En un lugar de La Mancha, de cuyo
nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de
lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Cumplidos ya
los cincuenta, magro y enjuto de carnes, había encanecido don Alonso —que
así se llamaba el hidalgo— virgen como el cristal, ignorante de los deleites
de la carne y de los dulces estremecimientos que el varón halla conociendo
mujer. Por lo cual, dio en ser hombre adusto y de rostro torvo, inclinado a
largos rezos, enemigo de chanzas y de burlas deshonestas, aunque de talante
manso y dulces maneras. Su casa diríase convento, de tan silenciosa y austera
como se veía siempre. En ella habitaban, con él, una tierna doncella, sobrina
suya, llamada Catalina y una anciana ama que le había visto nacer y que
limpiaba, guisaba, aderezaba y componía.
Tenía la casa un piso alto en que se hallaban los aposentos donde dormían
el caballero y las dos mujeres y donde había asimismo una estancia llena de
libros, por cima de la cocina, el zaguán, la cuadra y otras piezas que había
en la planta baja. Y aconteció que, sin que se sepan con certidumbre las causas
de ello, diose don Alonso a leer algunos libros de los muchos que poseía, con
tanta furia y desordenado apetito que se olvidaba de atender a los negocios de
su hacienda. Pasábase los días embebido en la lectura, sin salir a los campos
ni a la iglesia, por más que fuesen fiestas de guardar, y aun dejó de ir de
caza con su galgo. Tanto fue su empeño en leer que hasta las noches se pasaba
de blanco en blanco, ayuno de sueño por los libros, al amor de un candil.
Perdió las ganas de comer y aborreció los palominos y los duelos y quebrantos
que doña Brianza, su ama, le preparaba y que él despreciaba por no dejar sus
lecturas. Y así se le secaron al cabo los sesos y perdió el entendimiento.
Doña Brianza y Catalinica, ama y sobrina del caballero y desventuradas
testigos de su locura, fueron a buscar al cura del lugar, deseosas de consuelo y
de remedio para sus males. Halláronle departiendo con el barbero, de quien era
grandísimo amigo, y, derramando abundantes lágrimas, les hicieron sabedores a
los dos del desvarío de don Alonso. Mucha pena tuvieron cura y barbero de que
tan mal fin hubiera hallado su hidalgo vecino, a edad en la que más le
convenía pensar en su hacienda, su familia y su alma. Y, sin querer oír más
razones, acudieron a la casa de don Alonso para darle su auxilio.
Estaba el caballero en el aposento de los libros, leyendo uno sobre un
escabel, y no dejó de hacerlo cuando llegaron el cura, el barbero, el ama y la
sobrina, sin responder a saludos, ruegos y hasta gritos con que sus visitantes
le regalaban los oídos.
—Libera nos a malo et ne nos inducas in tentationem —dijo el cura
santiguándose.
—Miserere mei —contestó el barbero.
—Amén, amén —recitaron las dos mujeres, sobrecogidas por los exorcismos
que se le hacían al Maligno en aquella estancia de libros empecatados.
Farfullando latines con labios tremendos e iracundos, dio el cura dos o tres
vueltas en torno a don Alonso, que leía muy a su sabor. Miró al fin cuál era
el libro que en sus manos tenía y vio que era La pícara Justina.
Apretó los dientes, frunció el entrecejo y empezó a sacar todos los demás
libros, uno a uno, que en los anaqueles y alacenas de la estancia había. Y
fueron pasando por sus manos La Celestina, de Fernando de Rojas, La
lozana andaluza, de Francisco Delicado, La hija de Celestina, de
Salas Barbadillo, los Desengaños amorosos, de doña María de Zayas y
Sotomayor y otros libros que de amores, mujeres livianas y actos lascivos
trataban, contrarios a la honestidad y a la religión, enemigos del espíritu
por ser demasiado amigos de la carne. Siguió haciéndose cruces el cura,
temblaba el barbero y andaban mohínas Catalinica y doña Brianda, de ver que el
diablo le hubiera llenado la cabeza a don Alonso con toda aquella sarta de
indecentes bellaquerías de que los libros estaban llenos.
—Anathema sit et concupiscentia librorum ferro ignique vastatur —sentenció
con gesto grave el licenciado—. Haga vuesa merced —dijo al barbero— una
fogata en el patio al que da esa ventana del aposento, que yo iré arrojando por
ella toda esta obra de Satanás para que las llamas la consuman.
Y así, uno a uno, fueron dando todos aquellos libros libertinos con sus
lomos en los guijarros del patio y de allí cayeron en la hoguera que con ellos
alimentaba el barbero. Y cuando estuvieron vacíos los anaqueles de la
librería, arrebató el cura el libro que tenía don Alonso entre sus manos y le
dejó caer por la ventana con la misma justiciera prontitud que los otros,
gritando desaforadamente:
—Vade retro! Abrenuntia turpitudinem!
Don Alonso, que hasta entonces había estado sordo y ciego para las palabras
y las justas acciones de sus vecinos, al verse desposeído del libro que con
tanta fruición leía, quedóse mirando al barbero, que a su lado estaba. Abrió
los ojos como si contemplara alguna celestial visión, dejó entreabiertos los
labios, dando señas de que estaba absorto y maravillado, mudó la color, perló
su despejada frente de helado sudor, detuvo el resuello, hinchó su pecho como
si el corazón quisiera escapársele por él y ahogó, en fin, en su garganta un
suave gemido de enamorado, más lastimoso que aquellos que dicen exhalaba
Macías en su prisión. Y sin dejar de mirar con ternísimos ojos al barbero,
derramando mil suspiros y bañándosele el rostro en lágrimas, se postró de
hinojos y besó las manos del buen hombre mientras decía estas razones:
—¡Oh Justina, señora de mis días y sueño de mis noches, blanco de mis
suspiros y deseos, dueña de mi corazón, poseedora de aquel tesoro que mi
esperanza anhela conquistar! ¿Cuándo, hermosa doncella, me haréis merced de
vuestro lecho? ¿Cuándo, decidme, podré gozaros y apagar aqueste fuego de amor
que me consume las entrañas?
Y, mientras esto decía, llenaba las manos del barbero de lúbricos besos y
asaeteaba su vientre con poco honestas miradas que hacían enrojecer los rostros
del cura, Catalinica y doña Brianda. Y así, con todos estos disparates —y
aun otros que el pudor nos estorba referir aquí— daba muestras de haber
perdido su sano juicio, pues veía no a su paisano, el que afeitaba barbas con
reluciente bacía y sangraba enfermos, sino a una doña Justina, doncella por
más señas y centro de rijosos y torpes pensamientos. No hay para qué
encarecer las lágrimas de las dos mujeres, las jaculatorias y oraciones del
licenciado, las protestas del barbero y el desconcierto de todos, al contemplar
tamaños desatinos. Fue corriendo el cura a traer agua bendita, revistióse de
sobrepelliz y estola e hízole más exorcismos al hidalgo, rociándole con el
hisopo. Trajo el barbero un bálsamo y se lo dio a beber a don Alonso —que
aún le llamaba Justina y le tentaba los calzones con desenvueltas manos—, de
lo que le vinieron unas bascas y echó por la boca unos vómitos verdes que
hicieron persignarse a todos. Y en fin, después de aquello, quedóse dormido y
en paz, asida su mano diestra a la del barbero, que como una madre o solícita
mujer le había asistido en sus ansias.
Pues había estudiado el dicho barbero en la universidad de Osuna y, si no
había llegado a ser médico, fue por algunas chiquillerías que tuvo con otros
estudiantes y por habérsele devuelto a casa de sus padres antes de tiempo, que,
de no ser así, fuera hoy cirujano de la corte o médico de alguna ilustre casa.
Por lo cual todos le tenían por sabio y gran sanador de enfermedades.
—Váyanse vuesas mercedes —dijo a los demás—, que ahora conviene dejar
que don Alonso descanse. Yo me quedaré con él, por si sufriera otro acceso,
para darle los lenitivos que yo sé.
Hiciéronlo todos así y salieron del aposento, dejando en él al barbero con
el hidalgo, y se fueron al zaguán y rezaron lo que el cura les dijo, para que
Dios librase a don Alonso de tan perniciosa locura. Hasta que, cuando ya el
rubicundo Apolo recogía sus doradas hebras de la faz de la tierra y se retiraba
a las oscuras regiones de la noche, subieron al aposento a ver cómo estaba el
hidalgo y qué se hacía el barbero con él. Y con grandísimo estupor
encontraron que los dos se habían salido por la misma ventana por la que
arrojaran al patio los libros, haciendo una escala con los vacíos anaqueles y
yéndose por la puerta falsa adonde nadie los hallara. De lo cual quedaron todos
muy corridos.
Y así acabó esta verídica historia, porque nunca más se supo del hidalgo
ni del barbero, sino que, según cuentan algunos manuscritos arábigos, vagaban
los dos, caballeros en un rocín y en un pollino, por tierras de Sierra Morena.
Dicen esos mismos manuscritos —escritos por poner en aborrecimiento de los
hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de amor— que don
Alonso había contagiado su sandez al barbero y dábanse ahora los dos a
requebrarse, llenarse de suspiros y amarse como los más ardorosos enamorados
que hayan visto los siglos y que verán los venideros.