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La musical, la identidad, la guarany

jueves 19 de noviembre de 2015
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Arpa paraguaya

A mis quince años, sin saberlo, me llenaron el cuerpo con pedazos de riqueza, los introdujeron poco a poquito sin forzar, fue una atracción muy natural entre mis entrañas y esa abundancia. Era una riqueza que distaba de lo monetario, una que te regalaba mucha y muy real felicidad, una que más que lujos era alimento rico en virtud, y así cuando me llenaron con sus pedacitos me hicieron feliz y más grande, más rico el intelecto y el sentimiento.

A los quince años me encontraba atraída por el mundo clásico, aunque no por todo él, eso era demasiado, sólo por una de sus partes: la música. Me deleitaba con los sonidos, cada uno de sus instrumentos, con sus cadencias, sus ritmos, sus grandezas y oscuridades, sus toques tibios, sus soledades y su luz, con la elegancia de los pianos, el dramatismo del violín, del chelo, la dulzura e inocencia de la flauta, la pureza del arpa. Para mí estos instrumentos eran el hombre refinado vestido de frac con la copa de vino en la mano, los hermanos que exaltados lloraban poesía y cantaban tristezas, la niña con vestidos de holanes rosas, dorados los cabellos y mejillas rojas y la madre tierna y sabia, la que te da el sueño con el canto, la que aprende a saber sin oír palabra. Eso eran para mí el piano, el violín, la flauta y el arpa, que en manos de los grandes habían producido ondas cadenciosas que estimulaban el tímpano y con este detonante despertaban las más profundas pasiones humanas, aquellas que nacen en el cariño y el amor, aquellas que terminan en los oscuros pasillos del odio, las que son motores, que promueven la acción, las que endulzan y crean compasión. Hoy llego a pensar que poca pureza tenían mis pensamientos, pero esta falta de blanco, de luz y de limpio, esta falta de purismo fue únicamente inocencia en el mal medio, como cuando todos somos jóvenes y creemos en las grandes situaciones, las grandes acciones, las artes, las letras, y las pensamos altas y las deseamos, pero al final nos damos cuenta de que hay más que el pensarlas e imaginarlas, es necesario el merecerlas. El mundo clásico no es excepción, por querer tenerlo y creer poseerlo no se es más culto, es necesario trabajarlo y demostrar que puede ser nuestro, es necesario demostrar que sabemos que lo queremos, a él y no a lo que de nosotros él puede hacer, o mejor dicho, no lo que otros pueden pensar que somos por él.

Estábamos él, yo y el arpa, su habilidad desbordándose por los dedos y la mía, inexistente, transformada en torpeza, vergüenza, impaciencia y de más.

Yo fui así de joven. En un arrebato caprichoso, una necesidad de posesión del talento, exigí a todo que se cumpliese mi deseo de que habría de aprender a ser la madre, la tierna, la sabia: el arpa. Exigí a mis padres, exigí su dinero, exigí a mi neófito talento, exigí a mi tierra la aparición sobre ella de un maestro, un clásico, que me enseñara los secretos para producir los deleites de su instrumento. Pero mi tierra, el rinconcito de México en el que vivía, mi pequeño Durango, su corazón, me lo negó, me dijo que no, pero no fue un no grande y entero, era un no imperfecto porque estaba incompleto. Me regaló un maestro que no era el clásico que mi capricho anhelaba, lo que apagaba mi ilusión, pero ahí estaban, había una caja de madera, clavijas doradas en las que se enroscaban transparentes, rojas y azules, treinta y seis cuerdas, no tenía pedales ni pronunciadas curvas, pero era un arpa, muy peculiar y diferente, pero arpa, la madre tierna, la madre sabia.

Antes del año 1492 América vestía de plumas, colores y joyas, la componían pieles morenas, de café y canela. Eran culturas ricas, felices y sabias, donde convergían lo único y lo diverso. Muy lejos, otra parte del mundo vestía reinos, honor, avaricia y una guerra metálica que disputaba dominios. Sus pieles: blancas, lechosas. Tan opuesta a América. Después del año de 1492 se quebraron las diferencias, nació una mezcla más glamorosa que sus padres, vasta y hermosa pero discriminada, no entendida, relegada. Así era lo que se me presentaba: no deseada y repudiada, un arpa que no era blanca y lechosa, como las pieles de Europa. La veía y ante mí había carencia de forma y de sonido, yo la despreciaba pero reconocía la intención del mundo, del destino que me la ponía. Pobre imitación de mis sueños, pero estaba, era presencia, real, la tocaba y la podía sentir.

No quería ofrecer mi tiempo ni mi esfuerzo, pero como a fuerza de capricho habían buscado y habían encontrado, a fuerza de capricho correspondía la oportunidad. Se la di, le di una oportunidad afirmando que sería la única que yo podría dar, palabras mías que con desprecio de mi boca salían, y sacaban en cada letra un cachito de la amarga verdad, mi amarga persona, ¡qué recuerdo y qué vergüenza me despierta!

Así comenzó, un día cualquiera, a una hora cualquiera, sentada en un cubículo con paredes de espejo que me consumían y me multiplicaban a la vez. Un hombre frente a mí, treinta años, quizás cuarenta, con largas uñas y muy gruesas, con sus ojos miraba y sonreía; no obstante, era serio, me intimidaba pero me acogía y me envolvía como los espejos. Ahí estaba el arpa acurrucada en mi hombro y mis manos, inexpertas, no sabían. Un contacto y mis manos ignorantes, como en un primer beso. El hombre comenzó a hablar, lo comprendía pero las eses de apariencia no pronunciada me incomodaban porque, como toda especie no informada, yo repelía lo que desconocía. Me explicó, ordenó posición a mis dedos y me mostró con los suyos, me obligaba a imitar y a seguir. Suspiré con airecitos de sorpresa y rabia, yo había soñado y no había nada, faltaban cinco rengloncitos arriba, cinco rengloncitos abajo, una clave de Sol, una clave de Fa, bolitas negras, blancas, gordas, flacas, una negra, una blanca, la corchea, la fusa, semifusa, los silencios, las ligaduras, nada, no había nada. Estábamos él, yo y el arpa, su habilidad desbordándose por los dedos y la mía, inexistente, transformada en torpeza, vergüenza, impaciencia y de más. Su saber lírico sin teoría me irritaba.

Hay sueños en los que uno se encuentra parada, rodeada de nube o dentro de ella, ajena a lo que se hace y a lo que se siente, concentrada en lo que se piensa. Luego te das cuenta de que no es sueño, porque hay tacto y hay tedio, pero no hay control. Así fue ese día y así lo recordaré después. Él tocaba escalas, yo repetía. Un espejo mostraba mis inútiles dedos y el otro mi rostro, fastidioso y asqueroso, porque cuando se cierra el corazón y se niega la entrada a lo grande y a lo bello sale en el rostro repudio y fealdad. No sé si él lo supo o lo supuso, quizás lo confundió, pero el caso es que paró y me hizo parar. Me ordenó observar y escuchar, no para recordar, ni para imitar, él quería que comprendiera. Y comenzó a tocar. Desconocía lo que escuchaba y cerrada a la diversidad apagué lo que se me prendía, me habría gustado, mucho, pero no lo permití, lo odié, muy dentro de mí lo critiqué, severamente lo juzgué.

Tres de Mayo, así comenzó, alegre y ligero. Pájaro Campana, continuó, un tirín bajo, un tirín alto, y repite y repite, rápido, más rápido y todo alrededor baila y canta. Puro folklore se sentía para todos siendo sólo dos. Acuarela de mi pueblo, terminó sombrío, callado, triste y de repente, de a poquito subió y aumentó suave y bonito, dulcecito hasta ese punto en el que ya no había tristeza, había ternura para luego sonreír mucho, bien amplio y volver a bailar y cantar como en Pájaro Campana. Luego el misterio en las cuerdas y bajó otra vez, pero no al principio, a lo triste, sino a lo tierno, al cariño del arpa, porque eso era lo que pasaba, ella me hablaba con palabras que eran flores, suavecitas para de repente invitarme a jugar y así grandota terminar.

Por dentro había sonreído y al darme cuenta de golpe lo callé, para verlo llorar, mi dentro no era libre, lo que era muy triste porque los dentros siempre deben ser campo, amplios, abiertos, inmensos, muy libres.

La clase terminó y todo en mí comenzó. Me encontraba y no me aceptaba, pero luego miré y giré y seguí mirando. Eso que veía era mi México lindo, yo no sólo estaba ahí, yo era ahí, yo era México y él estaba allá y él era allá, él era Paraguay. Él se aceptaba y se quería, no era mi clásico, era mi folklore, mi arpista criollo, mi arpista paraguayo, y tenía una misión que mucho consistía en mi transformación, o quizás no, no mi transformación sino mi reorientación. ¿Pero mi orientación a qué?

Paraguay, ese pedacito de tierra tocando a Bolivia, un codo para Brasil y otro para Argentina, en América del Sur, la gran América, la rica América, la América real por mucho que los Estados Unidos se americanicen ellos solos. Paraguay fue tierra de gente con sangre guerrera sin motivo de guerrear hasta el momento en que España llegara escuchando el grito guára-ny, hasta ese momento violencia se presentó en las venas de esta gente, violencia y también dignidad. Su llegada como en cualquier conquista no sólo fue invasión, fue la imposición de lo español, mucho de lo que España tenía, que iba más allá de la política y la religión. Arte español en la invasión, música española, sonido español, con poca permanencia de la forma y mucha del medio, mucha de su instrumento, mucha de su arpa, tan clásica, tan afín a mis sueños. Era un arpa clásica que en su hogar evolucionó, en su España querida se dotó de mucha rigidez en su cuerditas, de grandes curvas, toques dorados o pomposos, múltiples pedales y una sofisticación tan digna de admiración, con mucha capacidad y con la gran aflicción de acompañar, sólo acompañar. Acompañar al violín, al exaltado cantante de tristezas con llanto poético, o al señor del frac y su vino, piano cantante. Acompañar al piano y acompañar al violín. La aflicción es la compañía, la compañía dependiente del arpa, incapaz de estar sola en el mundo del sonido, donde la independencia conecta a la fama, donde quien elige tocar, nunca prefiere tocar a la sabia, a la tierna, al arpa, porque siempre estará detrás, jamás sola, jamás podrá lucir el vibrar de cada una de sus cuerdas. Todo esto es aflicción. Todo esto es clásico. Todo esto es el motivo de mis sueños. Todo esto es el medio del arpa clásica.

Así entendida la evolución en el hogar, donde se tiene de todo, donde la madre nos mima y nos hace bellos e inútiles, muy brillantes, sin atraer miradas por esencia encandilantes. Así el arpa clásica, así era su evolución. Pero en América, en tierras lejanas, tierra desconocida, quizás peligrosa, quizás grandiosa, ahí también hubo evolución. El arpa criolla, el arpa paraguaya, estaría limitada según la teoría musical, sin embargo, la independencia fue ella, ella se hizo sola, sin violín, sin piano, sin compañía alguna con excepción de otra de las suyas. En América alcanzó la fama, creció con su folklore, con su gente, sus guaraníes, su bella cultura tan juguetona y gritona, tan colorida y tan sabrosa como lo es toda Suramérica. Allí en tierra verde y de mucha agua apareció el hombre de treinta o cuarenta años, que chiquito aprendió a amar muy a su manera, aprendió a tocar, porque para este caso, entre el amar y el tocar no había diferencia. Martín Portillo era su nombre, el arpa su monumento, estas líneas su recuerdo. Yo le agradezco a mi maestro no clásico, a mi maestro paraguayo, que me diera la bondad del juego y de la alegría, que me diera el camino para encontrar aquella palabra que desde el principio de estas líneas me muero por gritar, con la boca bien abierta y la garganta bien dispuesta: Identidad. Tocar es disfrutar, pero todo disfrute ha de terminar, lo que se goza con banalidad dura poco, quizás hasta que llegue el tedio o la fatiga de los dedos. Pero crear la identidad con el sonido y su armonía, eso que no es sólo tocar, eso es tensar una cuerda en nombre de tu raíz, eso se tiene siempre incluso cuando ninguna cuerda se tensa, se tiene sin tedio, se tiene incluso cuando el cayo se rompe y las yemas sangran. Se puede elegir tocarlo todo porque es bonito o tocar porque se hace tributo, no sólo al amor, a la tristeza, a las guerras, sino al pueblo, a lo que nosotros somos, a lo que nos hace América, la real América, la majestuosa Latinoamérica.

Martha Rebeca Canales Fiscal
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