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Rodó

viernes 24 de noviembre de 2017
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José Enrique Rodó
Rodó en Europa fue un fantasma, y como tal —y además, como recompensa definitiva a su amor por la literatura— pudo romper las cáscaras grises de la realidad.
En espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua
Rubén Darío

I

Era 13 de julio de 1916. En el local del Círculo de la Prensa, conocidos y colegas organizaron un lonche de despedida; afuera, una multitud de estudiantes rodearon el lugar, a fin de aunarse al homenaje. A la mañana siguiente, el trasatlántico Amazon zarpaba de Montevideo y las personas más cercanas al celebrado tomaron todavía una pequeña embarcación para seguirlo por un tiempo, y desde ahí alzaron las manos del adiós definitivo, mientras que de la borda del buque se levantó otra similar, en compás seguro del entusiasmo y el alborozo. ¿Cuántos “regresa algún día” salieron de las bocas de aquellos amigos? Rodó, el autor del Ariel, ya maduro y forjado, partía para Europa; pero nunca volvería.

José Enrique deseaba de los noveles la plenitud de su ser; el no olvidar los ideales en las acciones, y, sobre todo, demandaba no suprimir el culto a la belleza, porque sólo de esa forma se llegaría a la misma verdad.

Quizá no había necesidad de su retorno. Precisamente, dijimos “maduro y forjado”, porque José Enrique Rodó no se hizo célebre luego de una estada en el viejo continente; al contrario, se convirtió, en los albores del siglo XX, en guía de las jóvenes generaciones desde su suelo patrio. Por supuesto que los veneros de su pensamiento provienen del otro lado del mar Atlántico, mas su piel, sus ojos, su voz, son absolutamente de América. Y este territorio —ahogado en ese tiempo por sus pugnas políticas, sus debates abyectos, sus miserias ideológicas y materiales— recibió de él los dos mensajes fundamentales de su doctrina. Por un lado, cuando se necesitó de un derrotero, se reveló la figura imponente del literato; con su pluma noble y expresión depurada, aquél nos trajo a la memoria la antigua aspiración de Bolívar: la unidad. Por otra parte, en el terreno estricto de las letras, su propio estilo llamaba al lenguaje de cincel y a la gesta de la forma; por ello, la metáfora en él apareció como una virtud, sin forzamientos; la parábola le sentó como un don, y sus contenidos —de cultura griega, de poesía francesa o de pensamiento latinoamericano, que incluían unos retoques de historiador— se desarrollaban con afable naturalidad.

Rodó había nacido hacia 1871 en Montevideo, Uruguay; ya por esa época —con un eco que retumbaba en todos los rincones americanos— se oía el bramido: ¡Tenemos más sed que el desierto! En 1896, avisaba de su proyecto intelectual y espiritual con El que vendrá. En 1899, publicó su opúsculo sobre Rubén Darío: por fin, poesía y prosa estaban parejas. Sin embargo el momento decisivo fue 1900: el escritor —que seguramente pudo escuchar la señalada queja— sacó a la luz su obra icónica, Ariel. La dedicó a la juventud de América. ¿Y qué esperaba antes ésta al abrir la puerta del novecientos? Desilusión y más desidia; un mar sin faro. Con Ariel nacía una nueva fe; ante la miríada de disidencias y la cantidad de prédicas fugaces, dicho manifiesto surgía como una proa común e imperecedera. José Enrique deseaba de los noveles la plenitud de su ser; el no olvidar los ideales en las acciones, y, sobre todo, demandaba no suprimir el culto a la belleza, porque sólo de esa forma se llegaría a la misma verdad (rezó una vez: “[…] ¡oh pensadores, sabios, sacerdotes!, y creed que aquellos que os digan que la Verdad debe presentarse en apariencias adustas y severas son amigos traidores de la Verdad”). Y así otro rugido cundió —el de él, como el del oso que ha vencido a sus contendientes y ahora, con su erguir aristocrático, se apoya en la corteza de un árbol para propagar su victoria— a través de las naciones de estos lares: el grito de un porvenir elevado y una ilusión compartida.

Es posible citar, en nuestra tradición literaria criolla, a novelistas, cuentistas o versificadores de variada índole, pero quién se atreve a contar más de cinco ensayistas representativos —entendiendo al ensayo no como una mera anatomía libresca, sino como un trabajo también creador. El uruguayo, de suyo integrante de este selecto grupo, con El mirador de Próspero desplegó toda su capacidad crítica e iluminadora; estableció cátedra y enrumbó el horizonte de nuestra civilización. Así, tomó postura sobre cómo instruir en el texto La enseñanza de la literatura; dedicó un estudio concienzudo a otro insigne par, en Montalvo; avizoró el lado cruel de la naturaleza humana, en El Rat-pick; hizo un alto de honra al genio del Libertador venezolano, en Bolívar; y nos conmovió con Mi retablo de Navidad y Sueño de Nochebuena. Sí, nuestro reseñado, con su fineza especulativa que podría colocársele entre las raíces griegas o latinas, respeta el sueño del Dios-niño que duerme y que mañana será grande; y ya antes —cuando se determinó expulsar los crucifijos de las salas de los hospitales—, había defendido soberbiamente al cristianismo, ­mas no por una convicción ciega y religiosa, sino por la consideración a una tradición humana fundadora de la caridad.

Hasta aquí tuvimos al mentor, al prosista y al apologeta. Nos falta el profeta. ¿Debiera yo hablar de Motivos de Proteo, libro redentor, libro amorfo, libro que posterga el suicidio o la decadencia? Lo sabemos, en parte es un tratado sobre la vocación; es un reencuentro con uno mismo; cada parábola ahí descrita es un brazo extendido, desde un bote, al náufrago que jamás pensó ver la orilla. No obstante, otro lector diría: No, señor, no es un salvavidas; es un compendio de peregrinajes, hecho para viajeros. Y otro: No, claro que no, es un ejemplar de reformas… ¿Qué es Motivos de Proteo? No lo sé; puede ser un alma, una cruz, un puerto o un voceo interior; por eso invoco ya no a la teoría, sino al numen. ¡Guarde cada quien sus Motivos en los escondites de su corazón!

 

Encontraremos a Rodó, en nuestros intemporales cruces fantasmagóricos, como un preclaro mármol andante, y en alguna calle empedrada gala nos detendrá el ánimo de la tertulia: no habrá pasado ningún siglo.

II

Rodó arribó a Lisboa el 1 de agosto de 1916, vale decir, durante la Gran Guerra. Atestiguado está que se entrevistó con el presidente de Portugal; que, en Madrid, se encontró efímeramente con Juan Ramón Jiménez (quien lo describió como “vigoroso tronco americano”); que recorrió los pavimentos de Barcelona, y que contempló las maravillas humanas y monumentales de Italia, hasta su deceso en un hotel de Palermo. Pero estos hechos pueden ser acomodaticios para una biografía mediocre. Rodó en Europa fue un fantasma, y como tal —y además, como recompensa definitiva a su amor por la literatura— pudo romper las cáscaras grises de la realidad: en la costa de Viareggio vio a Byron prender la pira donde Shelley, su compañero lírico, fue incinerado; en Tívoli olió las flores de Horacio; en Nápoles no habló con una lápida, sino con Virgilio; en la bahía de Palermo avistó la barca de Ulises…

Seguramente no se gustará de esta otra vida. El imaginario moderno, negligentemente, asumió la división entre ficción y no ficción; ha bajado los párpados frente a la dimensión mítica de los hombres. ¿Creen que el montevideano no llegó a Francia, sí, a esa nación que debatía su destino en las trincheras, y que él, una vez, con gratitud y orgullo, proclamó que su causa en la guerra era la causa de la humanidad? Nuestro autor creía que el mundo después de la muerte era una galería de estatuas; Baudelaire dijo de Víctor Hugo que era la estatua de la Meditación que camina. Hecho: encontraremos a Rodó, en nuestros intemporales cruces fantasmagóricos, como un preclaro mármol andante, y en alguna calle empedrada gala nos detendrá el ánimo de la tertulia: no habrá pasado ningún siglo; será la misma conversación fresca del novecientos, cuando el maestro arielizaba con la juventud, y en la solemnidad de esa tarde, un suave cierzo, a la vez que nos hará girar el perfil y encender el fuego de nuestra voluntad, nos susurrará: América.

Eiffel Ramírez
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