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Harold Alvarado Tenorio y María Mercedes Carranza en Nueva Frontera, hacia 1976.
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Que Harold Alvarado Tenorio y María
Mercedes Carranza eran explosivos en sus encuentros y que la incandescencia de
su fuego nos encandelillaba, a veces con sorna, a quienes éramos fugaces
espectadores del cruce de sus órbitas accidentadas (que no presencié choques
pero sí interferencias), es la imagen de un recuerdo que, con nostalgia, viene
a quienes a veces intentábamos la poesía en la década de los ochenta, en la
recientemente fundada Casa de Poesía Silva, cuando Juan Manuel Roca y Harold
Alvarado Tenorio atendieron una invitación de la Carranza para dirigir talleres
de poesía a retoños de escritores, algo mayores por cierto, convocados por la
Alcaldía Mayor de Bogotá por iniciativa de Julio César Sánchez, para
entonces el burgomaestre mayor de la capital.
Las jornadas eran sabatinas y reunían a dos docenas o algo más de
aspirantes a escritores en cada salón. En uno de ellos Juan Manuel Roca
transmitía su amor a la literatura y su agudo pensamiento como la más segura
fórmula para incentivar las vocaciones artísticas, según los testimonios. En
la otra sala, Harold Alvarado nos sacudía con su erudición, su inteligencia,
su ironía profunda y sus dotes de maestro en el gran sentido de la maestría,
que es inculcar amor a lo que se ama, exigirlo mediante la creación y la
disciplina y otorgarnos alas a los indefensos y aún no decididos artistas que
queríamos o creíamos ser.
En esas mañanas inolvidables presenciamos a varios poetas de muchos kilates.
Algunos de ellos aún no se habían sublimizado, como por ejemplo a Raúl Gómez
Jattin, quien invitado por Harold cantó sus melodías árabes, descalzo y
rememorando su Sinú, su familia, su biblioteca, sus extravíos a causa de las
drogas, su desprecio por las terapias psiquiátricas y sus pasiones
arrebatadoras.
Pero la estrella era Harold. Recuerdo especialmente sus afirmaciones
vehementes sobre Barba Jacob, Silva, Valencia y sobre los iconos de la
tradicional poesía colombiana de obligada citación. Muchas de sus palabras
eran como acero en mantequilla ante los lugares comunes, las creencias populares
y la religiosidad que algunos teníamos sobre estos hombres, y producían un
verdadero y saludable sacudón reflexivo en nuestro ejercicio crítico. Poco a
poco, y rápidamente, entendí que Alvarado Tenorio era discípulo del humor
fino, rodeado de extrema seriedad pero de suprema inteligencia, aspecto que me
encantó por ser entonces un todavía más ferviente admirador de Jorge Luis
Borges de lo que soy ahora.
Con su ardor y su irreverencia, una de esas mañanas Alvarado Tenorio nos
enseñó y nos disertó agudamente sobre Aurelio Arturo y, casi por
imprescindible ejercicio estético comparativo, lo relacionó con Eduardo
Carranza. Tal vez era tan genuino el esplendor y el humor que Harold nos quería
impregnar ante los pocos poemas de Arturo, que no dudó en sugerir que la Casa
de Poesía Silva pagaba en los cuadros que exponía en muchas de sus paredes las
injusticias que seguramente Carranza y sus contemporáneos cometieron contra
Arturo y que, y esa era la deliciosa ironía sugestiva, la hija, María
Mercedes, se encargaba de purgar por exigencias de su sangre. Encantados,
algunos veíamos una lenta pero poética retribución a la memoria de Arturo,
pero otros vieron una burla a los Carranzas, padre (obviamente ya fallecido
entonces y un icono intocable) e hija (una mujer exquisita y emprendedora
insertada en la élite política y cultural). El supuesto agravio, que no era
tal, tuvo consecuencias. De eso se encargaron los y las maldicientes y amigos y
amigas de rumores sesgados.
A partir de allí fue pública la diferencia de criterios entre María
Mercedes Carranza y Harold Alvarado Tenorio. Muchos de nosotros, creo
sinceramente, entendíamos este cruce de primeras espadas de la poesía como un
arte de la esgrima, que ciertamente causaba heridas pero que revitalizaba la
poesía. La Mameca, como en los momentos de cierto ardor poético la llamó
Harold, fue atacada por estar en las entretelas del poder y porque ciertamente
el poeta puede ser, cuando así lo quiere, un ácido y despiadado crítico
literario, conocedor como pocos de la literatura colombiana. María Mercedes no
se quedaba atrás. Encumbrada en una Casa de Poesía, no podía en público
ejercer algunas diatribas, pero hizo y dijo lo que pudo dentro de los roles del
poder, porque poderosa era para decirlo claramente, aunque nunca, ni por asomo,
malintencionada.
Nosotros, los admiradores de ambos, y yo, el amigo de Harold, siempre hemos
creído que ese ejercicio académico deliberante (y no otra cosa odiosa como
algunos de la tribuna osaron creer) enriqueció nuestra mirada a la poesía, la
llamó a la vanguardia para que los poetas tomáramos la palabra e hiciéramos
algo que T.S. Elliot nos obliga a pensar como artistas: ¿cuál es nuestro rol
en la sociedad, y más en una nación que tanto necesita de la palabra fina e
inteligente? Ciertamente debemos buscar la respuesta en los ejercicios del arte
y de la paz.
Hoy, con tierra entre todos nosotros, María Mercedes decidió irse del
debate, pero Harold está ahí y algunos percibimos su homenaje a aquella que en
forma egoísta nos dejó intempestivamente un país con una poeta menos pero con
un desafío y un grito más de libertad.