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Este rollo del lenguaje

Regina Swain

La bronca conmigo es que no soy moderada. Nunca he podido serlo. Mis amigos dicen que me clavo mucho. Es cierto.

Cuando llegué a Tijuana, en 1988, la cultura estaba de moda. Todo el mundo quería ser intelectual, o cuando menos vestirse como ellos. La vida nocturna era el paraíso de cualquier aventurero; los bares y los cafés cantantes se reproducían por generación espontánea y sus dueños aún podían vivir del patronazgo cultural.

La ciudad fue todo un descubrimiento. Me lancé a recorrerla con la pasión de quien recorre por primera vez el cuerpo de un amante y me encontré con un movimiento cultural efervescente y sólido. Un movimiento fuerte y voraz que crecía al ritmo de la guitarra del Gume y parecía no querer detenerse ante nada. La Plaza Fiesta era el lugar de reunión de cientos de personajes extraños y artistas trasnochados.

Poco a poco fui conociendo a una larga lista de pintores, escritores, fotógrafos y otros seres indefinidos que conformaban un todo ecléctico, una especie de blob intelectual a la que me sumé de inmediato. Tijuana estaba de moda y los grandes nos visitaban. En Tijuana descubrí las manos de Felipe Ehremberg y los enormes ojos de plato del gigante José Vicente Anaya. En Tijuana conocí a Federico Campbell, tomé un taller con Daniel Sada y escuché la música poética de Efraín Bartolomé. A Tijuana llegó Edmundo Valadés y dedicó para mí un primer ejemplar de la revista El Cuento.

Entonces en mi vida aún no existía un plan de desarrollo urbano.

En Tijuana lo tracé y en Tijuana conocí a mis grandes amores; entre ellos la literatura. Fue precisamente en Plaza Fiesta, una tarde de verano, donde Francisco Morales, el poeta, me reveló un secreto: "¿Ves ese farol, esa silla?, ¿ves aquél perro que va ahí? Esa es la literatura". Desde entonces he intentado entender la naturaleza de esta esclavitud voluntaria que consume a ensayistas, narradores y poetas.

A falta de conocimiento académico, me he formado un concepto bastante absurdo, empírico y lunático de la literatura. Un concepto que tiene que ver con cuentos de hadas, rondas infantiles y mitología fantástica. No tengo los elementos para emitir una opinión válida acerca de lo que hace que todo escritor escriba, pero sí puedo afirmar que yo lo hago para explicarme la realidad y traducir cada una de mis experiencias a un lenguaje que mi corazón pueda entender. En mi caso, cada texto intenta establecer un vínculo entre la realidad y mi mundo interior; un canal de comunicación que mediante metáforas, alegorías y otros trucos literarios me revele la naturaleza de Los Otros y revele a Los Otros mi naturaleza.

Cuando escribo lo hago por amor, por angustia o por tristeza; o porque no hay nada más que hacer. Escribo porque no puedo llorar, o porque también escribir es una forma de llorar; escribo por rabia o por felicidad. Escribo por falta de un hombre en mi cama o porque hay un hombre en mi cama. Escribo porque se me da la gana y creo que mi corazón es el mejor taller literario. Pero sólo escribo de lo que conozco, de lo que me toca y me conforma; de aquello que me rodea, limita y demarca. Escribo de lo que alcanzo a percibir del Cosmos desde mi lugar en el mundo.

Intento interpretar la realidad desde mi propia perspectiva, porque no puedo hacerlo de otra manera: aunque al escribir finja ser un gato, un marciano o un caballo, únicamente puedo basarme en mi concepción de lo que es un gato, un marciano o un caballo.

Soy una morra fronteriza. Una joven adulto que pertenece a la generación de los twentysomething. Un ente urbano que creció con la Isla de Gilligan, el Brady Bunch y las caricaturas de Los Cuatro Fantásticos. Una adolescente que pasó la década de los setenta escuchando a los Bee Gees en cartuchos de ocho canales y se hizo mujer repitiendo I will survive con Gloria Gaynor.

Mis referentes literarios son tan variados como arbitrarios. Desde Louisa May Alcott hasta Xaviera Hollander, pasando por Huidobro, Carreto y Pessoa. Desde Dashiell Hammett hasta Margaret Mitchell. Cada uno de sus libros han definido mi estilo narrativo. Como Gravitania, soy cósmica e intergaláctica, heroína de novelitas rosas y mujer experimentada. Juego a las palabras como antes jugué con mis muñecas. Construyo historias, me cuento cuentos para quedarme dormida y me niego a renunciar a los príncipes azules. Estas son mis herramientas para escribir.

El rollo del lenguaje escrito es algo muy complicado. He conocido personas que lo desprecian o le temen, por considerar que contiene un alto grado de racionalidad, pero yo pienso que, como cualquier otra relación amorosa, la literatura tiene mucho más que ver con los sentidos. Para que un texto funcione se necesita algo más que una idea brillante y una forma virtuosa de exponerlo. No basta con que su sintaxis sea perfecta y su gramática impecable.

Para que el texto cumpla su destino, es necesario que mueva a quien lo lee. Tan importante es lo que se dice como la manera de decirlo. Cada palabra es una nota musical, cada hoja un pentagrama, cada ritmo se conecta a una emoción específica. Con sus frases el autor va construyendo mundos y armando escenarios, dando vida a sus personajes y otorgándoles matices emocionales que el lector debe ir descubriendo a través de la puntuación: las frustraciones, los amores y los odios se definen con puntos, comas y cursivas.

El lenguaje es como todo material moldeable. Quien trabaja con él va adquiriendo destreza a medida que lo manipula y se llena las manos y la mente de palabras. Durante el transcurso de su vida literaria, cada escritor incorpora ingredientes personales a su forma de hacer literatura: le pinta el cabello de su color favorito, le tatúa los tobillos y le perfora la nariz o las orejas con un aparato que se asemeja bastante a una engrapadora. Esto brinda un carácter particular a la forma de cada proyecto literario, pero no modifica su naturaleza: la literatura, como Dios, es una, sola e indivisible. Un cuento sigue siendo un cuento no importa dónde se escriba. Este intento de ensayo no es literatura de dormitorio por haberlo escrito mientras devoraba un paquete de canelitas Gamesa sobre mi cama.

Cada escritor particulariza su manera de escribir agregándole aquellos elementos que ha abstraído de su entorno y que conforman su identidad cultural.

Entonces, ¿existe una literatura fronteriza?

Desde que llegué a Tijuana y conocí a la raza del Doc López Hidalgo este tema se cuela entre las rendijas de la mayor parte de las conversaciones siempre que más de dos partidarios del lenguaje se reúnen. Idénticas interrogantes e idénticas respuestas han llegado hasta mis oídos a través de decenas de gargantas distintas.

He escuchado hablar de ello en el mercado, lo he discutido fumando un cigarro en mi recámara a las tres de la mañana y lo he murmurado en secreto más de una vez a oídos de mis amantes.

Mi opinión al respecto ha cambiado casi tantas veces como mi aspecto físico. Antes pensaba que, efectivamente, la literatura escrita en la frontera norte por escritores locales era distinta y podía separarse del resto de la literatura latinoamericana. Lo visualizaba como un ring de boxeo: en esta esquina, la literatura fronteriza; en esta otra: el resto de la literatura.

Era un poco iluso de mi parte. Un tanto tijuanocéntrico. Un pequeño side effect de ser norteña, obsesiva y no hacer ejercicio.

Ahora no sé qué creer.

Tengo muchas preguntas y encuentro muy pocas respuestas. Temo que he vivido engañada: los amores perfectos, los remedios contra la nostalgia y la solución a este enigma no existen; sin embargo, los seguiré buscando hasta que triunfe o muera en el intento.

Mis amigos tienen razón. Me clavo mucho.


       

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