El 10 de noviembre de 2019, Evo Morales renunció a la Presidencia de Bolivia como consecuencia de la crisis política que se desencadenó luego de denuncias de un fraude electoral. La escritora boliviana Ana Rosa López Villegas vivió en persona ese proceso y nos cuenta en esta crónica tanto los antecedentes como el estado de guerra en que quedaría el país.
Cada uno de nosotros
se percató de pronto de cuán exiliado estaba
de su ciudadanía
y una energía unánime
atravesó la coraza de súbditos dóciles
y rompió en mil pedazos
la lógica de la resignación.
Gioconda Belli, “El relevo”
Dicen que el color negro absorbe más que otros el calor. Aquel domingo 20 de octubre de 2019 iba vestida de negro. De pies a cabeza. Un negro profundo e interminable. Recuerdo el resplandor del sol sobre mi cara mientras, tomada de las manos de mis hijos, me iba alejando del Colegio Franco Boliviano después de haber emitido mi voto. Era la primera vez que lo hacía en la zona sur. Extrañé el corto trayecto que solía recorrer en día de elecciones entre la plaza Isabel la Católica y el colegio Amor de Dios. Ese era el recinto electoral que me correspondía siendo vecina de Sopocachi. Pero las cosas cambian.
Ese domingo tuvimos que hacer una larga cola para llegar a mi mesa electoral. Durante la espera, vi entre los asistentes a un montón de amigos y conocidos a los que no tenía ganas de saludar. El negro no te hace invisible, pero puede que te envuelva en una especie de burbuja repelente. Si ellos me vieron y me reconocieron, nunca lo sabré. Mis ojos esquivaron cualquier tipo de contacto, yo quería terminar cuanto antes.
Mientras volvíamos a casa y yo sentía como un triunfo en medio de mi amargura el no haber tenido que saludar a nadie, nos topamos de frente con una familia que era vecina nuestra en el condominio en el que vivíamos. No tuve más remedio que detener la marcha y saludar. No hubo manera de evitar lo inevitable. Me dieron el pésame y me preguntaron qué le había pasado a mamá.
Hacía siete días que mamá se había dormido para siempre. Se fue de pronto. Sin aviso. Sin dolor. Sin sufrimiento. Inesperadamente. Hay muchos eventos que apenas puedo recordar de ese domingo en el que La Paz celebraba los 471 años de su fundación. Las denuncias sobre irregularidades y fraude electoral apenas sobrevolaban el radar de mi indiferencia. Estoy segura, sin embargo, de que eché de menos hablar con ella para comentar lo que ocurría durante y después del proceso electoral. Su capacidad de análisis político y su lengua lampiña para llamar las cosas por su nombre me harán falta toda la vida. Así lo hicimos, sin importar el tiempo y la distancia, el 18 de diciembre de 2005, cuando vivía mi primer autoexilio (académico) en Alemania. Escuché nítida la emoción en su voz del otro lado del teléfono (el WhatsApp no existía) mientras me contaba que Evo Morales había ganado las elecciones con un porcentaje insólito. Ambas nos alegramos y compartimos la ilusión de mejores días para Bolivia. Ella desde La Paz y yo desde Karlsruhe.
Hoy puedo verlo todavía con más claridad, pero por entonces estaba aferrada a la idea de un cambio.
Los primeros cinco años del mentado proceso de cambio los viví desde lejos. Eran tiempos de mis primeras lides en el campo de la maternidad y sin embargo mamá me tenía al tanto de la situación política. A veces, cuando la actualidad nacional brotaba como agua de manantial, hablábamos hasta dos veces por día o conferenciábamos largamente: yo preguntando frenética y ella contestando todo con conocimiento de causa. Así fue durante todo el proceso de la Asamblea Constituyente. Esos protagonistas que parecían comprometidos con un ideal inclusivo de lo indígena-originario-campesino comenzaron muy pronto a llenarse la boca con las palabras discriminación (clasista) y odio (étnico). Hoy puedo verlo todavía con más claridad, pero por entonces estaba aferrada a la idea de un cambio y me impactaba la violencia con la que la nueva Constitución se paría. Era un mal augurio que más tarde que temprano derivó en el desmantelamiento democrático y la grotesca desfiguración de un liderazgo que se envilecía y deterioraba moralmente conforme el poder, cual droga, convertía a Evo Morales en un habitante de una dimensión paralela y absolutamente alejada de la realidad.
El mundillo de maquiavélicos colaboradores que lo acompañaron, comenzando por su vicepresidente, Álvaro García Linera, contribuyeron a hacer de él un semidiós para “los movimientos sociales” de los que se sirvieron para justificar las más bajas y ruines decisiones políticas de nuestra historia democrática.
Nada quedaba ya de aquel parlamentario cocalero que sobre sus abarcas de caucho movía sus pies desnudos por los elegantes ambientes del Palacio Legislativo. Muchas veces me había tocado entrevistarlo siendo periodista del ya desaparecido matutino nacional Presencia, en La Paz, en aquellos tiempos en los que nadie sospechaba siquiera que Morales llegaría un día al Palacio Quemado. Era un hombre sencillo, pero se percibía a leguas el compromiso que profesaba por el grupo social al que representaba, por sus reivindicaciones y sus ideales. A todos los periodistas nos llamaba compañeros, pero ninguno era su hermano. Él sabía desde entonces cómo identificar al otro. Lo sabía muy bien.
El retorno y la desilusión
La tierra llama, el autoexilio se acaba, gracias, Alemania…
Bolivia, ¡¡¡te quiero como siempre!!!
Publicación de Facebook del 1 de abril de 2011
En 2011 di por concluido mi autoexilio y volví a Bolivia. Así como mamá y yo habíamos comenzado juntas a creer en una esperanza, la desilusión de ver transformarse un gobierno en un monstruo lleno de soberbia y autoritarismo nos afectó a ambas. El punto de quiebre en mi caso fue el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure (Tipnis). La tozuda intención del gobierno de Evo Morales de construir una carretera en medio de un territorio indígena protegido era, por decir lo menos, una aberración y alta muestra de hipocresía indígena-originario-campesina de parte de un partido político que enarbolaba el respeto a la Pachamama como uno de sus principios.
Se contaron más de cien heridos, al menos doscientos detenidos y muchos niños que fueron separados de sus padres y madres. Chaparina sigue doliendo.
Las imágenes de la brutal represión policial ejercida en contra de alrededor de 1.500 marchistas indígenas —hombres, mujeres y niños— que se encontraban en Chaparina, Beni, y que participaban en la Octava Marcha en Defensa del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis), permanece todavía en las pupilas de los bolivianos. Fue el 25 de septiembre de 2011. Se contaron más de cien heridos, al menos doscientos detenidos y muchos niños que fueron separados de sus padres y madres. Chaparina sigue doliendo. Es una herida abierta y aún hoy los responsables gozan de libertad y se mofan de la justica. La impotencia y la indignación siguen ardiendo como sal sobre las llagas. ¡Cuánta soberbia y desprecio por la vida y la libertad!
Así, a seis meses de mi retorno a la patria, ya me encontraba andando por las calles de Miraflores esperando la llegada de los marchistas del Tipnis y fomentando una acción bloguera en favor de sus reclamos y denuncias en contra de la aberración masista.
Hace dos meses que caminan y que claman, hace dos meses que quieren ser escuchados. Hace más de dos meses que buscan, en las pupilas oscuras y la piel cobriza de su “hermano” Presidente, el respaldo que los acoja en su legítima demanda. Son ellos/as, nuestros/as hermanos/as. Vamos todos/as a ofrecerles nuestras pupilas y nuestras pieles, nuestra solidaridad y nuestra fuerza cuando lleguen este miércoles a las fauces de La Paz.
Publicación de Facebook del 19 de octubre de 2011
Pero aquel 20 de octubre de 2019 mi mente y mi corazón transitaban otros recuerdos, quizá el más cercano a la política era el del 21 de febrero de 2016, día del referéndum nacional que le dijo NO a la re-re-re-elección de Evo Morales y Álvaro García Linera. Sin embargo, el gobierno del MAS estiró el abuso hasta convertir esa re-re-re-elección en derecho humano. La sentencia constitucional 0084 llegó de la mano del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), que cerró el año 2017 accediendo al capricho del “jefazo” Morales.
El ninguneo de la voluntad popular acrecentó el descontento, la bronca, la impotencia y la indignación, pero aún entonces no se sabía con certeza cuándo iría a explotar la olla a presión. La re-re-re-elección se atragantó entonces en el pecho de muchos como una piedra que no dejaba ni respirar ni vomitar.
Lo peor es que no me sorprende en absoluto.
Nuestro voto, sea nulo, válido o blanco, no VALE NADA.
Publicación de Facebook del 29 de noviembre de 2017
El 21 de octubre a las 12:30 se llevó a cabo la misa de ocho días de mamá. El trayecto desde Achumani hasta la Iglesia de Los Carmelitas en Sopocachi transcurrió como de costumbre, con las trancaderas de siempre a esa hora pico del día. En mi burbuja repelente no había espacio para albergar nada más que mi tristeza y mi duelo. Lejos de mi cabeza y mucho más cerca de lo que imaginaba en la realidad, aquel 21 de octubre se convirtió también en el primero de los veintiún días de resistencia nacional que terminaron con la renuncia de Evo Morales el día 10 de noviembre.
Han pasado casi tres años desde aquellas jornadas históricas e inolvidables. No es difícil encontrar información de lo que ocurrió día tras día entre el 21 de octubre y el 10 de noviembre de 2019. Era tal la marea de acontecimientos, unos más sorprendentes e inesperados que otros, que hasta la propia prensa estaba rebasada. Las redes sociales se adueñaron pronto de la información y tanto verdades como desinformaciones pululaban en cuanto teléfono celular con datos o conexión a wifi existiera. Fotos, audios, videos, memes: era una vorágine.
En veintiún días de resistencia se acumularon también innumerables testimonios e historias personales que se hicieron públicas y otras tantas que se guardaron en el corazón y la memoria. Aquí dispongo de la mía, como homenaje a los cientos y miles de bolivianos que colmaron las calles con banderas tricolor, estribillos y una carga inimaginable de valentía y entereza y que no cejaron en su propósito de defender su propio voto y el de otros compatriotas. Aquí sacudo mi testimonio, porque pese a la distancia, Bolivia late en mi corazón y en ella he vivido cuarenta años de democracia que merecen la pena festejar, aunque sea con un nudo en la garganta y una piedra en el corazón, porque lo que se vive hoy es una democracia secuestrada, amputada de justicia y libertad.
Lejos de las aulas
Acabo de despachar a mis aprendices a casa. He arrastrado mi espíritu toda la mañana. Esto que vivimos es demasiado 😔 #FuerzaBolivia
Publicación de Facebook del 7 de noviembre de 2019
Estábamos presenciando y protagonizando uno de los movimientos sociales más trascendentales de nuestra historia democrática.
Todos vivimos experiencias nuevas durante aquellos meses: octubre y noviembre de 2019. Era la primera vez en seis años como maestra que me veía obligada a dejar el aula, la pizarra y las tizas para tener que dar clases por correo electrónico y otros medios digitales. Así nos las ingeniábamos con las colegas de primaria. Enseñar a distancia a niños de primero suponía un desafío que, quién iba a adivinarlo, se iba a convertir en una especie de ensayo para lo que vendría unos meses después con la pandemia del coronavirus.
Las ironías del destino. Tan sólo un par de años antes, en 2018, nos habíamos trasladado de Sopocachi a Achumani para acortar la distancia entre el colegio y la casa. Y en ese momento, en el que prácticamente vivíamos al lado del colegio, estábamos impedidos, mis hijos y yo, de llegar a las aulas.
Al cabo de la primera semana de paro, aquel primer fin de semana que fue tremendamente importante para medir la fuerza de la resistencia, Bolivia seguía sin moverse, aunque la referencia a la inamovilidad tenía que ver solamente con quienes no apoyaban las protestas pacíficas. En el fondo, estábamos presenciando y protagonizando uno de los movimientos sociales más trascendentales de nuestra historia democrática, es decir desde el 10 de octubre de 1982, fecha en la que el país recuperó la democracia después de un largo período de dictaduras militares que dejaron heridos, muertos, perseguidos y desaparecidos.
Los ecos de la resistencia
Hace más de siete días que salgo a orar con l@s vecin@s de mi condominio por la pacificación de #Bolivia. Dios, que sabe del profundo silencio de mi corazón desde el día en que partió mi amada mamá, no quiere dejarme en la tristeza que se entreteje con la incertidumbre y el tedio de estos días tan extraños que nos toca vivir. Hoy oramos, como todas las noches, y quería compartir la oración con ustedes.
Publicación de Facebook del 5 de noviembre de 2019
Esa primera semana de resistencia, yo seguía sumida en el adormecimiento por la partida de mamá, lo que sumado a mi burbuja de oscuridad repelente me impedía asimilar la catarata incontrolable de acontecimientos que día a día se daban a lo largo y ancho del país.
Mis únicas salidas a la calle tenían como objetivo comprar alimentos. Ante la suspensión de clases, mis horas de preparación de materiales para mis pequeños aprendices de primaria se habían reducido considerablemente.
Por las noches me sentaba a la computadora esperando que llegara la hora de mandar a mis hijos a la cama. Su rutina estaba puesta de cabeza con el paro y la hora de irse dormir se había extendido considerablemente. Con trece y diez años y toda la adrenalina que generaba aquella suspensión inusitada de clases, mis hijos tenían más energía que nunca y se la pasaban jugando con sus amigos en la cancha del condominio. El único que se quedaba en la casa era mi perro, Zeus, tan fiel y noble como ninguno. Mi esposo ya estaba en Alemania y preparaba el terreno para nuestra llegada en diciembre. El 3 de diciembre de 2019 debíamos estar aterrizando en Frankfurt y, conforme pasaban los días y los acontecimientos, aquel hecho amenazaba con convertirse en una utopía más que en una realidad.
Nunca supe cómo surgió la iniciativa, pero hombres, mujeres y niños estaban reunidos para orar por Bolivia.
Entonces comenzaron a llegar los primeros ecos de la resistencia durante aquellas primeras semanas. Un rumor de voces se coló por una de las ventanas del departamento y cuando me acerqué a mirar a través del cristal en dirección a la cancha en la que mis hijos jugaban, me sorprendió ver allí a un grupo de vecinos formados en círculo. Al principio sólo fisgoneé entre las cortinas, pero cuando abrí la ventana escuché los acordes que salían de una guitarra que enseguida se entretejieron con la cadencia de un Padrenuestro. Salí. Me acerqué en silencio y escuché con atención las oraciones que pronunciaban mis vecinos. A muchos de ellos no los conocía, los estaba viendo por primera vez. Nunca supe cómo surgió la iniciativa, pero hombres, mujeres y niños estaban reunidos para orar por Bolivia. Aquel ambiente de recogimiento espiritual tañía las campanas del dolor en mi interior. Pensaba en mamá, en la falta enorme que me hacía. Pensaba en todo lo que sucedía, en la incertidumbre de los días que se avecinaban. En la fecha que estaba marcada en mi calendario para dejar el país y asumir una segunda migración hacia tierras germanas. Pensaba en mis hijos y en lo que nos tocaría vivir todavía en esos días hasta la hora de marcharnos.
Esa noche de rezos y oraciones antes de que se terminara octubre fue para mí la primera de muchas. Hasta un día antes de la renuncia de Evo me reuní con los vecinos para orar y cantar. Durante todas esas noches también, mis hijos y sus amigos se encargaron de hacer sonar ollas y cacerolas con cucharas de palo y así contribuyeron, a su manera y a su corta edad, a esa forma de protesta tan singular que se hizo sinfonía durante todos los atardeceres no sólo paceños, sino en todo el territorio nacional.
Otros ecos menos agradables de la resistencia también se colaron por las ventanas de mi departamento en los siguientes días.
Un lunes, el tercero después de las elecciones, mientras me cepillaba los dientes por la mañana, escuché unos gritos que provenían de la avenida. Por la ventana era difícil ver lo que ocurría, así que salí y conmigo varios vecinos más. En plena esquina de la calle 22 de Achumani se había formado una trifulca tenebrosa entre los conductores de los radiotaxis que tenían su central frente al condominio y los ciudadanos que bloqueaban. Uno de los choferes cargaba una piedra enorme y estaba dispuesto a partirla en la cabeza de uno de los vecinos. Intervenimos como pudimos. Los insultos y las acusaciones se disparaban desde ambos bandos. Triste enfrentamiento entre bolivianos. Entre clientes y proveedores de un servicio público, entre vecinos de un mismo barrio.
Para entonces mi duelo yacía agazapado en algún rincón de mi existencia, tembloroso, sin chance a desbordarse o haciéndolo con vehemencia y entremezclándose con la fuerza de los eventos que vivíamos. Era difícil contenerse, era difícil permanecer en casa viendo a tantos compatriotas que llegaban de cerca y de lejos a formar cabildos y marchas y no sólo en La Paz, sino en todas las ciudades capitales. Los de Santa Cruz dejaban sin aliento: un millón de almas a los pies del Cristo Redentor.
La barricada
Y cuando vuelva la normalidad, #Bolivia no será la misma. No debería volver a ser la misma de cualquier modo. Tendremos más heridas que cicatrizar y tendremos que buscar con más ahínco la unidad entre bolivianos y la paz que tanta falta nos hace. #FuerzaBolivia
Publicación de Facebook del 6 de noviembre de 2019
Durante los primeros días de la resistencia, la calle de doble vía sobre la que se encuentra el condominio había permanecido libre. A los pocos días comenzó a construirse un punto de bloqueo en el que, por supuesto, no faltó una pitita. Al cabo de dos semanas los vecinos habían construido una barricada infranqueable que, pese a todos los esfuerzos de los radiotaxistas y de otros choferes del transporte público, se armaba y se volvía armar cada vez que era derrumbada.
Esa forma de vivir la comunidad y de reconocer al otro me era completamente nueva.
En esa barricada reconocí a los vecinos con los que oraba por las noches y conocí a otros a los que nunca había visto antes. Nos saludábamos, compartíamos meriendas, organizábamos turnos, planificábamos estrategias, coordinábamos con personas de otros puntos de bloqueo, intercambiábamos informaciones y videos, pero sobre todo compartíamos un objetivo en común. Esa forma de vivir la comunidad y de reconocer al otro me era completamente nueva y puedo imaginarme que ese sentimiento de pertenencia, ese espíritu de cuerpo, de entrega y de perseverancia, se vivió en todos los otros rincones de Bolivia: en las rotondas cruceñas, en las plazuelas cochabambinas y en las calles de todos los demás departamentos. Por primera vez se vivía de manera práctica una experiencia comunitaria urbana poderosa y que, por primera vez también, no tenía que ver con la selección nacional.
Así fueron pasando los días y los sucesos. Así fuimos presenciando el desmoronamiento de un régimen que cabalgaba furioso el corcel del odio y la desesperación; que no desechó ninguna estrategia, ¡ninguna!, con tal de recuperar el control que estaba ya perdido. Desde equipar a grupos de choque con armas que ni la policía tenía permiso de utilizar,1 pasando por amenazas de cercar a las ciudades para ver si aguantaban, hasta la creación de una narrativa golpista con segundas intenciones. Evo no estaba dispuesto a dejar el poder. “Más bien en las ciudades dejen de perjudicar con paros; si quieren paro, no hay problema, nosotros vamos a acompañar con cerco a las ciudades, para hacernos respetar, a ver si aguantan”, fueron sus palabras textuales el 26 de octubre de 2019.
Las movilizaciones diarias frente al Órgano Electoral en Sopocahi terminaban en dramáticas gasificaciones contra los manifestantes, la mayoría de ellos jóvenes, muy jóvenes. Esos a los que Morales había insultado asegurando que estaban movilizados “por platita y por notita”. Los violentos intentos de desbloquear las calles y de diluir las protestas pacíficas por parte de los seguidores del MAS se contrastaban con los multitudinarios cabildos de Santa Cruz y la resistencia pacífica en el resto del país. Los bolivianos en el exterior llenaron las redes sociales con mensajes de apoyo, organizaron donaciones y se movilizaron a su manera para demostrar su descontento frente al fraude.
La emboscada que sufrieron los autobuses que venían desde Potosí y Sucre llenos de mineros y de ciudadanos dispuestos a sumar fuerzas en La Paz es todavía un acto de barbarie que no ha quedado resuelto, otra herida sin cicatrizar. Y como este hecho hay tantos otros, insólitos.
Surgieron líderes como Luis Fernando Camacho y Marco Antonio Pumari, pero también líderes anónimos, incontables, en los barrios y puntos de bloqueo. Adalides que animaban, pero que también pacificaban. Se desenmascararon villanos y se contaron víctimas y compatriotas muertos. Cuando la policía nacional comenzó a amotinarse aquel 8 de noviembre de 2019, los corazones empezaron a latir más rápido.
La renuncia
No, #Evo, nada tiene que ver el color de tu piel o tu origen humilde. #Bolivia está cansada de que violes la Constitución, harta de que ningunees nuestro voto y podrida de que tú y tu entorno quieran eternizarse en el poder. Queremos #democracia.
No, #Evo, esto no es un #golpedeestado, como tú denuncias en tu desesperación, esto es el despertar de todo un pueblo, no sólo del que tú consideraste tuyo y al que acorralaste con tu diabólica dicotomía indio/no indio. #FuerzaBolivia #BoliviaResiste
Publicación de Facebook del 9 de noviembre de 2019
El 10 de noviembre amaneció con un ambiente muy distinto al de los otros días. La renuncia de Evo después de los amotinamientos policiales había dejado de ser una quimera, hasta para el más escéptico de la resistencia.
El régimen había dejado de temblar. Ahora estaba sufriendo un paro cardíaco que ni una descarga eléctrica iba a ser capaz de salvar.
A las cinco de la mañana de aquel domingo se hizo público el informe preliminar de la auditoría que la Organización de Estados Americanos (OEA) había realizado —a solicitud del gobierno— sobre el proceso electoral boliviano del 20 de octubre de 2019. El país estaba absolutamente encendido. Las informaciones circulaban como una marabunta. El régimen había dejado de temblar. Ahora estaba sufriendo un paro cardíaco que ni una descarga eléctrica iba a ser capaz de salvar. Dos horas más tarde de la estocada final de la OEA, Evo Morales anunció en conferencia de prensa, primero: “renovar la totalidad de vocales del Tribunal Supremo Electoral” y segundo: “convocar a nuevas elecciones nacionales”. Pero ya no importaba el orden en el que hubiese anunciado sus decisiones. Sus horas como primer mandatario estaban definitivamente contadas.
Ese domingo luminoso permanecí en casa junto a mis hijos hasta las cuatro de la tarde, hora en la que me tocó llevar a uno de ellos a su ensayo de piano. Así luchaba la normalidad su propia batalla en medio del caos. Honestamente no recuerdo cómo llegamos al ensayo en Calacoto, pero lo que nunca olvidaré fue la algarabía de la gente cuando, al promediar las cinco de la tarde, se hizo efectiva la renuncia de Morales. En mi vida había visto la avenida principal de Calacoto tan llena de gente, niños, jóvenes y adultos flameando la tricolor nacional y repitiendo aquel estribillo que se había convertido en el himno de aquellos veintiún días de resistencia:
¿Quién se cansa?
¡Nadie se cansa!
¿Quién se rinde?
¡Nadie se rinde!
¿Evo de nuevo?
¡Huevo carajo!
Acabado el ensayo de piano de mi hijo, salimos y ante la imposibilidad de conseguir un transporte que nos llevara de vuelta a Achumani, tuvimos que caminar unas cuantas cuadras en dirección a la iglesia de San Miguel. Los vehículos que transitaban, tanto de bajada como de subida, hacían chillar sus bocinas sin pausa, parecían seres mitológicos con medios cuerpos surgiendo de sus ventanillas, con brazos que enarbolaban tricolores y gritaban de alegría. Triunfales.
Uno de mis hijos me preguntó si había renunciado Evo, le dije que sí. Otra vez, no sé cómo llegamos de vuelta a Achumani, pero es inolvidable la imagen con la que me recibió el condominio. Los vecinos estaban en la cancha, se daban abrazos y lloraban. El festejo era impresionante y la cantidad de petardos que se hicieron reventar habían puesto como loco a nuestro perro.
Una hora más tarde, cuando ya el jolgorio había cesado un poco y nuestra mascota se había calmado, decidí salir nuevamente. El papá de una de mis mejores amigas había fallecido la noche anterior y yo quería acompañarla. Mis hijos, a coro, me pidieron que los dejara en casa hasta que volviera. Prometieron que se quedarían jugando videojuegos y que no saldrían a la cancha, pero mi instinto materno y, claro, la intensidad de los sucesos que se vivían a esa hora, hicieron que rechazara el vehemente pedido. Así que, acompañada de mis dos hijos y sus caritas largas, salí por segunda vez aquel domingo y ni en mi más remota pesadilla había asomado la idea de que aquella noche nos sería imposible volver a casa.
Crucé el Puente de las Américas pegada al celular y a las noticias mientras unos nubarrones oscuros comenzaron a sentar presencia en el cielo.
La idea era dejar a mis hijos en la casa de mi tía en Sopocachi y recogerlos cuando volviera del velorio en Miraflores. La mitad del plan se llevó a cabo sin contratiempos. Crucé el Puente de las Américas pegada al celular y a las noticias mientras unos nubarrones oscuros comenzaron a sentar presencia en el cielo. Llegué a la funeraria y grandes fueron mi sorpresa y mi zozobra cuando vi el salón prácticamente vacío. No había ataúd ni deudos ni flores. La lluvia, sin embargo, se presentó diligente y cayó enérgica hasta que oscureció del todo.
A las nueve y media de la noche el velorio seguía siendo sólo una palabra. Ni el cuerpo del padre de mi amiga ni ella habían llegado. Luego me enteré de que ambos venían desde El Alto, ciudad en la que él había fallecido, y que llegar a La Paz fue una odisea de palabras mayores que incluyó una requisa ilegal del féretro y un sinfín de penurias para la familia doliente. Ya inquieta por los rumores que corrían en las redes y en los medios de que los seguidores de Morales, algunos de ellos embrutecidos de furia por la renuncia de su líder y otros instruidos y pagados por la dirigencia partidaria, iban a salir a las calles, no tuve más remedio que regresar a casa. Otra vez crucé el puente, esta vez en sentido contrario. Textualmente corrí hasta el supermercado Ketal sobre la avenida Arce para comprar algo de comer para mis hijos, pero estaba cerrado. Volví a la casa de mi tía y la escasa cuadra que separaba el supermercado del edificio se sintió como un paseo por las entrañas de una casa del terror. Un grupo de jóvenes pasó corriendo por en medio de la calle y desde el centro parecía que la nada se acercaba cabalgando sobre un silencio aterrador.
La puerta del edificio en el que se encontraban mis hijos al cuidado de mi tía había sido recubierta con cartones y calaminas. No tuvimos otra opción más que quedarnos a dormir esa noche en Sopocachi. Tuvimos que hacernos a la idea de que Zeus iba a quedarse solo en la casa por primera vez.
Fue una noche espeluznante, sobre todo en La Paz. La renuncia de Morales, que supuestamente pacificaría Bolivia, se había convertido en el combustible derramado sobre el que las chispas de la furia y el servilismo masista se estrellaron.
Esa noche se quemaron casas de periodistas y activistas. Se saquearon viviendas y negocios. Se incendiaron más de sesenta buses Puma Katari y se constató con horror el calibre del verdadero poder destructivo de un liderazgo obnubilado y completamente perdido.
El escondite
Al día siguiente, lunes 11 de noviembre, La Paz amaneció como un territorio devastado después de la guerra, tanto material como anímicamente. Los desmanes y destrozos vandálicos que habían protagonizado los seguidores del MAS eran indescriptibles y horrendos.
Antes del mediodía tuve que armarme de valor y dejar la casa de mi tía para bajar a Achumani. El taxi que nos llevó tomó rutas alternativas y poco transitadas con tal de esquivar a posibles grupos de choque que todavía estuviesen circulando por las calles. Recé durante todo el trayecto. Llegamos a casa sin contratiempos y corrimos a ver a nuestro perro. Estaba terriblemente alborotado, muerto de hambre y de sed y deseoso de salir a la calle como solía hacerlo normalmente.
Escribir en este momento lo que aconteció en las horas siguientes me permite poner en perspectiva los sentimientos y pensamientos que seguramente me poblaron aquel día. En las primeras horas de la tarde se organizó una reunión extraordinaria de vecinos en el condominio. Todos los que pudieron se presentaron en la sala de eventos. La directiva había organizado una estrategia de contingencia para enfrentar posibles agresiones masistas. Se decidió que los varones saldrían a las calles aledañas a recoger cuanta piedra estuviese en el suelo, con tal de no dejar ese tipo de armas contundentes a la mano de los agresores que podían utilizarlas como proyectiles contra las ventanas y puertas. Un par de horas más tarde ya había sendos promontorios de rocas depositadas a buen recaudo dentro del condominio.
En cada bloque se nombró un encargado que sería el responsable de alarmar a los demás en caso de agresiones.
También se había determinado cerrar los portones de entrada, que por lo general estaban siempre abiertos, y se había pedido a los vecinos que en lo posible no utilizaran sus vehículos para evitar abrirlos. En cada bloque se nombró un encargado que sería el responsable de alarmar a los demás en caso de agresiones. Se pidió a los vecinos cuyos departamentos daban a las calles, como el mío, mantener las luces apagadas para evitar llamar la atención de los grupos de choque del gobierno. Se instruyó que, en caso de ataque, buscáramos un lugar de resguardo en nuestras propias casas.
Mientras la asamblea vecinal tenía lugar me preguntaba si era verdad lo que ocurría en aquellos momentos. De vuelta en casa me senté a reflexionar. Volver a Sopocachi, a la casa de mi tía, había dejado de ser una opción, así que pensé en el mejor lugar de resguardo que podría encontrar en mi propia casa. Lo surreal se desató cuando hice que mis hijos treparan a las maleteras de los roperos empotrados de sus dormitorios. Ensayamos cuál sería el mejor modo de subir hasta allí arriba y esconderse. Estaba sucediendo. En la vida real, le estaba buscando escondite a mis hijos en mi propia casa, en tiempos de democracia. Cuando ambos lograron treparse y bajarse cual arañas de sus roperos, uno de ellos me preguntó que dónde iba a esconderme yo, porque en mi cuarto no había un ropero empotrado. Me quedé en silencio. No tenía una respuesta.
Estamos viviendo horas de terror en La Paz 😔
Publicación de Facebook del 11 de noviembre de 2019
Aquellas noches tuvimos que suspender los paseos nocturnos de Zeus y nos mantuvimos con las luces apagadas. Fueron horas de zozobra e incertidumbre. Pero ¿qué ocurría con el poder? ¿En manos de quién se encontraba Bolivia? En esos momentos era difícil saber con certeza lo que se negociaba, con quiénes y cómo. Lo que hoy está más claro que nunca es que la renuncia de Evo Morales no fue inocente, no buscaba pacificar el país. Él ya tenía armado un plan que, aunque no le salió como él esperaba, dejó plantadas las minas necesarias para hacer explotar todo más tarde, no sólo durante noviembre de 2019, sino también durante los años siguientes.
Poco o nada sabía yo de Jeanine Áñez, senadora opositora que era la siguiente en la línea de sucesión constitucional para hacerse cargo del gobierno. Todas las cabezas masistas del Legislativo habían renunciado. Áñez puso la cara y el pecho en uno de los momentos más críticos de nuestra historia. Aunque fue Luis Fernando Camacho, por entonces presidente del Comité Cívico de Santa Cruz, quien había inaugurado oficialmente su liderazgo nacional cumpliendo las determinaciones del cabildo cruceño, Áñez fue el centro de toda expectativa. Sobre sus hombros recayó una responsabilidad descomunal y la titánica tarea de enfrentar a un poder devastador.
Mientras Bolivia ardía, Morales y Linera huyeron con rumbo a México, donde disfrutaron de su primer exilio a cuerpo de reyes, sin lugar a ninguna duda. El despliegue de seguridad del que gozaron durante su corta estadía en aquel país era digno de los más altos magnates o dignatarios de Estado. Mientras en Bolivia temblábamos por el horror que sus seguidores habían sembrado en las calles de La Paz, el MAS continuaba afinando su narrativa golpista.
El 13 de noviembre de 2019, cuando se cumplía el primer mes de la partida de mamá, algo parecido a la calma se respiraba en las calles de La Paz, pero el miedo estaba indemne y la dimensión de lo que se había logrado tras veintiún días de resistencia era más que una semilla plantada en el corazón de los bolivianos: nadie se cansa, nadie se rinde, nadie se olvida. A la misa de mes no asistieron muchas personas porque la ciudad todavía se debatía entre los estertores del vandalismo y la incertidumbre de lo que todavía podría venir.
Lo que se vive hoy en Bolivia es una democracia sobreviviente que está en manos de un proceso que no busca ningún camino de construcción.
Despedida
Diciembre se acercaba sin rodeos y en Bolivia todavía había incendios que apagar, heridas que sanar, aguas turbias y ríos de sangre que reencauzar. Yo también buscaba una forma de sanar y de enfrentar la despedida sin terminar de romperme, pero a veces lo que hace falta es romperse para construirse de nuevo. Todo lo que había planeado hacer durante los últimos meses de estadía en Bolivia, incluida la venta de muebles y la entrega del departamento que alquilábamos, había quedado suspendido en el tiempo y el espacio. A punta de estrés y angustia cerré las puertas que había que cerrar, una tras otra, a contrarreloj. En mi burbuja de oscuridad repelente apenas había entrado un poco de sol. Dejé Bolivia, vestida de negro, un negro profundo e interminable, con el luto cobijado en mi corazón y la ausencia de mamá intacta sobre mi piel.
¡Misión cumplida! Cierro un ciclo de puro amor, felicidad, esfuerzo y entrega y lo hago con agradecimiento infinito, esperanza y sentimientos encontrados. Gracias, Papá Dios, por haberme dado la fuerza y la creatividad para realizar este oficio de maestra que por tantos años me ha llenado el corazón de alegría. Gracias a mis aprendices, por su transparencia y autenticidad, l@s llevo a tod@s pegadit@s en el corazón.
Publicación de Facebook del 29 de noviembre de 2019
Lo que se vive hoy en Bolivia es una democracia sobreviviente que está en manos de un proceso que no busca ningún camino de construcción, de reconciliación y sanación porque, al detentar todo el poder, no lo necesita. Pero nadie se cansa, nadie se rinde, nadie se olvida y el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla. Creo en la esperanza.
¿Cuántos tiranos alcanzan en una vida?
Éste sin ver en el espejo la fantasmal semejanza
Sin aceptar el fin de su tiempo.
Inmune al repudio
Insiste
Reprime
Insiste
Gioconda Belli, “El relevo”
- Nadie se cansa, nadie se rinde, nadie se olvida - martes 6 de junio de 2023
- Bálsamo alemán - martes 23 de febrero de 2021
- La hija de la española, de Karina Sainz Borgo - miércoles 29 de julio de 2020
Notas
- Ver Pág. 484 de Brockmann, Robert: 21 días de resistencia. La caída de Evo Morales. 2020. Libros de Bolivia.