bofetada, hizo volar la copa de los labios del viejo.

El nuevo Gobernador separó los pies y se cruzó de brazos. Miraba a Wu con los ojos cargados de rencor y altanería. Wu, entonces, se inclinó. La borrachera que llevaba lo traicionó y se lastimó la frente contra el suelo.

Sangraba.

Cuando el Gobernador se retiró, Lie y yo lo cargamos hasta la playa del río Negro. Sus ojos parecían ahora un par de huevos y despedían destellos de odio.

—Sabemos que Su destiló el veneno —iba diciendo como si le hablara a la noche—. Sabemos que Cholo preparó el plato. Y sabemos, también, que el crimen político, cuando exitoso, está más allá del Código.

Le quitamos los zapatos y le metimos los pies en el agua como a él le gustaba. Lie volvió al restaurante.

—Al Gobernador lo mataron Su y Cholo con la venia del Consejo de Ancianos —continuó, ante el murmullo del río—. Su era la prometida del Gobernador. Cuando el Gobernador la abandonó para ir tras las manos pequeñas de la Paloma, varios entendieron que había llegado la hora. Y entonces Cholo y Su fueron al Consejo y tuvieron la valentía de presentar su proyecto... Uno nunca sabe cómo puede actuar el Consejo, se necesita mucho valor para pararse frente a los Ancianos y exponer un plan para asesinar a un Gobernador... Pero ahora nosotros vamos a demostrar que fue un crimen de amor, porque el crimen de amor paga. Vamos a demostrar que Su y Cholo se aman profundamente y que para ellos, el Gobierno de la Comarca es menos importante que el amor. Es la única forma de castigar a Cholo.

Wu estaba más calmo, con los pies hundidos en el río.

—Te voy a confesar una cosa —dijo—. Yo soy uno de los que escriben la Historia. No sobre el papel, claro. Yo la escribo mientras corre la vida, la escribo día tras día... El antiguo Gobernador sí que sabía de mi importancia. Yo pasé noches enteras acostándome con la esposa del General Fábrica de Cadáveres, para evitar que este sanguinario guerrero diezmara la comarca y matara a mi amigo, el antiguo Gobernador. Conquisté a la mujer en una tarde de vendavales, mientras el General, a pocos kilómetros de allí, llenaba los ríos de cadáveres. Usé los consoladores y ungüentos que completan el acto sexual como un director de sinfonías en una noche inspirada. Conseguí que esa mujer usara luego las sutiles formas de dominación que sólo ellas conocen para convencer a esa encarnación del mismo demonio, que era Fábrica de Cadáveres, de que no atacara esta villa. ¿Te das tú cuenta de lo que somos capaces nosotros, los hacedores de la Historia? Fábrica de Cadáveres venía asolando los pueblos vecinos con arrasador éxito y, en forma inexplicable aún para los futuros investigadores, deja intacta, perdona esta indefensa plaza perdida en el mapa —el viejo Wu señaló la llanura diluida en la noche—. Algún otro escritor, quizá, y vaya Dios a saber por qué, metió en la cabeza de Su y de Cholo que debían envenenar al Gobernador y asumir el poder. Y nosotros sabemos bien que no los podemos condenar por esto. Porque si no deberíamos reescribir toda la Historia de los hombres. Pero yo, Wu Tan, hacedor oficial de eventos y acontecimientos, quiero ver humillado y condenado a Cholo, hombre ignorante e irrespetuoso.

El viejo se detuvo como si todo el tiempo a su alrededor se hubiera esfumado. Tenía el labio inferior colgando y la mirada perdida en las piedras blancas de la orilla del río Negro.

—Una hoja verde cae al río —musitó—, el río la arrastra y la pierde. ¿Cayó mecida por el viento? ¿El gusano royó su tallo? ¿Un niño sacudió el árbol y la hoja cayó? ¿Fue el ala de un mensajero del cielo al rozarla? La hoja, necesariamente, le muestra una cara al sol y la otra al río. ¿Le importa eso al Cosmos?... Tú que eres joven, ve a buscar otra botella al restaurante. Dile a Lie que es para mí.

 
 

—Las mujeres de aquí nunca rechazan a los hombres. Es una forma de restarle dimensión al dominio que el hombre ejerce toda vez que aparece con el miembro erecto —había dicho el viejo Wu—. "Si tú quieres poseerme, hazlo, no me interesa", te dicen ellas con una sola mirada de desprecio para tu cuerpo desnudo. Y la que menos rechaza a los hombres es, precisamente, la esposa de un flamante Gobernador. Porque al Gobernador le pertenecen todas las mujeres de la comarca. Entonces, hasta que se cansa de la novedad, pasa un largo tiempo sin regresar a su hogar. Hay gobernadores que demoraron años en volver y hay quienes olvidaron para siempre a sus legítimas esposas en palacios revestidos de oro. Por lo tanto cualquier noble, y yo lo soy, puede acercarse a Su. Ella debería aceptarme, aunque más no sea para inscribir una pequeña herida en la honra de su marido. Aunque más no sea para abrir una sangría en la maciza femineidad de su raza, por donde drenar los amargos humores del orgullo avasallado. Si no me acepta, y sospecho que no lo hará, tendremos la prueba fiel de que actúa de esa forma porque ama demasiado a su marido. Tendremos la certeza de que lo ama más que al mismo Poder... Y los Ancianos ya no podrán defenderla porque nos encontraremos ante un crimen por amor y, consecuentemente, derribaremos a Cholo.

El rumor de las aguas, el choque del vaso contra el pico de la botella, el canto perdido de un pájaro descolgado en las alturas, formaban un escenario para las palabras de Wu.

—Lo único que yo quiero es pasarla bien —dijo—. Me gusta hacer la Historia, me gusta el aguardiente, me gustan las pequeñas. Y nada impide que un día aparezca otro escritor a meter en la cabeza de Cholo la idea de que, tarde o temprano, yo acabaré difamándolo o, lo que es lo mismo, borrándolo del Libro de los Héroes. Y, en este caso, nada impedirá que Cholo arme un poderoso ejército y me haga matar. El poderoso ejército no para matarme a mí, un pobre viejo, sino para enfrentar las represalias del Emperador... Tenemos que eliminar a Cholo. Quiero vivir en paz. Ya tengo más de cien años...

 
 

Los actos de Wu estaban alimentados por una arteria que los comunicaba directamente con el Emperador. Su autoridad, a la hora de escribir, sólo encontraba límites en Esa figura divina. El centenario escritor, entonces, se presentó en el cuarto de Su, acompañado por aquellos ancianos que amaban sin condiciones al antiguo Gobernador, y mandó que la encadenaran a su cama con los brazos y las piernas bien abiertas. Con presteza de viejo cirujano, Wu Tan deslizó por las zonas de placer de la primera dama, la magia de los elementos que ayudaban a hacer el amor. Pero Su mantuvo los ojos cerrados durante todo ese tiempo, la boca inmóvil, era como si hubiera levantado una poderosa muralla entre sus sensaciones genitales y el resto de su humanidad.

—Las razones por las cuales Su despreció mis servicios sexuales son infinitas —informó Wu más tarde frente al Consejo—. Quizá lo hizo como una forma sutil de minar mi orgullo. El orgullo del hombre que, ya Gobernadora, la somete ante ustedes a prueba tan humillante. Esto suele ocurrir, hay mucha gente que subordina la vida entera al pobre y efímero apetito de un instante... Desde este punto de vista, Su es una mujer magnífica. Ella pudo haber gozado con mis instrumentos, pudo haber certificado, así, que su amor por Cholo no era superior a su sed de Poder y se acababa el asunto. Esto le hubiera permitido morir vieja y rodeada de lujo. Nunca nadie la condenaría por ambiciosa, la historia premia a los ambiciosos. Pero resistió mis técnicas y prefirió mostrarnos que era mujer de un solo hombre. Para colmo, ese hombre es un Gobernador recién asumido... Por eso, señores ancianos, he decidido que pasará a la inmortalidad como la mujer que amó hasta preferir la muerte, dejando en este valle de sombras una espléndida vida de reina.

Luego fuimos a la playa.

—Quiero que lo entiendas bien —dijo el viejo Wu—. A nosotros nos conviene que las cosas terminen de esta manera: Su y Cholo mataron al Gobernador porque el Gobernador despreció a Su, porque el Consejo iba a obligar al Gobernador a casarse con Su tarde o temprano y, por sobre todas las cosas porque ellos, Su y Cholo, se amaban y no podían vivir el uno sin la otra. Y el crimen de amor sí se castiga con el Código...

Un coro de voces ilegibles fue creciendo barranca abajo. Los guardianes traían a Cholo, el efímero Gobernador, y a su esposa Su. Una multitud los seguía. Ambos llevaban los brazos amarrados a la espalda. Ya en la playa, los guardias soltaron sus manos y, con la misma cuerda, amarraron sus tobillos. Un miembro del Consejo de Ancianos trajo dos espadas legendarias. Su y Cholo, valientemente, se abrieron una boca roja en el vientre. La sangre oscureció las piedras. Los cadáveres fueron a parar al río. Pasaron flotando delante de nosotros que, tras habernos quitado los zapatos, teníamos los pies hundidos en el agua.

—Cholo no hubiera hecho nada bueno por el pueblo. Era demasiado ambicioso —Wu tenía los ojos rojos de tanto beber.

—Yo todavía no alcanzo a entender —dije.

—No hay nada que entender, mi querido French. Es sólo que ahora todos los Ancianos apoyan mi veredicto y esto los hace sentir cómodos. Porque Su y Cholo están despachados en el río y la historia toma una vez más el rumbo que más nos conviene y ahora todos, los Ancianos, Lie, tú y yo, podremos tomarnos vacaciones, ya que no hay conflictos en el horizonte.

—Pero no hubo pruebas contundentes.

—¡Gracias al cielo! Fue una suerte que los Ancianos estuvieran olvidados en materia de artes sexuales. Imagino los esfuerzos que debe haber hecho Su por gozar cuando mis dedos, las plumas y las cremas que usé no hacían otra cosa que incomodarla. Ja, ja, ja, ja, ja, ja, já... Fue la mentira más divertida que escribí en mi vida.

—¿Y la verdad? ¿Cuando vamos a alcanzar una verdad?

—Oh, la verdad —rió el viejo Wu—. La verdad es que tengo mucho sueño y necesito que me lleves a la cama con Manos de Paloma... No olvides que soy un pobre viejo. Y que me paso la mayor parte del tiempo borracho.


       

Indice de esta edición

Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria.
Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
Página anterior Próxima página Página principal de Letralia Nuestra dirección de correo electrónico Portada de esta edición Editorial Noticias culturales del ámbito hispanoamericano Literatura en Internet Artículos y reportajes Letras de la Tierra de Letras, nuestra sección de creación El buzón de la Tierra de Letras