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Bálsamo alemán

martes 23 de febrero de 2021
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Monte Illimani
Mientras sobrevolábamos el Illimani, pensaba en esa Alemania que nos aguardaba con su facha invernal. Monte Illimani • Fotografía: Lazyteen

El 2 de diciembre de 2019 amaneció con una tenue llovizna. Desperté a las 3 de la mañana, cansada. Me levanté. Me vestí y desperté a mis hijos. Las maletas estaban listas y esperaban impávidas en el pasillo de la casa. Eran seis valijas grandes y pesadas. Junto a ellas resaltaba la inmensa jaula de Zeus y dentro de ella dormía el cuadrúpedo negro y peludo que había llegado a nuestras vidas el 9 de marzo de aquel mismo año.

Después de todo, había llegado el momento de partir. Revisé los pasajes, los pasaportes y las autorizaciones de viaje. A las 4 llamó el taxista. Él y el chofer de la camioneta que había contratado para subir a El Alto nos esperaban en la puerta. Una vez más volví a dejar el departamento de mi mamá para salir de viaje. Tragué saliva y apreté los párpados para no echarme a llorar, para no abrazarme a los recuerdos que escondidos en todas las esquinas me miraban sin parar.

 

***

 

La decisión se transformó pronto en una lista de cosas por hacer. Los tiempos se ordenaron en agendas, todo planeado para volver a migrar.

Cuando adoptamos a Zeus en marzo, un día antes de mi cumpleaños, lo consideré como un regalo. Era, además, uno de los sueños cumplidos de mis hijos. Aunque al principio lo veía como una mole perruna y me preguntaba cómo habíamos sido capaces de tamaña osadía, ver la alegría infinita de mis niños compensaba la locura. Zeus se adueñó pronto de nuestros corazones.

Así comenzamos a disfrutar de la vida familiar de a cinco, mientras el destino no dejaba de conspirar. A los pocos días de la adopción, mi esposo recibió una inesperada oferta de trabajo en Alemania. Lo que había comenzado como una inocente pregunta de un ex colega suyo a través de WhatsApp, se convirtió de pronto en una decisión de vida a tomar. Tras ocho años viviendo en Bolivia, Alemania volvía a guiñarnos el ojo, a recordarnos que fue el lugar en el que él y yo nos conocimos, nos enamoramos y construimos un hogar; el lugar en el que habíamos tomado la primera decisión-elefante de regresar a La Paz. ¿Y qué hacer con ocho años de retorno que llevábamos entretejidos en el corazón? Yo estaba en mi tierra y con mi gente. Y aunque no fuera la suya, mi esposo boliviano-venezolano se había adaptado a las montañas tan lejanas de su Caribe y del mar.

La decisión se transformó pronto en una lista de cosas por hacer. Los tiempos se ordenaron en agendas, todo planeado para volver a migrar. Mi esposo tendría que irse en junio para empezar a trabajar. Yo me quedaría en La Paz con mis hijos hasta que terminaran el año escolar. Entre marzo y diciembre, mes en el que pensábamos viajar, se extenderían nueve meses para organizar el traslado. El tiempo justo de un embarazo que llega a término sin ninguna dificultad.

Antes de entregarme en serio a la idea de volver a esa Alemania que nunca me quiso dejar, calculé de a poco los sentimientos que me comenzaban a inquietar. Pensé en mi mamá. Ya no se trataba solamente de despedirse de mí, ahora estaban sus nietos de por medio y ese lazo definitivo e inquebrantable que ella supo cimentar con ellos a punta de amor, de sentido del humor, de panqueques, de arroces con leche y de cosquillas de abuela cool.

Reveladas las intenciones al resto de la familia, la primera preocupación antes del viaje movía la cola, sacaba la lengua y se ponía a ladrar a cuanto perro se le cruzara en la calle. Nuestro recién adoptado Zeus pasó por todos los tamices de la decisión. Volver a ponerlo en adopción no cabía en ninguna cabeza, en ningún corazón. Pensar en dejarlo en La Paz, al cuidado de alguna persona de confianza hasta que nos hayamos instalado en Alemania, era la expresión políticamente correcta de abandonarlo. Llevarlo a Europa era una decisión aún más intrépida que la de su propia adopción, pero así fue como Zeus pasó de ser un callejerito adoptado a convertirse en un perro migrante con microchip incorporado.

 

***

 

Los rayos de sol encaramados en las ventanas de mi habitación aguardaron a que el teléfono sonara para lanzarse sobre mi cara. Era mi tía.

Junio llegó pronto. Comenzamos las vacaciones invernales despidiéndonos de papá en el aeropuerto de Viru-Viru. Apenas tuvimos unos minutos para darnos un beso y un abrazo. El tiempo que quedaba hasta diciembre se iba reduciendo en silencio y sin presionar. Comencé el trámite de las visas, la compra de los pasajes y la venta de muebles y objetos de la casa en julio y a buen ritmo. Según mis cálculos iniciales, a principios de noviembre estaría todo listo para dejar el departamento que alquilábamos en Achumani y pasar los últimos días antes del viaje en la casa de mi mamá.

Todas las tareas extraordinarias que se habían sumado a mi cotidianidad se hacían más pesadas estando sola, pero se fueron acomodando a ese transcurrir del tiempo en tránsito en el que se habían convertido los últimos meses en Bolivia. A medida que se acercaba diciembre, el caos se hacía más evidente, pero tenía fecha de caducidad, así que mientras Alemania y mi esposo esperaban, yo intentaba mantener a las fieras del estrés y del apuro enjauladas. No era la primera vez que me encontraba en una situación como esa, pero enfrentarme al abismo que acechaba no figuraba en ninguna propuesta.

13 de octubre, domingo. Los rayos de sol encaramados en las ventanas de mi habitación aguardaron a que el teléfono sonara para lanzarse sobre mi cara. Era mi tía. No sé cuáles fueron sus primeras palabras, pero jamás olvidaré cuando dijo: “Tu mamá no despierta”. Hasta casi las diez y media de la noche del día anterior, mi mamá había estado en mi casa, dándoles de comer panqueques a sus nietos, charlando, riendo y comentando sobre la noche musical que acabábamos de presenciar en el colegio de mis hijos. ¿Cómo era posible que no despertara? De un momento a otro sentí que alguien me había quitado el suelo y que iba cayendo sin avizorar el final.

Le avisé a mi hermana. Le dije que tomara el primer vuelo que consiguiera a La Paz. Y como cruzados por un violento rayo, mis hijos y yo llegamos a la casa de mi mamá. Los paramédicos habían dado ya su sentencia final. Mi mamá no despertó más. Besé sus manos y su frente; besé sus pies desnudos antes de que se la llevaran a la funeraria. Le agradecí con toda el alma su caminar, su forma guerrera de amarnos y de enseñarnos a luchar. Vacié mis ojos, mis lamentos y mis ganas de gritar.

¿Qué sería del viaje que nos habíamos prometido? “Ahora voy a tener que volver a Alemania”, me había dicho unos meses atrás, al enterarse de nuestra partida. Tres veces estuvimos juntas en Europa. La primera viajamos por España, Alemania y Portugal. Solas, ella y yo. Felices de conocer el mundo, de pasear sonrientes, de caminar sin cansancio; ella contenta por ver cumplir mis sueños, yo dichosa de tenerla a mi lado. Hasta Alemania fue otras dos veces para conocer a sus nietos, para apapacharlos entre sus brazos, para cambiar sus pañales y sacarles sus chanchos, para vestirles con las chambras y las gorritas tejidas con sus propias manos. ¡Cómo nos reíamos cuando ella pronunciaba el nombre de las paradas del tranvía en alemán! ¡Cómo lloraba yo cada vez que tenía que verla regresar!

 

***

 

Nada se movía, pero los días y las noches no dejaban de pasar.

Después del entierro volví a casa con mis hijos. El monstruo seguía allí: las cajas a medio hacer, las cosas por vender, los muebles para sacar; pero yo estaba tan rota que sólo podía llorar. Y lloré por siete días y hubiese querido llorar más, pero el 20 de octubre llegó empecinado en arrebatarme el dolor de mi duelo por la inesperada partida de mi mamá.

Los veintiún días que Bolivia paró para defender su democracia hasta lograr la renuncia de Evo Morales y las largas semanas de zozobra que tuvimos que experimentar, se convirtieron para mí en un tiempo de incertidumbre material. Me sentía como una niña pequeña y desorientada, perdida y sin ningún horizonte que mirar. Alemania se me hacía cada día más lejana y los pendientes cada vez más difíciles de terminar. Nada se movía, pero los días y las noches no dejaban de pasar.

 

***

 

Al desplomarme en el asiento del avión a punto de despegar, me preguntaba cómo había sido posible haber hecho todo lo que faltaba bajo las condiciones en las que el país se encontraba. Cerré los ojos y cayeron las primeras lágrimas y, mientras sobrevolábamos el Illimani, pensaba en esa Alemania que nos aguardaba con su facha invernal, con ese frío que por primera vez me resultó como un bálsamo para sanar.

(Esta crónica fue una de las ganadoras del concurso Imaginemos, patrocinado por la revista Rascacielos, del periódico boliviano Página Siete, y la Unión Europea).

Ana Rosa López Villegas
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