Ahí estaba él, otra vez, a la
puerta de mi edificio. Su nombre era Alcides Ibarra, pero yo sólo lo reconocía
como el señor Alcides. Era un cincuentón de cabellos canosos amarillentos,
largos bigotes cortados y peinados a la perfección, y una piel bronceada al
mejor estilo caribeño. Ni él ni los otros vigilantes tenían uniforme. Sin
embargo, su uniforme personal era clásico. Ocultando la pobreza de lo que
asumí era un salario mínimo, la vestimenta era siempre del mismo estilo
impecable, a excepción de sus zapatos. Llevaba usualmente una camisa de rayas
manga corta —con el predilecto bolsillo encima del corazón para sus lentes de
leer y una pluma cualquiera—, planchada con la sutileza de una esposa o tal
vez una hermana, quizás una hija, combinada con unos finos pantalones de pana
con una tonalidad gris. Sus zapatos eran otro cantar. Siempre usaba el mismo par
de zapatos, de goma, color negro. Tenían las trenzas enlazándose a un último
suspiro de vida, la suela de ambos siempre con hambre y un huequito en la parte
posterior del zapato derecho, el cual te hacía asumir que el señor Alcides era
veterano de unas cuantas guerras.
Se turnaba con otro vigilante durante la semana. Los lunes venía el señor
Alcides, los martes el otro vigilante, los miércoles el señor Alcides otra
vez, y así sucesivamente. Pero este otro guardia cambiaba constantemente. A
veces venía un mulato flaco por una semana y luego dejaba de venir. Después
venía el catire gordo por un par de días y luego lo cambiaban por el fornido
de barba negra, luego por otro, y otro. Un par de veces, ya al final, venía
hasta un tercer vigilante para expandir la rutina y el descanso, lo cual
alteraba mis planes de repetir mi ilusión. Una vez hasta comenzó a trabajar
una señora en los turnos intercalados con el señor Alcides.
—¡Bueno, Alcides, dentro de poco te cambian por otra mujer! —le
gritaron, riéndose, los otros vigilantes que pasaron por frente a su edificio
uno de esos días. Él simplemente bajó el libro que leía en aquel momento, y
saludó lentamente, y en silencio, a los muchachos que salían de sus turnos de
guardia en los otros edificios de la urbanización.
Entre todos estos cambios constantes de personal de seguridad, me asombraba
el hecho de que el señor Alcides fuera el único vigilante fijo. Era el más
viejo y debilucho de todos ellos, pero ahí estaba siempre, cada otro día. A
pesar de que a los otros los despedían o trasladaban o simplemente se largaban
porque no estaban contentos con la poca paga, el señor Alcides siempre volvía.
Solitario y pensativo. Andaba entre los carros del estacionamiento con un
pasar taciturno. Tal vez los observaba preguntándose a sí mismo cómo sería
manejar uno. A lo mejor le gustaban los modelos y los distintos colores. Quizás
ansiaba poseer uno. Un trabajo de vigilante de edificios no pagaba mucho,
probablemente nunca lo hará. Aseguraba, mirándole de reojo los curtidos y
destrozados zapatos negros, que el sueldo se le iba en un mercadito para su
familia y en el pasaje diario del autobús para venir a trabajar cada otro día.
O tal vez el señor Alcides no tenía familia. La verdad es que nunca lo había
visto hablando por teléfono. Tampoco lo llegué a ver entablando una
conversación con alguien —alguien real, no como esos personajes ficticios de
sus tantos libros con los cuales discutía y se asombraba de vez en cuando—, a
no ser por un cordial y calmado saludo silencioso a algún otro vigilante de la
calle o a ciertas personas del edificio. Quizás el sueldo se le iba en libros,
ya que siempre traía uno distinto cada semana. Cuando yo bajaba junto a mi
mamá para salir a pasear en nuestro automóvil plateado, o cuando iba a las
canchas del edificio a jugar y le pasaba por al lado a su caseta de vigilancia
ahí estaba él devorando un libro distinto. A veces escuchaba la radio. Él,
callado y mirando al cielo, y el locutor en un frenesí vocal. Tal vez el poco
dinero que ganaba se le iba en mujercitas fáciles de la noche. De esas que me
acababan de informar mis amigos de la escuela. Un cincuentón solo en la ciudad,
sin familia, quizás necesitaba una atención cariñosa de vez en cuando. O a lo
mejor se lo gastaba en cigarros, ya que siempre prendía uno con la colilla del
otro. Quizás se le iba apostando en deportes.
—¿Cuándo nos echamos un futbolito, Alcides? —le preguntó otro
vigilante de la calle.
Quitó de su cara el libro que leía ahora y le levantó la mano derecha, la
cual sostenía el cigarro, para saludarlo sin palabras.
—Ese viejo está medio loco —comentó otro vigilante que acompañaba
caminando al que hizo la pregunta.
—Loco y todo, ¡pero juega fútbol como ninguno!
¿Dónde jugaba o había jugado el señor Alcides? Quizás por eso tenía sus
zapatos rotos. Asumía yo que entonces Alcides sí tenía amigos, porque en
algún lugar y tiempo tuvo que estar con aquel otro vigilante, y quizás un
montón de personas más, jugando al fútbol. Tal vez el dinero sí le alcanzaba
para comprar zapatos pero siempre compraba los mismos y siempre los destrozaba
jugando fútbol o futbolito. O a lo mejor el dinero lo utilizaba para otras
cosas y había tenido el mismo par de zapatos desde hace años atrás, cuando me
fijé en él por primera vez. Entonces, que el poco dinero que ganaba se le
fuera apostándole al fútbol y no le alcanzara para comprar un par de zapatos
nuevos, podría ser una realidad. Quién sabe, capaz y se le iba todo bebiendo y
fumando en un bar de mala muerte en los días en que no trabajaba en el
edificio. Siempre tenía una cajetilla de cigarros abierta y otra nueva, sin
abrir ni tocar en el bolsillo de los lentes, justo encima del corazón, para que
éste viera lo que le esperaba. Quizás el dinero se le iba en una combinación
de esas cosas, quizás eran cigarros y libros, o tal vez alcohol y mujeres, o en
su familia fantasmal y apostándole al fútbol; quizás, ¿pero quién sabía?
Los otros vigilantes eran aun más anónimos que el señor Alcides. Como
siempre cambiaban era difícil acostumbrarse a los nuevos rostros, ya que éstos
no duraban más de un par de semanas. Pero ahí siempre estaba el señor
Alcides. Estaba ahí desde que yo tenía uso de razón, quién sabe cuántos
años antes de eso. Lo veía en las mañanas y al comienzo de la tarde, cuando
me iba y regresaba de la escuela. A veces pensaba que él también estaba en la
escuela, porque leía y escribía todo el tiempo. Pero siempre en un silencio
perenne.
Un día, como cualquier otro, se encandiló con el sol de la diferencia. Me
tardé en salir de nuestras cuatro ruedas plateadas porque me estaba amarrando
las trenzas de mis zapatos. Me apuré en alcanzar a mi papá y de repente lo
escuché saludando a mi papá:
—Don Carlos, ¿cómo anda?
—Bien Alcides, todo bien, ¿y usted?
—Aquí leyendito... —luego agregó con un sorpresivo ataque de extremada
sencillez—: ¿Y tú, Gabrielito? ¿Estás leyendo bastante en el colegio?
Me quedé congelado. No me salieron las palabras del estómago. Eso fue todo.
No volví a presenciar ese evento. Me causó tanta conmoción que el señor
Alcides se supiera mi nombre y me dirigiera la palabra, que, cuando me acordaba
y podía, bajaba con mi papá y estaba científicamente atento en busca del
sonido de las palabras, pero casi todas las veces teníamos la mala suerte de
que era el día libre del señor Alcides.
Tanto fue el rencor que me dio no haberlo encontrado el último día que
bajé con mi papá con el plan anticipado, que hasta me costó dormir. El señor
Alcides había pasado tanto tiempo allá abajo en su caseta, sin abrir la boca
—no más para inhalar su famoso cigarro y expulsarlo en una bola de humo que
chocaba con las páginas del libro que leía—, y ahora, tan sólo un par de
días anteriores, había hablado conmigo y yo no le respondí. Yo nunca había
intentado hablarle o preguntarle por algo por todos esos años, ya que siempre
asumía que volvería pasado mañana. Esa noche, antes de dormir, me decidí: le
iba a preguntar quién era, por qué leía tanto, qué pasaba con sus zapatos y
toda clase de cosas acerca de fútbol. Mañana le tocaba volver a trabajar.
Había comenzado otro mes con la rutina alternativa de tres vigilantes en vez de
dos, y ya habían sido dos vigilantes diferentes los dos días anteriores.
Mañana era el día. Antes de cepillarme los dientes, aun antes de desayunar,
bajaría a hablarle al señor Alcides.
El amanecer traspasó las líneas entre mis persianas. Era de día.
"¡El señor Alcides!", pensé rápidamente. Agarré un par de medias
y me puse mis zapatos de goma blancos. Le dije a mi papá que le iba a comprar
el periódico. Supo que mentía porque no me dio el dinero, pero igualito me
dejó ir. Bajé velozmente por las escaleras. Cinco pisos corriendo. Llegué a
la caseta de vigilancia y ahí estaba una mujer.
—¿Y el señor Alcides? —le pregunté.
—¿Quién?
—¡El señor Alcides!
—No, mijito, él ya no trabaja aquí.
Me sentí perdido. Me fui caminando lentamente por donde vine, sin
periódico, y con la cabeza baja, mirando mis zapatos.