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Escalones

Alberto Sánchez Danza

Allí estaba cómoda, sola en la penumbra tenía algo de la paz que hacía tanto tiempo extrañaba. Como ejercicio mental, tratando de pasar el momento decidió desandar su vida, como si pudiera descender hacia atrás los quince escalones de esa escalera que la condujeron durante tanto tiempo al calvario.

Quince. Ya estaba adentro, ella sabía que era el final.

Mareada, apenas llegó al sofá. En los dos últimos días sólo había comido una docena de churros, que compró en el kiosco por un peso, las porciones de torta que le invitaban sus compañeras, y las sobras de cerveza de las botellas que dejaban los clientes. Dormía en la covacha de un ciruja debajo de la autopista, la habían echado de la pensión. Buscó la aguja de tejer en el bolso y se dispuso a esperar que llegara Héctor.

Quizás llegado el momento no hubiera tenido el valor necesario, pero la frase de él al verla la decidió:

—Qué hacés bagayo, esperaba no verte más...

 
 

Catorce. Era el anteúltimo, ya levantaba la mano hacia el portero eléctrico que habían colocado sobre la puerta de vidrio. Sonrió por enésima vez ante el raído cartelito: "Anúnciese, es por su seguridad".

 
 

—¡Carla, Vanina, Yoli y Cris... vamos!

—Me dejó afuera otra vez el hijo de puta —pensó enervada revolviéndose de ira sobre el mustio diván. Estiró la mano hasta su bolso, extrajo el muñequito—. ¡Te juro que es la última vez! —buscó la aguja y se la hincó con placer—. Sufrí vos también...

Le había dibujado bigotes y anteojos, además le agregó relleno en el abdomen. A sus ojos era igual a Héctor, lo odiaba con la misma intensidad.

 
 

Once. Llegaba, ya era tarde para darse vuelta y huir, necesitaba desesperadamente el dinero.

—Hay uno... —le dijo Héctor con distante autoridad. Ella se levantó asombrada—. Tiene veinte mangos nada más...

—Pero si me sacás lo de la casa me quedan ocho pesos nada más... —contestó ella furiosa.

—Sabés que eso es intocable...

—Pero escucháme, necesito...

—Te dije que adelgazaras. Miráte, estas hecha una chancha ¿qué querés..? Después de lo del otro día. Bueno, ¿vas o no?

Mascullando bronca se dirigió a la cabina, entró y vio al morocho sucio y desesperado. Los zapatos llenos de cemento de albañil, el pelo pajoso de la cal.

—Ahí afuera está el baño, laváte un poco, por favor...

 
 

Sentada en la cama miró salir al individuo. Se mordió los labios y susurró:

—Ocho pesos...

 
 

Ocho. Allí la alfombra roja estaba descosida y ajada, seguramente era donde los clientes se terminaban de decidir.

—Tomá —dijo el individuo extendiéndole el billete de dos pesos.

—¡Pero, me prometiste diez..! —replicó ella, mientras se ponía la camisola roja. Necesitaba cubrir su desnudez, quizás inconscientemente lo hizo para que su reclamo se viera más... más digno.

—Sí, pero nada que ver...

—¡Cómo nada que ver! Me hiciste todo lo que quisiste.

—Sí, pero vos no pusiste ganas —adujo el individuo.

—¡Ma qué ganas ni ganas..! ¡Sos un turro! —exclamó exaltada, levantando la voz.

El hombre salió al pasillo, ya venía Héctor al escuchar los gritos:

—¿Qué pasa?

—La señorita esta desconforme con la propina —explicó el hombre con sorna.

—Este turro me prometió diez pesos, y ahora después que me hizo todo lo que se le cantaron las bolas no me los quiere dar —aclaró ella tratando de controlarse, sabía que levantar la voz no le convenía.

—Usted me conoce, soy cliente, vengo siempre...

 
 

—Está bien, está bien, acompáñeme —dijo Héctor llevando al hombre, entre disculpas, hacia la salida.

Se quedó allí, en la puerta del pequeño cuartito, mirando con ira el billete de dos pesos que tenía en la mano. Vio caminar al obeso hacia ella. El muñequito tenía que salirle lo más parecido posible. Le producía risa verlo caminar por el angosto pasillo, balanceando la imaginada "mierda chirla" que llenaba su gran abdomen, hasta escuchaba nítidamente el ruido del líquido al desplazarse de un costado hacia otro.

—Vos estás loca, nena... No sabés que acá no se puede hacer quilombo.

—Es que siempre me cagan a mí...

 
 

Seis. Era el escalón en que algunas veces, pocas, había cambiado de idea, había vuelto a la calle para pasar una tarde de libertad, aunque después tuviera que pedir disculpas.

"Eran cuatro tipos, después de pasar dos veces ante ellos, exhibiéndonos como caballos de calesita, volví a quedar afuera —pensó—. La culpa la tiene el hijo de puta de Héctor, siempre me manda primera, los tipos están medio en pedo y no retienen los nombres".

Ansiosa volvió a la sala de ellas, quería terminar el artículo sobre vudú que había leído en una de las revistas viejas, esas que tenían para hojear en las largas esperas. De alguna manera quería vengarse.

 
 

Tres. Acostumbrando, sí, lamentablemente se estaba acostumbrando. Ella no quería eso, quería seguir soñando que quizás algún día podría salir de allí, quería seguir soñando con otro futuro.

 
 

No bien lo vio recordó a Mauricio, eran tres, ella le dedicó su más tierna mirada y le susurró al oído:

—Va a ser la mejor noche de tu vida...

Él sonrió y pronunció su nombre.

Gozó, como lo había hecho con su primer noviecito, jadeó sobre él, lo acarició; llegaba al orgasmo cuando quiso atrapar su boca. Él, echándose violentamente hacia atrás, le espetó:

—¿Adónde vas, loca..?

 
 

Uno. Cómo le costó poner su píe en ese escalón la primera vez. Ya había trabajado ocasionalmente en la calle, pero esto era aceptar ser una puta.

—Dale, vení que te presento al encargado —comentó Yoli, su compañera de pensión—. Se llama Héctor, no es ningún santo, pero...

—No sé...

—¿No necesitás la guita? Te aseguro que una noche buena hacés cuarenta o cincuenta pesitos. Mucho no es, pero no chupas frío, estás segura, además siempre con gomita... ¡Es norma de la casa! —concluyó sonriendo y levantando el dedo índice.

Al pasar ese escalón sintió una extraña y premonitoria sensación, miró las paredes que la acorralaban, los escalones frente a ella, ansiosos de devorarla...


       

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