Letralia, Tierra de Letras Año VIII • Nº 98
18 de agosto de 2003
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Locura de amor
Javier Garralón Barba

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En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Cumplidos ya los cincuenta, magro y enjuto de carnes, había encanecido don Alonso —que así se llamaba el hidalgo— virgen como el cristal, ignorante de los deleites de la carne y de los dulces estremecimientos que el varón halla conociendo mujer. Por lo cual, dio en ser hombre adusto y de rostro torvo, inclinado a largos rezos, enemigo de chanzas y de burlas deshonestas, aunque de talante manso y dulces maneras. Su casa diríase convento, de tan silenciosa y austera como se veía siempre. En ella habitaban, con él, una tierna doncella, sobrina suya, llamada Catalina y una anciana ama que le había visto nacer y que limpiaba, guisaba, aderezaba y componía.

Tenía la casa un piso alto en que se hallaban los aposentos donde dormían el caballero y las dos mujeres y donde había asimismo una estancia llena de libros, por cima de la cocina, el zaguán, la cuadra y otras piezas que había en la planta baja. Y aconteció que, sin que se sepan con certidumbre las causas de ello, diose don Alonso a leer algunos libros de los muchos que poseía, con tanta furia y desordenado apetito que se olvidaba de atender a los negocios de su hacienda. Pasábase los días embebido en la lectura, sin salir a los campos ni a la iglesia, por más que fuesen fiestas de guardar, y aun dejó de ir de caza con su galgo. Tanto fue su empeño en leer que hasta las noches se pasaba de blanco en blanco, ayuno de sueño por los libros, al amor de un candil. Perdió las ganas de comer y aborreció los palominos y los duelos y quebrantos que doña Brianza, su ama, le preparaba y que él despreciaba por no dejar sus lecturas. Y así se le secaron al cabo los sesos y perdió el entendimiento.

Doña Brianza y Catalinica, ama y sobrina del caballero y desventuradas testigos de su locura, fueron a buscar al cura del lugar, deseosas de consuelo y de remedio para sus males. Halláronle departiendo con el barbero, de quien era grandísimo amigo, y, derramando abundantes lágrimas, les hicieron sabedores a los dos del desvarío de don Alonso. Mucha pena tuvieron cura y barbero de que tan mal fin hubiera hallado su hidalgo vecino, a edad en la que más le convenía pensar en su hacienda, su familia y su alma. Y, sin querer oír más razones, acudieron a la casa de don Alonso para darle su auxilio.

Estaba el caballero en el aposento de los libros, leyendo uno sobre un escabel, y no dejó de hacerlo cuando llegaron el cura, el barbero, el ama y la sobrina, sin responder a saludos, ruegos y hasta gritos con que sus visitantes le regalaban los oídos.

—Libera nos a malo et ne nos inducas in tentationem —dijo el cura santiguándose.

—Miserere mei —contestó el barbero.

—Amén, amén —recitaron las dos mujeres, sobrecogidas por los exorcismos que se le hacían al Maligno en aquella estancia de libros empecatados.

Farfullando latines con labios tremendos e iracundos, dio el cura dos o tres vueltas en torno a don Alonso, que leía muy a su sabor. Miró al fin cuál era el libro que en sus manos tenía y vio que era La pícara Justina. Apretó los dientes, frunció el entrecejo y empezó a sacar todos los demás libros, uno a uno, que en los anaqueles y alacenas de la estancia había. Y fueron pasando por sus manos La Celestina, de Fernando de Rojas, La lozana andaluza, de Francisco Delicado, La hija de Celestina, de Salas Barbadillo, los Desengaños amorosos, de doña María de Zayas y Sotomayor y otros libros que de amores, mujeres livianas y actos lascivos trataban, contrarios a la honestidad y a la religión, enemigos del espíritu por ser demasiado amigos de la carne. Siguió haciéndose cruces el cura, temblaba el barbero y andaban mohínas Catalinica y doña Brianda, de ver que el diablo le hubiera llenado la cabeza a don Alonso con toda aquella sarta de indecentes bellaquerías de que los libros estaban llenos.

—Anathema sit et concupiscentia librorum ferro ignique vastatur —sentenció con gesto grave el licenciado—. Haga vuesa merced —dijo al barbero— una fogata en el patio al que da esa ventana del aposento, que yo iré arrojando por ella toda esta obra de Satanás para que las llamas la consuman.

Y así, uno a uno, fueron dando todos aquellos libros libertinos con sus lomos en los guijarros del patio y de allí cayeron en la hoguera que con ellos alimentaba el barbero. Y cuando estuvieron vacíos los anaqueles de la librería, arrebató el cura el libro que tenía don Alonso entre sus manos y le dejó caer por la ventana con la misma justiciera prontitud que los otros, gritando desaforadamente:

—Vade retro! Abrenuntia turpitudinem!

Don Alonso, que hasta entonces había estado sordo y ciego para las palabras y las justas acciones de sus vecinos, al verse desposeído del libro que con tanta fruición leía, quedóse mirando al barbero, que a su lado estaba. Abrió los ojos como si contemplara alguna celestial visión, dejó entreabiertos los labios, dando señas de que estaba absorto y maravillado, mudó la color, perló su despejada frente de helado sudor, detuvo el resuello, hinchó su pecho como si el corazón quisiera escapársele por él y ahogó, en fin, en su garganta un suave gemido de enamorado, más lastimoso que aquellos que dicen exhalaba Macías en su prisión. Y sin dejar de mirar con ternísimos ojos al barbero, derramando mil suspiros y bañándosele el rostro en lágrimas, se postró de hinojos y besó las manos del buen hombre mientras decía estas razones:

—¡Oh Justina, señora de mis días y sueño de mis noches, blanco de mis suspiros y deseos, dueña de mi corazón, poseedora de aquel tesoro que mi esperanza anhela conquistar! ¿Cuándo, hermosa doncella, me haréis merced de vuestro lecho? ¿Cuándo, decidme, podré gozaros y apagar aqueste fuego de amor que me consume las entrañas?

Y, mientras esto decía, llenaba las manos del barbero de lúbricos besos y asaeteaba su vientre con poco honestas miradas que hacían enrojecer los rostros del cura, Catalinica y doña Brianda. Y así, con todos estos disparates —y aun otros que el pudor nos estorba referir aquí— daba muestras de haber perdido su sano juicio, pues veía no a su paisano, el que afeitaba barbas con reluciente bacía y sangraba enfermos, sino a una doña Justina, doncella por más señas y centro de rijosos y torpes pensamientos. No hay para qué encarecer las lágrimas de las dos mujeres, las jaculatorias y oraciones del licenciado, las protestas del barbero y el desconcierto de todos, al contemplar tamaños desatinos. Fue corriendo el cura a traer agua bendita, revistióse de sobrepelliz y estola e hízole más exorcismos al hidalgo, rociándole con el hisopo. Trajo el barbero un bálsamo y se lo dio a beber a don Alonso —que aún le llamaba Justina y le tentaba los calzones con desenvueltas manos—, de lo que le vinieron unas bascas y echó por la boca unos vómitos verdes que hicieron persignarse a todos. Y en fin, después de aquello, quedóse dormido y en paz, asida su mano diestra a la del barbero, que como una madre o solícita mujer le había asistido en sus ansias.

Pues había estudiado el dicho barbero en la universidad de Osuna y, si no había llegado a ser médico, fue por algunas chiquillerías que tuvo con otros estudiantes y por habérsele devuelto a casa de sus padres antes de tiempo, que, de no ser así, fuera hoy cirujano de la corte o médico de alguna ilustre casa. Por lo cual todos le tenían por sabio y gran sanador de enfermedades.

—Váyanse vuesas mercedes —dijo a los demás—, que ahora conviene dejar que don Alonso descanse. Yo me quedaré con él, por si sufriera otro acceso, para darle los lenitivos que yo sé.

Hiciéronlo todos así y salieron del aposento, dejando en él al barbero con el hidalgo, y se fueron al zaguán y rezaron lo que el cura les dijo, para que Dios librase a don Alonso de tan perniciosa locura. Hasta que, cuando ya el rubicundo Apolo recogía sus doradas hebras de la faz de la tierra y se retiraba a las oscuras regiones de la noche, subieron al aposento a ver cómo estaba el hidalgo y qué se hacía el barbero con él. Y con grandísimo estupor encontraron que los dos se habían salido por la misma ventana por la que arrojaran al patio los libros, haciendo una escala con los vacíos anaqueles y yéndose por la puerta falsa adonde nadie los hallara. De lo cual quedaron todos muy corridos.

Y así acabó esta verídica historia, porque nunca más se supo del hidalgo ni del barbero, sino que, según cuentan algunos manuscritos arábigos, vagaban los dos, caballeros en un rocín y en un pollino, por tierras de Sierra Morena. Dicen esos mismos manuscritos —escritos por poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de amor— que don Alonso había contagiado su sandez al barbero y dábanse ahora los dos a requebrarse, llenarse de suspiros y amarse como los más ardorosos enamorados que hayan visto los siglos y que verán los venideros.


       

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