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Hipotiposis de amor

jueves 16 de agosto de 2018
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¿Qué es mejor: el placer o el saber? Esa es la pregunta del Filebo de Platón, y a la que di vueltas nuevamente al releer una antigua y didáctica traducción que hizo B. Jowett, y que en la juventud no significó mucho para mí (fiel a las abstracciones sistemáticas), pero que ahora, con cincuenta años encima y el cuerpo usado en las más distintas versiones de la materia, aquella pregunta se me presentaba de otra forma. Hacia el final del libro, Platón —y uno se percata mejor con los ubicuos escolios de Jowett— jerarquiza el orden de los bienes del hombre así: 1º el límite, 2º lo simétrico y perfecto, 3º la mente y el conocimiento, 4º las ciencias, las artes y las opiniones verdaderas, y por último, 5º los placeres puros (léase, no los impuros). Nadie puede negar que esta lista frustra las expectativas de cualquiera. ¿Qué pasa con los desbordes irracionales y las dimensiones inexplicables; con el arte de envilecer la lógica con amores extremos; qué con el hecho de convertirnos en animales cuando hay un cuarto solitario? Y además: ¿cuál es el confín de un abismo que se ve más bien, con ternura y deseo, como puerta abierta? Yo no puedo refutar a Platón; nadie puede refutarlo. Sin embargo, el destino, sí; aunque de peculiar manera, según contemplarán.

Trabajo hasta el mediodía. Tantos papeles y hombres me generan el mal de Gulliver: no soportar el contacto humano. Por eso, siempre a la salida, desdoblo la puerta falsa, giro a la derecha y a unas cuantas casas me detengo a comer. La mesera tiende mecánicamente el mantel, siendo muy cuidadosa con el posicionamiento de los utensilios; acto seguido sirve el solomillo y demás alimentos; los devoro en su integridad y huyo con premura. Esta vez cruzo al frente, para hacer unos cuantos atajos a las calles que se pierden en el horizonte. Los pasajes, lamentablemente inevitables en mi correteo, nunca dejan de ser bulliciosos: viejas holgazanas en su cotorreo, niños con voz de lata dándose papirotazos y varios vendedores de cachivaches. En media hora estoy en la entrada de la biblioteca de la ciudad. Ya desde la acera, con poquísimo tránsito, siento esa placidez del interior. Adentro, el bibliotecario me divisa, o hace que me divisa, porque una miopía le impone más siluetas que cuerpos.

Ella llegó con mucha naturalidad. Pasó por los ancianos, que seguramente la observaron sin ladear (el estante en que me parapetaba no me dejaba constatarlo), tal como yo hice, pues era una mujer muy lozana.

A veces, no me pierdo en los pasillos y piezas de la construcción; sólo me quedo bastante cerca del ingreso, cojo revistas y periódicos, disfruto de los chismes literarios e inspecciono las últimas reseñas. Pero la mayor parte del tiempo doy, primero, una revisión manual a los lomos que se enfilan en los estantes de los cuartos. También arrastro una pequeña escala, para acceder a los libros más elevados, hasta que la asfixiante pelusa no me lo permita o se oiga la queja violenta de algún lector latoso. Después de esta exploración casi maníaca, sigo hacia un compartimento alejado de la sala central. Generalmente vienen ancianos a esta parte, pues abunda aquí la bibliografía sobre comercio y reportes navieros de empresas. La tranquilidad y el silencio, por supuesto, son mayores: la imperturbabilidad funde a ancianos y libros. Yo cargo mi bloque de tomos en los brazos y los conduzco, pasando por aquéllos, hasta una división menor donde terminan los armarios. A un costado de mi mesa sobresale un globo terráqueo con sus mares que exageran su azul; en el otro lado hay una ventana rombal por la que se puede contemplar el devenir de la calle Beau-Carré.

En este reducto me enraízo cada tarde. Me he acostumbrado a leer variadas obras, menos sobre cine o psicología. Por momentos cojo una novela, mas si incorpora un monólogo interior la rechazo inmediatamente; luego levanto un volumen de poesía y no empiezo por el inicio, sino por una suerte virgiliana. Ayer, por ejemplo, temblé, porque los versos de mi suerte declamaron: “Crece el pino / —cuna o ataúd— / sin sospechar su destino”. Sin embargo no me amilana; la anterior vez fue otro mi resultado: abrí una antología de cuentos y el azar me deparó “Enoch Soames”: bello, insuperable. Las historias de ciencia me cautivan sobremanera, pero ninguna dicha se compara a las líneas de mi evocado Platón. ¿En cuántas jornadas, ante el éxtasis inevitable, no hice cierto ruido al pronunciar en voz alta varios de sus diálogos? No me habría detenido si no fuera por uno que otro gruñido de los ancianos. Y aun así hubiera seguido con mis arrebatos oratorios si es que ella no hubiese llegado.

Ella llegó con mucha naturalidad. Pasó por los ancianos, que seguramente la observaron sin ladear (el estante en que me parapetaba no me dejaba constatarlo), tal como yo hice, pues era una mujer muy lozana. No correspondió a ninguna acechanza; sólo buscó un lugar libre y depositó ahí su conjunto de libros. Leía con deleite y… delicadeza. Guardaba primero los guantes en la cartera; estiraba un poco la blusa y alisaba los pliegues de la saya; después, sin inclinarse mucho, cogía los tomos en las palmas, y por ratos su serenidad y elegancia superaban al ambiente estoico de los objetos.

No dejó de aparecerse todos los días. Un par de veces se presentó apresurada, como quien tuviera una noticia que informar y necesitaba fuentes, o como una chiquilla estudiante que se olvidó de repasar para el examen. Fuera de eso, no perdía la compostura; ni siquiera cuando un anciano curioso hizo ademán de buscar unos folletos por donde estaba y se le pegó atrevidamente. Ella le saludó con hilaridad y el viejo regresó a su puesto bajo los efectos de una victoria. No faltaron otros impertinentes. Me gustaba su rostro sin maquillaje y esas manos delgadas con dedos que no revelaban haber sido utilizados en las faenas de las cosas, y a cuyos tañidos con razón éstas parecían rendirse. Sus ojos eran los más rasgados que había visto. Sólo cruzábamos vistazos cuando se colocaba en su asiento. Le hacía un gesto suave y me exhibía su sonrisa breve. Entonces cada quien se concentraba en su lectura, aunque yo no como ella. Me erguía para curiosear en qué se ocupaba, o a veces presumía buscar un país en el globo terráqueo y aprovechaba para tener un mejor panorama de su sitio.

No se inmutó. Estaba seguro de que me había escuchado, mas ella no se inmutó. Concluí que no debía rendirme en el primer asalto.

¿Enamorado? ¿Quién no puede enamorarse en una biblioteca? Cierto, esto tenía que ser ajeno a una pasión o a lo que sienten los simplones de mis congéneres, y Platón no debía ser sólo refutado, sino burlado… No me pude contener. Busqué la forma de hablar con ella. Ya por mi edad no podía sostener el tú a tú, ni las súplicas ni otros desperdicios emocionales de un joven, por lo que me atreví a la única fórmula posible en este mundillo de papel: la recitación de versos. A causa del silencio, mi cortejo se reduciría a susurros.

Ella arribó con el reloj marcando las tres y se sentó a unas dos mesas de distancia. Esperé que se concentrara, para interrumpirla. Ya había apilado mis poemas y no sabía por cuál iniciar. Luego me acordé de su característica quietud; le dije así: Y es porque sabe el alma enamorada, / mejor que muchos sabios, / cuánto nos dicen, sin hablarnos nada, / un dedo que se aplica a ciertos labios, / una palabra, un gesto, una mirada.

No se inmutó. Estaba seguro de que me había escuchado, mas ella no se inmutó. Concluí que no debía rendirme en el primer asalto. Busqué otros versos más audaces (de un poeta-caballero) y con mayor fervor musité: Yo combatí, señora, cien días sin reposo: / rindióse al fin mi brazo, pero mi pecho no. / Fijé sobre cabezas mi planta de coloso; / y ahí donde haya un charco de sangre, estuve yo…

Crujió un anciano.

No podía no oírme. Solté un tercer poema, con la voz más elevada, casi insistente. Ella levantó la cabeza para fijarse por un segundo en mi boca: alcancé a notar su rostro de decepción. Sin embargo, la decepción tendría que ser mía: una lectora arrinconada por horas de este lado (el lado decadente, si gustan) del piso no era para que estuviese inconmovible ante unos versos. Quería un “ay”; quería un gesto que aprobara mis cortos recitales. Opté entonces por el francés. Salí por unos instantes de mi rincón y retorné con Apollinaire entre mis manos. Ipso facto, recité:

Le paon

En faissant la roue, cet oiseau,
Dont le pennage traîne à terre,
Apparaît encore plus beau,
Mais se découvre le derrière.

Esta vez sonrió. Vi por fin esos dientes cuadriculares y lechosos aprobarme. Por hoy bastaría esa conquista. Por la ventana rombal se podía observar el atardecer: los arreboles se alzaban por encima de los tejados; la tarde rojiza no merecía sino una pausa. Ella se fue, despidiéndose de mí con una señal; la siguieron los ancianos, con quienes yo coincidiría después, en el bar El Progreso. Presagiaba mi floruit, pero también me sentía un viejo.

Persistí leyendo en los días siguientes. Ella no sólo me regalaba sonrisas de gratitud; ahora recibía pequeños gemidos: los soltaba apretando los dedos sobre el tomo; notaba esa tensión que anticipaba el transitorio éxtasis. Se contraía y relajaba; bajaba los párpados ante las leves y no contenibles pulsaciones, y la tentación… la tentación que nos uniría por fin. ¡Cómo no imaginar la cita en que nos veríamos (con un inicio recomendado por Ovidio, otro de sus favoritos), cuando vendría el bibliotecario a graznar la hora del cierre, y todos saliéramos en pelotones, y aprovechara para arrimarme a ella, la pellizcara en el costado y rozase mi pie con el suyo! Yo podía fantasear (sólo podía fantasear) a continuación una alameda… una alameda solitaria con su heraclíteo arroyo y nosotros detrás de un arbusto exhausto de extender sus brazos… Pero el Amor no esperó esa cita, sino que la anticipó. Al que tenga esos cosquilleos o suspiros que cualquier hijo de vecino tiene, le diría: olvídense de la edad o el tiempo o las circunstancias. El Amor no necesariamente es un amor de hoy.

En la tarde planificada para salir juntos, ella no se movió. Sentada en su silla, se tiró para atrás, pretendiendo dar una siesta. Los ancianos se fueron y yo tras de ellos; no quise molestarla con un adiós. En el bar discutimos la insensata medida del gobernador: se prohibía el consumo de opio en las salas de juego. Si bien no me afectaba (sólo soy del rapé), creí que esta medida podría dar pie a otras que sí me fastidiaran. Los ancianos estaban exaltados; yo intervenía de vez en cuando, pues estuve distraído pensando en ella, y ni siquiera pude dormir durante toda la noche.

¡Yo me arrodillé! Su aliento ya me alcanzaba. Desde abajo sufría el impacto de sus inmensos pechos desnudos, de sus pezones semiabiertos.

A la mañana siguiente, sábado, cuando entré a la biblioteca, percibí que ella se nos había adelantado. Su sobretodo era el único que se avistaba en el guardarropa del pasillo. Pasé por su lado dándole los buenos días y me senté. Ordené mis papeles sin atisbarla; incluso así estaba al alcance de mi rabillo su perfil: un contorno opaco porque aún no entraba de lleno la iluminación de las ventanas, pero que se delineaba con una proyección inusual sobre los objetos. Su mesa parecía un poco desnivelada y yuxtapuesta a la pared, a modo de un alféizar o soporte. Ahora sí me fijé bien: ella no tenía ningún libro sobre las manos. Éstas estaban detrás de su cintura, como si hubieran sido amarradas. Ella misma seguía reclinada al igual que en la víspera. Sus piernas se cruzaban o arqueaban; eran más gruesas de lo común; no obstante, ellas juntas no se comparaban al extenso vientre, que imitaba al de esas señoras obesas y grasosas con quienes me topaba en mi correteo luego del trabajo. Y sobre aquel vientre descollaban dos enormes bustos que se recostaban y respiraban sobre los pliegues del torso, como dos ojos gigantes y despóticos que aturdían la mente vaga de un sometido. Por la sombra, no se distinguía todavía más arriba de los hombros, aunque era indudable que algo se encontraba apoyado sobre un estante vacío. Pero el sol no demoró y entró con sus figuras angulares sobre los vademécum y escritorios. Un rayo de luz cayó directamente sobre la cabeza. Ella no miraba; no podía ni siquiera hablar. Sin ojos, ni boca, no tenía rostro, y aun así me veía.

Me paré. Ni yo mismo entendía por qué la elegancia y sosiego de la anterior mujer me resultaban ahora nauseabundos. Me acerqué unos pasos y pude apreciar con placer su pulso; todo el cúmulo de músculos se henchía y decrecía con una vitalidad insólita. Intuí que estaba deseosa, como si aguardase a sus hijos que vendrían pronto o a sus esposos que se arrodillarían para adorarla. ¡Yo me arrodillé! Su aliento ya me alcanzaba. Desde abajo sufría el impacto de sus inmensos pechos desnudos, de sus pezones semiabiertos. Me azotaban, me atormentaban…

El lunes volví muy temprano; esta vez traje libros de mi librería personal: cánticos antiguos que antes había abandonado al polvo. En la entrada, el bibliotecario me auscultó con su inepta visión. Ojeando mis manuales, me pidió registrarlos en una ficha. Mientras escribía, se animó a departir:

—Señor James, ¿ha visto nuestra nueva réplica? —dijo.

—¿Cuál réplica? —contesté indiferente y poniendo el punto final a la lista.

—La nueva estatua. Tuvimos que acomodar sillas y anaqueles, pero quedó bien. No es tan grande. Como usted va siempre a ese lado de la biblioteca esperamos no haberlo incomo…

Le planté una bofetada. Cayeron sus lentes; más por la ira que por la miopía no los podía hallar fácilmente, y se quedó tanteando en el piso. Yo me fui a mi lugar de siempre. La luz de las ventanas ya había entrado con todo su esplendor.

Eiffel Ramírez
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