Amigos
que me acompañan esta noche tan notable de mi vida:
Como ustedes, o la mayoría de ustedes, yo nací en la religión de Cristo y
en ella me bautizaron. Pero en ella no me pienso morir. Si Cristo es el
paradigma de lo humano, la humanidad está perdida.
En el evangelio de San Mateo está la parábola de los labradores del campo:
que el dueño de la tierra les paga al final del día igual a los que contrató
al amanecer que a los que contrató a mediodía o al anochecer. Y cuando los que
llegaron al amanecer se quejan y le dicen: "Patrón, ¿cómo nos vas a
pagar igual a los que trabajamos diez horas que a los que no trabajaron ni
una", el patrón les contesta: "Los contraté por tanto y eso les
estoy pagando, ¿de qué se quejan?"
Con lo viejo que estoy y lo mucho que he vivido nunca he podido entender esta
parábola. Se me hace inconsistente, caprichosa, y su personaje un arbitrario. A
los que llegaron al final del día les tendría que haber pagado menos, ¿o no?
O más a los que llegaron temprano. Pero como él era el dueño de la tierra y
el que ponía las condiciones... ¿Hay que trabajar, o no hay que trabajar?
¿Hay que contratar, o no hay que contratar? El mensaje de la parábola no está
claro. ¿Qué dirán de ella los comunistas? Me hubiera gustado que Castro se la
hubiera comentado al Papa.
Yo, si les digo la verdad, no soy partidario de darles trabajo a los demás
porque después dicen que uno los explota. Y me pongo siempre, por
predisposición natural, del lado del patrón y no de los trabajadores. ¡Ay,
los trabajadores! ¡Qué trabajadores! Viendo a todas horas fútbol por
televisión, sentados en sus traseros estos haraganes. ¡Que les de trabajo el
gobierno o sus madres! O la revolución, que es tan buena para eso. Y si no vean
a Cuba, trabaje que trabaje que trabaje. En Cuba todo el mundo trabaja. ¡Pero
con las cuerdas vocales!
Pero volvamos a Cristo y a su parábola. ¿No está reflejada en ella la
prepotencia de Dios, que da según se le antoja, según su real gana? ¿Que a
mí me hace humano para que aspire a la presidencia, y a la rata la hace rata
para que se arrastre por las alcantarillas y a la culebra culebra para que se
arrastre por los rastrojos? A ellas les está dando menos que a mí. ¿Por qué?
¿O no será que es al revés, que a mí da la carga, el horror de la
conciencia? Si es éste el caso, entonces la injusticia la está cometiendo
conmigo y no con ellas.
También está en los evangelios el episodio de los mercaderes del templo a
quienes Cristo expulsó furioso a latigazos porque estaban vendiendo adentro sus
baratijas. Si Cristo no quería que los mercaderes comerciaran en el templo,
¿por qué no los hizo ricos para que no tuvieran qué trabajar? ¿O por qué no
les dio local propio, una tienda? ¿No era pues el hijo del Todopoderoso? ¡Le
habría podido mover el corazón a su papá! ¿Y cómo es eso de que el
paradigma de lo humano pierde los estribos y se deja llevar por la rabia? En
México dicen que el que se enoja pierde. Yo no sé.
¿Y por qué resucitó a Lázaro y sólo a él y no también a los demás
muertos? ¿Y cómo supo que Lázaro quería volver a la vida? A lo mejor ya
estaba tranquilo, por fin, en la paz de la tumba. ¿Y para qué lo resucitó si
tarde que temprano Lázaro se tenía que volver a morir? Porque no me vengan
ahora con el cuento de que Lázaro está vivo. Un viejito como de dos mil años.
No, Lázaro se volvió a morir y Cristo no lo volvió a resucitar. ¿Por qué
esas inconsecuencias? ¡Una sola resurrección no sirve! Si nos ponemos en plan
de dar, demos; y en plan de resucitar, resucitemos. Y si resucitamos a uno,
resucitémoslos a todos y para siempre. Así a los seis mil millones de Homos
sapiens que hoy poblamos la tierra les sumamos otros tantos por lo bajito. ¿Con
doce mil millones no se contentará este Papa? ¿O querrá más? ¿Doce mil
millones copulando sin condón cuántos producen al año? A ver, saque cuentas,
Su Santidad. ¿Dónde los va a meter? ¿En el Vaticano?
Pero esto en realidad a mí no me importa. Que se hacinen, que se amontonen,
que copulen, que se jodan. A mí los que me duelen son los animales. A ver,
¿cuántos hay en los evangelios? Hay una piara de cerdos donde dizque se metió
el demonio. Un camello que no pasará por el ojo de una aguja. Una culebra
símbolo del mal. Y un borriquito, en el que venía Cristo montado el domingo de
ramos cuando entró en triunfo a Jerusalén. ¿Y qué palabra de amor tuvo
Cristo para estos animales? Ni una. No le dio el alma para tanto. ¡Cómo va a
estar metido el demonio en un cerdo, que es un animal inocente! A los cerdos, en
Colombia, en navidad, los acuchillamos para celebrar el nacimiento del Niño
Dios. Todavía me siguen resonando en los oídos sus aullidos de dolor que oí
de niño. El demonio sólo cabe en el alma del hombre. ¿No se dio cuenta Cristo
de que él tenía dos ojos como los cerdos, como los camellos, como las culebras
y como los burros? Pues detrás de esos dos ojos de los cerdos, de los camellos,
de las culebras y de los burros también hay un alma.
Cristo viene de la religión judía, una de las tres semíticas, a cuál más
mala. Las otras son el cristianismo, que él fundó, y el mahometismo, que
fundó Mahoma. A estas dos religiones o plagas pertenece hoy la mitad de la
humanidad: tres mil millones. Tres mil millones que se niegan a entender que los
animales también son nuestro prójimo y sienten el dolor y tienen alma y no son
cosas. Dos mil años llevamos de civilización cristiana sin querer ver ni oír,
haciéndonos los desentendidos, atropellando a los animales, cazándolos por sus
colmillos o sus pieles, experimentando con ellos, inoculándoles virus y
bacterias, rajándolos vivos para ver cómo funcionan sus órganos y sus
cerebros, maltratándolos, torturándolos, vejándolos, enjaulándolos,
asesinándolos, abusando de su estado de indefensión, con la conciencia
tranquila y la alcahuetería de la Iglesia y la indiferencia de Dios. Por algo
está la Biblia llena de corderos que el hombre sacrifica en el altar de Dios
regándolo con su sangre. ¿En qué cabeza cabe sacrificar a un cordero, que es
un animal inocente que siente y sufre como nosotros, en el altar de Dios que no
existe? Y si existe, ¿para qué querrá la sangre de un pobre animal el
Todopoderoso?
Los animales no son cosas y tienen alma y no son negociables ni manipulables
y hay una jerarquía en ellos que se establece según la complejidad de sus
sistemas nerviosos, por los cuales sufren y sienten como nosotros: la jerarquía
del dolor. En esta jerarquía los mamíferos, la clase linneana a la que
pertenecemos nosotros, está arriba. Mientras más arriba esté un animal en
esta jerarquía del dolor, más obligación tenemos de respetarlo. Los caballos,
las vacas, los perros, los delfines, las ballenas, las ratas son mamíferos como
nosotros y tienen dos ojos como nosotros, nariz como nosotros, intestinos como
nosotros, músculos como nosotros, nervios como nosotros, sangre como nosotros,
sienten y sufren como nosotros, son como nosotros, son nuestros compañeros en
el horror de la vida, tenemos que respetarlos, son nuestro prójimo. Y que no me
vengan los listos y los ingeniosos que nunca faltan a decirme ahora, para
justificar su forma de pensar y de proceder, que entonces no hay que matar un
zancudo. Entre un zancudo y un perro o una ballena hay un abismo: el de sus
sistemas nerviosos.
Varias veces al año las playas de las islas Faroe (al norte de Dinamarca) se
transforman en campos de matanza de ballenas. Grandes grupos de ballenas son
guiados hacia ellas y atacados desde las embarcaciones balleneras y sacrificados
sin misericordia. Primero les entierran un garfio metálico de 5 libras de peso,
luego les cortan la médula espinal con un cuchillo ballenero de 6 pulgadas. El
gancho se lo entierran varias veces hasta que las pueden enganchar bien para
empezar a cortar. Como por instinto las ballenas luchan violentamente en medio
de su agonía, es casi imposible matarlas con un solo corte. Deben soportar y
sufrir varios antes de morir. A los nórdicos ahora se les han venido a sumar
los japoneses. ¡Los japoneses! Los de Pearl Harbor, los que en la Segunda
Guerra Mundial les hicieron a los chinos y a los coreanos ver su suerte. Ahora
cazando ballenas. ¡Cómo vamos a comparar a un japonés -que es un hombrecito
bajito, feíto, amarillo, cruel- con una ballena que es un animal grande y
hermoso!
Y los delfines, los otros mamíferos acuáticos, que protegen a los
náufragos de los tiburones: en los últimos cuarenta años hemos matado setenta
millones.
El dolor es un estado de conciencia, un fenómeno mental y como tal nunca
puede ser observado en los demás, se trate de seres humanos o de animales. Cada
quien sabe cuándo lo siente, pero nadie se puede meter en el cerebro ajeno para
saber si lo está sintiendo el prójimo. Que los demás lo sienten lo deducimos
de los signos externos: retorcimientos, contorsiones faciales, pupilas
dilatadas, transpiración, pulso agitado, caída de la presión sanguínea,
quejas, alaridos, gritos. Pues estos signos externos los observamos tanto en el
hombre como en los mamíferos y en las aves. Aunque la corteza cerebral está
más desarrollada en nosotros y este mayor desarrollo es el que nos permite el
uso del lenguaje, el resto del cerebro en esencia es el mismo en todos los
vertebrados pues todos procedemos de un antepasado común. Así las estructuras
cerebrales por las que sentimos el hambre, la angustia, el miedo, el dolor, las
emociones son iguales en nosotros que en el simio, en el perro o en la rata.
¿Cuántos millones de simios, de perros y de ratas hemos rajado vivos para
llegar a estas conclusiones?
Los genomas del gorila y del orangután coinciden en el 98 por ciento con el
humano, y el del chimpancé en el noventa y nueve. Y el ciclo menstrual de la
hembra del chimpancé es exacto al de la mujer. Ya lo sabemos, somos iguales a
ellos, ¿cuánto tiempo más nos vamos a seguir haciendo los tontos? Y los que
duden de que los simios son como nosotros, mírenles las manos y mírenlos a las
caras y a los ojos. No hay que saber biología molecular ni evolutiva ni
neurociencias para descubrir el parentesco. Sólo hay que abrir el alma. Y sin
embargo candidatos altruistas al premio Nobel de medicina, médicos y
científicos generosos, siguen experimentando con ellos, con los chimpancés y
los mandriles y los macacos inoculándoles el virus del sida dizque para
producir una vacuna dizque para salvar dizque a la humanidad. ¡Mentirosos! ¡Pendejos!
La humanidad no tiene salvación, siempre ha estado perdida. Que se jodan los
drogadictos de jeringa y los maricas si se infectaron de sida, suya es la culpa.
Y dejen tranquilos a los simios. En la medida en que nos parezcamos a ellos no
podemos tocarlos, y en la medida en que no, ¿para qué experimentar con ellos?
¿Para qué si no sienten, si son objetos, si son cosas inertes sin alma?
En el siglo XIX Pío Nono (el que convocó un concilio vaticano para elevar a
dogma su infalibilidad, la infalibilidad del papa) prohibió que se abriera en
Roma una Sociedad Protectora de Animales arguyendo que los animales no tienen
valor intrínseco y que lo que hacemos con ellos no tiene que ser gobernado por
consideraciones morales. Desde entonces esta inmoralidad es la norma en los
países católicos. Con la conciencia tranquila, sin poner en riesgo nuestra
salvación eterna, podemos cazar impunemente a los animales para hacer teclas de
piano con sus colmillos, adornos con sus caparazones y abrigos con sus pieles;
experimentar con ellos e inocularles cuantas bacterias y virus se nos antoje;
encerrarlos de por vida en jaulas, practicar la vivisección en ellos,
torturarlos en las galleras, en las plazas de toros y en los circos,
transportarlos como bultos de cosas bajo el sol ardiendo sin importarnos su sed
y acuchillarlos en los mataderos, porque ellos no son como nosotros ni sienten
el dolor. ¿En qué círculo del infierno te estarás quemando, Pío Nono, cura
bellaco? ¿Me alcanzarás a oír desde abajo? En las vacas acuchilladas en los
mataderos de este mundo se revive día a día la pasión de tu Cristo. El mismo
dolor, la misma angustia, el mismo miedo que él sintió colgado de una cruz lo
sienten ellas cuando las acuchillan, así las pobres, las humildes, no se digan
hijas de Dios. Y su sangre es igual a la suya: hemoglobina roja. Todo es
cuestión de bioética, un sentido que no han desarrollado en lo más mínimo
papas ni cardenales, curas ni obispos. ¿Cómo pueden ser los guías de una
sociedad estos inmorales?
Los que cazan animales para quitarles las pieles, los "tramperos",
los agarran en trampas metálicas que les destrozan las patas. Luego les
introducen un palo en el hocico abierto por la angustia de la agonía, y herido
e inmovilizado el animal, pisándole las patas traseras lo asfixian por presión
en el cuello y en la caja torácica. Toda la paciencia y la calma para
producirles la muerte sin ir a maltratar la mercancía.
¡Y los musulmanes, estos devotos de Alá! Hoy andan los iraquíes muy
ofendidos con los gringos porque irrumpen en sus casas con perros a buscar
armas. ¡Con perros, qué ofensa, qué horror! Si un perro toca a un iraquí con
el hocico, lo saló de por vida porque el perro es un animal sucio, impuro.
¡Ay, tan puros ellos, tan inodoros, tan limpiecitos! Arrodillados rumbo a la
Meca con los zapatos apestosos afuera y los traseros al aire. Si supieran estos
asquerosos que mis dos perras me despiertan todos los días con besos...
¡Y los indómitos afganos con los que no pudo ni Alejandro Magno, pero que
cayeron en veinte días hace un año y se pusieron de moda! También son de los
que ponen a pelear a los perros. ¿Por qué no pondrán más bien a pelear a sus
madres estos esbirros de Alá? Que les quiten los velos y el bozal a esas viejas
paridoras y que se saquen el alma a dentelladas.
Mahoma es un infame. Un sanguinario, un lujurioso. Tuvo quince mujeres:
catorce concubinas y una viuda rica con que se casó para explotarla. Y este
mantenido lúbrico que ni siquiera hacía milagros, que despreciaba a los
animales pero que se reproducía como ellos, propagó su religión con la sangre
y con la espada. Hoy esa espada pesa sobre medio mundo. Los ayatolas y los
imanes y demás clérigos rabiosos del Islam ladran desde sus mezquitas. Ladran,
pero dizque no son perros.
Las corridas de toros, las peleas de perros, las peleas de gallos, el
tráfico con los animales, las tortugas de la Amazonia convertidas en objetos
decorativos de carey y los zorros y los caimanes cazados para hacerles abrigos
con sus pieles a las putas y cinturones y zapatos a los maricas y a las
respetables señoras de la más alta sociedad que van a misa los domingos. ¿Y
qué dice de todo esto el Papa? ¿Por qué no excomulga a los que participan en
esos espectáculos infames? ¿Y a los maestros de biología que practican la
vivisección y rajan sapos vivos en las escuelas dizque para enseñarles a los
niños el funcionamiento del sistema nervioso? ¿Y a los que torturan animales
en los circos? ¿Por qué no dice nada de las vacas y los toros y los terneros y
los cerdos acuchillados en los mataderos? El que viaja en jet privado y habita
en palacios y castillos atendido como un rey con Guardia Suiza no dice una
palabra. No levanta su voz. Calla. Este Papa besapisos es un alcahueta de la
infamia. Y se entiende, es el derecho canónico, es su Iglesia, su tradición,
la de Pío Nono, el infalible. Hoy le pide perdón a Galileo, al que iban a
quemar vivo en una hoguera, porque la tierra siempre sí resultó girando en
torno al sol, y a los protestantes y a los musulmanes y a cuantos combatió y
masacró su Iglesia. Ya vendrá otro como él cuando el actual se muera a pedir
perdón por las iniquidades y las irresponsabilidades de éste.
Dios no existe. Dios es un pretexto, una abstracción brumosa que cada quien
utiliza para sus fines y acomoda a la medida de su conveniencia y de sus
intereses. Caprichosa, contradictoria, arbitraria, inmoral, la religión
cristiana no tiene perdón del cielo, si es que el cielo es algo más que el
atmosférico. Una religión que no considera a los animales entre nuestro
prójimo es inmoral. Por inmoral hay que dejarla. A los que están en ella no
les pido, sin embargo, que la dejen porque ya sé lo que es el vacío de la vida
y el espejismo del cielo y la fuerza de la costumbre. Pero entonces sean
consecuentes y aprendan de Cristo: no se reproduzcan, así como él no se
reprodujo; y absténganse de la cópula con mujer, así como él se abstuvo.
El 1º de septiembre de 1914 a las 5 de la tarde murió la última paloma
migratoria en el zoológico de Cincinnati. Ya acabamos con las palomas
migratorias, con el tejón rayado, con la musaraña marsupial, con el potoro de
Gaimard, con el kanguro-rata achatado, con el balabí de Toalach, con el lobo de
Tasmania, el bisonte oriental, el bisonte de Oregón, el carnero de Canadá, el
puma oriental, el lobo de la Florida, el zorro de orejas largas, los osos
Grizzli, el asno salvaje del Atlas, el león de Berbería, el león de Caba y el
león de Cuaga, la cebra de Burchell y el blesbok. Ya no existen más, a todos
los exterminamos. ¡Qué bueno, benditos sean! ¡Qué bueno que se murieron y se
acabaron! Especie que se extingue, especie que deja de sufrir, especie que no
vuelve a atropellar el hombre. ¡Y que se jodan los ecologistas que ya no van a
tener bandera para que los elijan al parlamento europeo! Al ritmo a que vamos
dentro de unos años este planeta estará habitado sólo por humanos. Entonces
no tendremos qué comer, y en cumplimiento de nuestra más íntima vocación nos
comeremos los unos a los otros. ¿Y el papa, qué va a comer? ¡Que coma obispo!
El hombre no es el rey de la creación. Es una especie más entre millones
que comparten con nosotros un pasado común de cuatro mil millones de años.
Cristo es muy reciente, sólo tiene dos mil. Al excluir a los animales de
nuestro prójimo Cristo se equivocó. Los animales, compañeros nuestros en la
aventura dolorosa de la vida sobre este planeta loco que gira sin ton ni son en
el vacío viajando rumbo a ninguna parte, también son nuestro prójimo y
merecen nuestro respeto y compasión. Todo el que tenga un sistema nervioso para
sentir y sufrir es nuestro prójimo.
Gracias a Venezuela por el premio que me da, y por haberme escuchado y
concedido el privilegio de hablar desde esta tribuna, una de las más altas de
América.