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Sensación de lejanía A veces, Jesús se imaginaba cómo sería su encuentro con Marina. Pensaba una habitación, una cama con sábanas crema y una lámpara que irradiaba un calor ocre. Imaginaba a Marina, callada, diciendo tantas cosas. Se veia hablando interminablemente con ella, contándole todo lo que sentía cada momento que la creía cerca suyo. Unas veces pasearían juntos por un parque nublado, otras veces tomarían unas copas y se reirían estando un poco ebrios. Todos los días de aquel mes, Jesús revisaba su correspondencia esperando encontrar la carta. La carta donde Marina explicaba dónde se verían, cuándo, por cuánto tiempo. La carta decisiva tendría que llegar cualquier día; entonces, pensaba Jesús, podría hacer su sueño realidad. Volvería a tocarla, ella volvería a escuchar, fascinada, su voz ronca. Porque él necesitaba ver a Marina una vez más, sólo verla le bastaba. Nada más el hilo que sostendría sus miradas era capaz de volver a hacerlos singulares. Algunas veces Jesús se llenaba de tristeza. ¿Qué harían después de verse de nuevo por primera vez? ¿Podrían seguir como si aquellos seis años no hubieran pasado? Esto inquietaba a Jesús, porque, ciertamente, para él ese tiempo no había transcurrido. ¿Sentiría ella lo mismo? ¿También habría ella vivido como en un mal sueño aquellos seis años? ¿Cómo respondería ella a todas las preguntas que no se pudieron formular en las cartas? Sin aquella carta, tan esperada, los días eran perdidos. Es cierto, Jesús se ocupaba eficazmente de su trabajo, o perdía unos minutos descifrando los símbolos de alguna obra, pero los días eran, indudablemente, muy largos. La necesidad de lograr una frase o de describir alegóricamente aquella otra realidad, era lo que mantenía su vida con un propósito y, a la vez, el propósito que su vida le exigía era ese mismo. En aquellos tiempos, pensar en Marina le ayudaba a escribir; era un poco raro, porque siempre la tuvo que apartar de su mente si quería que las palabras fluyeran fácilmente en la pantalla del computador. Esto podría significar dos cosas, uno, Marina no era parte de su presente ni de su futuro, sino de su pasado; dos, Marina ya no era sino un espejismo, un oasis de agua transparente en el desierto, desvaneciéndose. Una noche soñó con ella. Estaba sentada en una silla barata, llevaba un vestido rojo y se veía muy atractiva fumando un cigarrillo. Cuando Jesús se acercó, Marina comenzó a reirse de él. El significado de esto era desconocido para Jesús, pero le preocupaba que su único sueño con ella fuese de esa forma: tan simple y directo. En una carta Marina le contó un sueño falso. Ella caminaba por un bosque; luego, en un claro, encontró a Jesús, juntos caminaron y encontraron un viejo monasterio, las puertas no abrían; se recostaron a ver las estrellas por un rato, cuando se levantaron, él pudo abrir una puerta y lograron entrar juntos al templo. El simbolismo era muy fuerte, pero el sueño parecía imaginado por la mente consciente de ella, lo que le quitaba todo su valor. Él no hacía sino escribir frenéticamente. Estaba terminando una novela, cerrando los nudos del relato. A veces se preguntaba por el valor de su trabajo, sentía impotencia ante las fabulosas ideas que se gestaban en su mente y que nunca podrían estar en un papel de la manera adecuada. Faltando poco para acabar su novela escribió una carta para Marina, en ella se vertía toda su furia narrativa. Once hojas donde contaba la forma de su mundo interior y donde exigía una respuesta precisa a su larga espera. La frase más definitiva de la carta decía:
Apenas introdujo la carta en el buzón se arrepintió de haberla escrito. Dos semanas después, cuando regresaba a su casa, luego de entregar la novela a un amigo, para que la leyera, una carta de Marina descansaba en el buzón.
Las cosas siempre fueron más faciles para Marina, lo presiento. Ella sabía vivir sin preocupaciones, en el presente; en cambio, Jesús pensaba siempre en el futuro. Cuando hablé con Marina, aquella tarde, en un pub a las orillas del Támesis, en Richmond, pude comprender por qué Jesús la necesitaba tanto. Recibió de mi parte un regalo enviado por él, le quitó el papel lentamente y lo puso en medio de la mesa. Era una pequeña escultura de madera, hecha por un artista ecuatoriano. Luego escuchó mi conversación y no dijo otra palabra sino al despedirse. A pesar del silencio de ella, no me hubiera molestado hablarle durante dos días seguidos, tal era la intensidad con la que su mirada parecía llegar más lejos que todo pensamiento. Cuando me despedí, con tres besos, me mandó a decirle a Jesús que todavía lo amaba y que pensaba en él a cada instante. Al regreso de mi viaje, Jesús me reprochó duramente no haberle sacado más palabras a Marina. Me sentí muy apenado con él, debí inventar algo sobre ella, pero conociendo todo lo que eso significaba para mi amigo, no lo pude hacer. Él me dijo que dudaba de ella; pensaba que si el amor de Marina era tan grande, ella debería estar a su lado. En cambio, ella rehuía de todo contacto no epistolar con él. Yo le dije a Jesús que tal vez él tuvo (o tenía) con Marina una relación necesaria para ambos. Ella era necesaria para él porque lo escuchaba, lo comprendía y lo movía a la contemplación. Él era necesario para ella porque le daba seguridad y una interesante sensación de aventura. Pocos meses después, cuando leí la novela de mi amigo y la discutí con él, me impresioné de cuánto había cambiado su visión de la realidad en tan poco tiempo. Aquella novela era, en todos los sentidos, imposible de ser leída. Las acciones que emprendían sus personajes estaban dictadas siempre por sus pasiones. La estructura y el estilo narrativo eran incompatibles con el contenido. Toda la novela hacía sentir que en nuestras vidas nada sucede, así era de estéril. No me extraña que Jesús nunca la publicara, no me sorprendería saber que destruyó todas las copias. Marina sigue dándome mucho en qué pensar. Es decir, a Jesús lo veo cada domingo y puedo saber, más o menos, cómo se siente dentro de tan extraña relación. En cambio, a ella la he visto una sola vez, no me dijo mucho, pero puedo crear varias hipótesis. La primera es la más obvia: para ella todo es un juego, se divierte con los sentimientos de él, inventó actitudes y miradas para atraerlo, luego lo controló más eficazmente con un repentino e inesperado alejamiento; ella domina a Jesús para satisfacer alguna morbosa fantasía. La segunda es también obvia, pero menos probable: él la enamoró alguna vez, luego, al tratar de dejarla, se dio cuenta de que no podía, ella lo recibió de nuevo y se hizo tan necesaria para él que, cuando se marcharon a vivir por separado, Jesús la idealizó como algo que ella nunca fue. La tercera es que nunca hubo atracción sexual entre ellos. La cuarta puede parecer salida de un cuento fantástico: él necesitaba tanto una importante figura femenina en su vida, que de su pensamiento nació Marina, de carne y hueso, para llenar ese vacío.
La carta reposa en la mesa, sobre ella hacen sombra las palmeras del jardín. Son las cinco de la tarde, un viento caliente sopla desde el sur, las nubes aplacan lo poco que queda de luz. Jesús, tendido en la cama, mira ensimismado el techo de su habitación.
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