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En las novelas piensa una sociedad y una época

jueves 4 de febrero de 2016
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El Quijote, por Gustave Doré
Grabado: Gustave Doré

Lo no pensado y lo ya pensado, y lo requetepensado… Como si el pensamiento se pudiera detener. La novela es más novela cuando actúa contra el anquilosamiento del pensamiento en las fórmulas reiteradas y los ideologemas o idola fori. En el siglo XVIII con autores como Fielding, Sterne, Richardson. En el siglo XIX su heredero es Stendhal. Eventualmente este moverse a contracorriente se torna un carácter permanente y la novela muestra su mayor energía y su auténtico temperamento cuando incurre en ese pensar, es la novela para adultos, nada de Julio Verne y otros pastiches indigestos como el bulto de la novela histórica que quieren imponernos los antinovelistas y sus secuaces (permítase dudar que sea novela histórica la que no emula en erudición y pensamiento con El nombre de la rosa).

En las novelas piensa una sociedad, una época. En la novela airean y debaten su agenda.

Los legítimos y las élites momificadas no piensan —ojalá lo hicieran— como Proust, Kafka o Joyce. Luego, tampoco como Henry James, Faulkner o Scott Fitzgerald, o como Solzhenitsyn posteriormente. En Colombia el contradiscurso está en Osorio Lizarazo, los novelistas menores de los años cincuenta —incluso en Los elegidos, del político gatopardino Alfonso López Michelsen— y en los Ricardo Silva y Pedro Badrán de estos días.

Por eso, en sociedad tan reaccionaria y oscurantista, su recepción es complicada y lenta. Pero el pensamiento no se puede detener, como no se pueden detener las funciones vitales. Cuando se ahoga en otras partes afluye en la novela. Contra los dogmas de la religión de los negocios y el growth creo que hay muchas novelas, la mayoría aquellas que denuncian la desesperación y el angst que recorren las almas en los ciclos de crecimiento y de neoliberalismo, novelas como La información, de Martin Amis, y Libertad, de Jonathan Franzen, libros que deconstruyen el éxito económico de las sociedades en que transcurren sus héroes.

Hablemos del filisteo. Porque este personaje no se ha ido. Ni la historia lo ha superado. El filisteo está en todas partes, y es un paladín del discurso dominante porque todo lo que el filisteo es procede de la dominación. No necesita pensar porque está seguro de lo que le interesa: que las personas vivan dominadas y explotadas, para ello hay que mantenerlas distraídas, alienadas, en una falsa conciencia de las cosas. El filisteo fue el que arrugó la nariz cuando tomó la novela de José Eustasio Rivera, La vorágine, y vio una novela que decía y pensaba mal, que no decía los idilios pastoriles que le deparaban una tibia modorra dentro de su satisfacción de hombre serio y —¿por qué no?— hombre virtuoso, no de la calaña de Horacio Cova. Ese buen hombre perdía la paciencia con esa galería de incidentes equívocos protagonizados por individuos desprovistos de formación moral. Él no se atrevía a pensar lo que estos individuos eran capaces de pensar. Todo era un mal ejemplo. El filisteo no admitió la posibilidad de la novela de Rivera, en su delicado cutis el libro levantó ronchas; fue señalado como lectura perniciosa, encontró mejor recepción en otros países latinoamericanos, el aval extranjero fue previo al producido en su propia patria.

En los años veinte, tan bien representados por el lúgubre episodio de las bananeras, Rivera pensó Colombia en toda su grosería extractivista haciéndonos bucear en la demencia de la extracción del caucho, a donde envió su Ulises vengador y monotemático y describió el proceso en que pierde sus someros y frágiles valores y se involucra en el horror del sistema a través de una rebeldía sin estructura. Horacio Cova representa en el libro de Rivera al intelectual liberal superficial que acaudilla descamisados para calmar su apetito de poder descontextualizado. Este personaje también alude a Colombia totalmente, a la inercia y la sublimación final de la demagogia libertaria de los liberales, que agitaban a los humildes sin ideología ni programa social, postergando en varios ciclos de rebelión, la ilustración de los trabajadores. Esta alusión tampoco estaba en la agenda de los liberales que presumían de agentes del cambio y la modernidad, mientras este libro los denunciaba en su oportunismo y su pseudopensamiento. He aquí la situación en que La vorágine articulaba un pensamiento para Colombia y sentaba el precedente de una fértil tradición. Por pensar, entonces como ahora, la novela es un artefacto que la cultura colombiana siempre encuentra problemático, que no alcanza a integrar del todo. Después de todo es una cultura del encubrimiento y una cultura retardataria.

 

Cuando leemos una novela no decimos mentiras

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha no salió del magín de Don Miguel de Cervantes de un solo golpe y de cuerpo entero. Lo que leemos hoy tuvo varias fases de gestación y por supuesto condición embrionaria. La hipótesis: se compuso primero el relato de la “primera salida”, que creo que concluye con la sobria admisión de que su proyecto cojea por la falta de escudero; es una sabrosa historia que deconstruye la novela de caballería andante cuyo universo seguía arraigando en los castellanos lectores de la época de Felipe II. El éxito de esta noveleta fue acicate para hallarle continuación: todo lo que acontece entre la contrata con Sancho Panza y las convincentes aventuras de los molinos, los arrieros, los cabreros, la venta y la quema de los libros de caballerías por el cura y el barbero. Los lectores pidieron más y en el proceso de añadir más aventuras, Cervantes advierte que en sus manos ha nacido un género literario: la novela moderna; también ha nacido un soporte del pensamiento moderno, la novela como proceso de pensamiento y debate explícito en diálogo con su época y su sociedad. Un aspecto crucial es que para el autor de novelas está en juego un proceso, pensar su realidad, su existencia, y compone la novela procesando varias cuestiones e investigaciones personales que, por lo general, en la segunda instancia del drama de la novela resulta que concurren con las cuestiones propias del lector, de su existir, de su pensar. ¿Qué otra cosa podría pasar? ¿Y si no hubiera este pensar por qué se tomaría uno la molestia de leer un libro?

En las novelas piensa una sociedad, una época. En la novela airean y debaten su agenda. La época romántica lo hizo en sus textos novelescos. En su literatura, su teatro, su poesía, una sociedad y una época encarnan los puntos álgidos de su agenda histórica. Colombia no escapa a este proceso; una viva agenda se agita en el fondo del “quehacer” novelesco verificable en este país dispar y en crisis social y cultural.

Ernesto Gómez-Mendoza
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