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El anhelo de Borges en “El sur”

domingo 21 de junio de 2020
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Jorge Luis Borges
En 1939, año en que Borges continúa sus labores bibliotecarias, se consagra la alianza de Juan Domingo Perón —quien aún no era gobernante y que viaja a Italia— con el fascismo de Benito Mussolini.

El 8 de febrero de 1953, Jorge Luis Borges publicó en La Nación uno de sus icónicos relatos, “El sur”, que luego incluyó en Ficciones en 1956. La serie de interpretaciones, tanto pretéritas como actuales, de tal obra, se basan en los sucesos autobiográficos que el autor expone a lo largo del cuento: alusiones a un accidente con el batiente de una ventana, a sus antepasados y al trabajo del protagonista en una biblioteca municipal, entre otros, son apenas unos de los ejemplos de las vastas y múltiples posibilidades literarias borgesianas que se ligan a la irrealidad casi palpable que enaltece a través de su prosa límpida y breve.

Para Borges, la vida de aquel 1939 era aburrida, perdía posibilidades; tanto así para el inglés argentinizado.

El relato se abre en 1871, año en el que Johannes Dahlmann desembarca en Buenos Aires, no la ajetreada capital sino la añorada Buenos Aires de Borges, la de los suburbios, de Palermo y del sur, de casas bajas, patios, aljibes secretos, verjas y zaguanes. En la frase inicial, con gran astucia Borges nos demarca el contexto: estamos ante una de las fases de la inmigración aluvional en Argentina que se forjó con la constitución de 1853 en la cual, expresamente, se prohibió poner restricciones a la entrada de personas que fuesen a labrar la tierra, mejorar la industria y fomentar el desarrollo en ciencias y artes. Sin embargo, la razón implícita de tal prohibición era permitir la llegada foránea para eliminar o reemplazar al indígena, así que cientos de personas llegaron desde Europa a la Argentina. En el cuento, uno de los inmigrantes fue el pastor evangélico Johannes Dahlmann. En la segunda frase, vemos una primera insinuación autobiográfica que nos otorga algún otro insumo para desgranar el texto.

(…) en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino.

Consciente de su destino literario y del acontecimiento capital en su vida, la biblioteca de su padre en donde leyó en su mayoría a los ingleses y al Quijote primero en su versión en inglés, desde el año 1938 hasta 1946 (fecha en que fue nombrado inspector de aves y huevos) Borges, gracias a la recomendación del padre de Adolfo Bioy Casares, trabajó como empleado temporal en la biblioteca Miguel Cané, en donde se rodeó de un mundo de libros, de literatura compadresca vinculada a los cuchillos y la valentía, temas que atiborraron su obra. Como Borges, Dahlmann trabajaba en una biblioteca municipal por aquella época.

El detalle autobiográfico tiene una implicación cierta. En 1939, año en que Borges continúa sus labores bibliotecarias, se consagra la alianza de Juan Domingo Perón —quien aún no era gobernante y que viaja a Italia— con el fascismo de Benito Mussolini. De allí que la narración suceda bajo la amenaza de un gobierno populista y militar en Argentina, y la realice Juan Dahlmann, un intelectual desenfocado, pues cuál es el destino de un bibliotecario en un gobierno que desprecia los libros y la intelectualidad. Para Borges, la vida de aquel 1939 era aburrida, perdía posibilidades; tanto así para el inglés argentinizado.

Ahora bien, al finalizar el primer párrafo, se observa un prólogo que anuncia un suceso que cambiará la monotonía del protagonista y del que van a depender las líneas trágicas siguientes: “En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció”. Al subir las escaleras con un ejemplar de Las mil y una noches bajo la solapa —tal y como le sucedió a Borges a final de 1938—, el batiente de una ventana abierta roza la frente de Dahlmann en la oscuridad del recinto y la sangre emana con tal ímpetu que la fiebre lo inunda y las pesadillas debidas a las ilustraciones del libro venerado lo golpean durante la noche. El destino del bibliotecario es inminente; un sanatorio en donde es sometido a fuertes dolores infligidos para curarle la septicemia causada por el golpe. El averno del sanatorio termina cuando, luego de algunos días, puede salir de allí y dirigirse a la estancia de su abuelo, donde concebía la plenitud.

La confrontación del sanatorio y la estancia a donde Dahlmann se dirige, implica alguna consideración intertextual. Mircea Eliade, historiador de las religiones, en su libro Lo sagrado y lo profano invoca la oposición existente entre el espacio sagrado, el espacio objetivo, el mundo que existe realmente en donde es posible la comunicación con los dioses, y el resto, es decir, la extensión que rodea el espacio sagrado y que a la vez es otro mundo, uno caótico, desconocido, extraño, demoniaco, profano. De allí el careo que los dos lugares implican para Dahlmann y que se evidencia en el infierno que padece en el sanatorio y su deseo explícito y alegría de volver a la estancia, a su puerto seguro, en donde se siente de nuevo permeado por la realidad que conoce, que anhela y que lo vincula a sus antepasados.

Dicha confrontación entre el averno del sanatorio y la tranquilidad de la estancia, situada a las afueras de la ciudad, en la pampa, es, tal vez, el foco del cuento de Borges, que se enaltece como una crítica a la modernidad, al incipiente sistema peronista que va llegando a la ciudad y que se ve en el sanatorio, cuyo fin es, precisamente, normalizar o neutralizar a los hombres de ideas de aquel Buenos Aires. Tal reproche no es baladí; Borges temía. Sus antepasados debieron soportar los embistes arbitrarios de la dictadura de Rosas y, ya en el gobierno de Perón, la madre y la hermana del escritor fueron encarceladas; de allí que el rechazo hacia el gobierno fuese uno de los más álgidos en su obra. La huida de Dahlmann a la estancia, fuera de la posibilidad de toparse con el férreo y obtuso sistema próximamente asentado, representa una escapatoria para el protagonista; de allí su afán de volver al campo, a la silenciosa llanura, al sur que iba más allá de Rivadavia.

El éxodo del sanatorio pareciera tornarse sosegado. Sentado en un coche de plaza, con el mismo ejemplar de Las mil y una noches, recorre Constitución hasta la estación de ferrocarril en donde un tren lo llevará al sur. Al bajar, camina hasta encontrar un almacén en donde come y es injuriado por un peón quien lo anima a un duelo. El dueño del almacén le expresa la injusticia al peón, pues Dahlmann está desarmado; sin embargo, el peón le tira un cuchillo y lo invita a salir al duelo. El protagonista, aunque no sabe pelear, sin esperanza y sin temor empuña el cuchillo y piensa que, si hubiese podido elegir su muerte, esa sería la deseada.

El honor y la valentía, emblemas aristocráticos de lo bello, lo verdadero y lo bueno en los griegos, son retomados por Borges para trasladarlos al gaucho.

Esta escena, más allá de la imagen que suscita, no podría evadir la referencia que alude, a saber, el culto al coraje que está inmerso en la obra de Borges y cuyo arquetipo trae directamente de los griegos, una epifanía que retoma de la épica, de Homero. El gesto del peón que le lanza una daga para que pelee y la decisión de empuñar el arma por parte del protagonista es un reflejo del coraje, la valentía, la virtud; el “areté”. En La Ilíada este fenómeno se evidencia cuando Andrómaca, esposa de Héctor —el mejor de los troyanos—, le suplica no pelear con el pélida Aquiles, contra quien no habría salvación, y éste le responde:

También todo esto me es cuidado, mujer; mas muy grandemente me avergonzaría, ante troyanos y, de largos pelos, troyanas, si lejos, como un cobarde, esquivara la guerra; y no me lo manda mi alma, pues aprendí a ser valiente siempre, y a combatir entre los primeros troyanos, buscando adquirir la gran gloria de mi padre y la mía.

El honor y la valentía, emblemas aristocráticos de lo bello, lo verdadero y lo bueno en los griegos, son retomados por Borges para trasladarlos al gaucho —Dahlmann y el peón que lo reta—, que históricamente no es aristocrático. ¿Qué pretende con ello? Volver a la raíz, a los antepasados; busca, de nuevo, el culto al coraje y el temor ante la vergüenza (recordemos que antes de salir a pelear con Aquiles, consciente de su destino, Héctor siente temor de cruzar las puertas de su ciudad y dice: “me avergüenzo ante mi pueblo”) aprendido de la épica griega, e insuflar a los gauchos cuchilleros la virtud del coraje y de la valentía. Sin duda, esta vuelta a los primores y a la raíz se evidencia en el final del texto, en donde Dahlmann encuentra un sentido para su vida alienada mediante una muerte heroica en el sur, su espacio sagrado, y no en el averno del sanatorio.

Es así que la lectura del cuento, así como otorga muchas certezas, destapa muchas dudas, una de las cuales resulta de especial interés. ¿Dahlmann vivió lo que se narra en el texto o lo soñó mientras permanecía en el sanatorio?

La estructura del cuento que evidencia Borges en el prólogo de Ficciones de 1956 resulta un insumo fundamental para estudiar esta ambivalencia.

De “El sur”, que es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro mundo.

En efecto, el cuento puede leerse, al interpretar lo dicho por Borges, como un suceso que acontece en el plano real, a saber, el accidente y la estancia en el sanatorio del protagonista, cuestiones que fueron expuestas y analizadas, quizá de manera ramplona en los primeros párrafos; y la otra parte pareciera ser una alucinación, una fantasía, que afianza la incertidumbre en relación con el camino por el que trasiega Dahlmann.

En el cuento pululan sutiles alusiones que refuerzan el interrogante planteado. El tercer párrafo, cuando Dahlmann sale del sanatorio, empieza con una de estas insinuaciones: “A la realidad le gustan las asimetrías y los leves anacronismos”. Mediante su postulación, quizá Borges busca despistar al lector, pues no es la realidad sino los sueños los que son asimétricos y anacrónicos. Si la realidad que se narra reviste asimetrías y anacronismos, no estamos ante una realidad sino ante la narración de un sueño, el que tiene el enfermo mientras permanece en el sanatorio. Observa más adelante el narrador que Dahlmann, mientras esperaba el tren, se dirigió a un almacén en donde pidió un café, lo endulzó, lo probó mientras acariciaba a un gato que siempre permanecía allí, y pensó:

que aquel contacto [con el animal] era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo. En la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.

Existe en aquella nota una referencia implícita a Berkeley, uno de los filósofos más citados por Borges, que refuerza el escepticismo anotado. En efecto, en sus Principios sobre el conocimiento humano Berkeley observa que sólo existe aquello que es percibido, de modo que la percepción y el contacto con el gato mediante los sentidos de Dahlmann, al ser ilusorio, es inexistente, como los sueños eternos, despojados de la circunstancialidad y sucesión temporal. Nunca mimó al gato, sólo lo vio en su mente, lo recordó en un tiempo pretérito extraño al ahora, pero ¿cuál era el ahora?

Resulta borroso el punto concreto hasta donde llega la realidad y donde empieza el sueño.

Asimismo, no podría ser indiferente al lector la compañía perenne de Las mil y una noches. No es vana la postulación de aquel libro que maravilla de fantasías y en el cual es prístina la circularidad del tiempo, la misma circularidad que invade a nuestro protagonista y que hace difusa la diferencia realidad-sueño, como la flor que Coleridge encuentra y corta en un sueño en el paraíso y, al despertar, ostenta en su otra mano. Se lee, al respecto:

(…) pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres.

Más allá del tema de duplicación, que se reitera en algunos cuentos del bonaerense, vemos que los hechos parecieran bifurcarse y mezclarse en una dinámica sueño-realidad, tanto así que resulta borroso el punto concreto hasta donde llega la realidad y donde empieza el sueño o si ambos elementos forman parte de una entelequia que se subsume, en últimas, a la estancia inconsciente en el sanatorio en donde permanece ajeno a lo real.

En fin. Interpretar, darle un alcance a los textos y asumirlos como verdad última es un acto en el que la efeméride racional de la literatura pareciera sublevarse, pues en tiempos de férrea incertidumbre ¿dónde queda la ilusión de verdad? Aun así, aunque son variadas las interpretaciones que se han realizado del cuento, todas válidas, todas verdaderas y quizá ninguna definitiva, la única certeza es la propuesta borgesiana en relación con su literatura que es consecuencia de la otredad, porque un hombre es todos los hombres, todos los libros que leyó, todos los autores que amó; así como en relación con los enigmas esenciales que rodean y ensalzan su obra: el sueño, el destino, el tiempo, el culto al coraje y demás.

Tal vez, el único homenaje que aún podemos hacerle es leerlo.

David Andrés Iregui Delgado
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