El que está despierto y consciente dice: soy todo cuerpo, no hay nada fuera de él.
Friedrich Nietzsche
1. El cuerpo en la letra
En una entrevista concedida a la revista Caravelle, allá por los años noventa, Severo Sarduy confesaba lo siguiente:
Yo no pretendo transmitir consignas ni dar órdenes o consejos, ni establecer una moral, ni ir en contra o a favor de algo. Quizás solamente sugerirle al lector que piense por sí mismo, pero ya eso es otra cosa. En realidad, al escribir, trato de lograr de modo inmediato un placer, y mi intención no es contarle historias al lector, sino sumergirlo en una atmósfera de placer. Envolverlo con sensaciones táctiles, con olores, con colores, con sonidos. Intento crear una especie de cámara blanca llena de orquídeas, donde el lector encuentre un placer, un placer similar al erótico. Para lograrlo hago intervenir mi cuerpo en el acto de escritura, me muevo, camino, bailo, oigo música. Mi escritura es muscular, somática, enteramente física.1
El autor de Cobra expone en este fragmento algo que, en principio, parecería irrefutable: el verdadero escritor, cuando escribe, lo hace poniendo en juego todo el cuerpo. Ahora bien, conviene advertir que, aquí, la injerencia de lo corpóreo se presenta como una instancia anterior —o, a lo sumo, simultánea— al texto, es decir, como un acto propiciatorio de escritura y no ya como su efecto o resultado. Para Sarduy, el texto sigue siendo el propósito último de la escritura, más allá de que, para producirlo, el autor haya puesto en movimiento (y, a veces, incluso, en riesgo) su propia corporeidad.
Hay quienes prefieren llevar la experiencia poética al límite, convirtiendo su propio cuerpo en discurso o escenario.
Algo similar experimentan aquellos poetas que, habiendo concluido el proceso de escritura, comienzan a trabajar en lo que podríamos denominar “la fase interpretativa del texto”, es decir, sobre la memoria, la declamación, la gestualidad, etc., etc. Estos poetas consiguen llevar el poema a un plano extratextual que muchas veces potencia las de por sí innegables cualidades retóricas del poema. Casos como los de la uruguaya Marosa di Giorgio, el chileno Pedro Lemebel y el argentino Fernando Noy son, en este sentido, lo suficientemente ilustrativos.
Sin embargo, las cosas no siempre se dan de esa manera. Hay quienes prefieren llevar la experiencia poética al límite, convirtiendo su propio cuerpo en discurso o escenario, y al lector, ya no sólo en un ocasional escucha, sino también en espectador o coprotagonista. Esto es lo que en nuestros días conocemos como “poesía performática”.
2. Genealogía de la poesía performática
El término performático proviene de la voz inglesa performance art, que comenzó a ser utilizada a principios de los años sesenta por el grupo Fluxus para definir ciertos hechos artísticos en los que la provocación, la sorpresa, lo lúdico y hasta la improvisación adquieren un papel por demás significativo. En el arte performático, en definitiva, el dispositivo estético no reside en el objeto (ya sea éste un cuadro, una escultura o un texto), sino en lo que el sujeto/artista exteriorice y, por supuesto, en el impacto que esto pueda causar en el público.
La historia del arte performático se remonta a los inicios del siglo XX, específicamente a las acciones “en vivo” de ciertos artistas de vanguardia. Los “espectáculos provocación” de los dadaístas, organizados por Hans Arp y Tristan Tzara, que se realizaban en el ya mítico Cabaret Voltaire, son un claro ejemplo de esto. Como bien sabemos, uno de los grandes aportes de las vanguardias poéticas fue haber logrado hacernos comprender que la poesía no es sólo un conjunto de palabras escritas en verso, sino una experiencia estética que puede adoptar varias formas, estar constituida por distintos elementos y plasmarse en diversos soportes (ya sean éstos visuales, ya sean éstos orales).
Partiendo de esta premisa, a finales del siglo XX, y en pleno auge del arte experimental, surgieron diferentes tipos de manifestaciones de poesía en vivo, tales como la “puesta en voz”, la spoken word, la poetry out loud y los famosos slam. Si hay algo en lo que cualquiera de estas variantes coincide es en darle a lo visual y a lo verbal un lugar preponderante. Quizá esto se deba a que, en nuestros días —días en los que la tecnología audiovisual pasó a ser parte de la vida cotidiana—, las personas prefieren “ver” y “escuchar” un poema a leerlo simplemente.
La poesía performática, en consecuencia, no será nunca igual a aquella poesía que ha sido concebida únicamente como texto. Los recursos retórico-discursivos propios del poema escrito (sea éste tradicional, sea vanguardista) se aligeran, se vuelven más directos, asemejándose más a la narrativa que a la lírica, más al monólogo humorístico que al juego intelectual. La palabra no necesita ya ser trabajada porque ha dejado de ser el único elemento que interviene en el poema. Así, el dominio formal de la escritura le cede su lugar a la eficacia.
Las acciones performáticas, por su carencia de materialidad e historicidad, corren el riesgo de caer en el olvido.
3. Tres párrafos a modo de conclusión
La poesía performática pertenece a ese tipo de realizaciones artísticas que la crítica de arte denomina “no objetuales”, precisamente porque no persigue materializarse en un objeto u obra (en este caso un texto escrito). El trabajo del poeta performático, entonces, parece no tener otro destino que el de evaporarse no bien haya cumplido con su ejecución, dejándoles a aquellos que tuvieron la oportunidad de presenciarlo tan sólo algún fugaz recuerdo. Sucede que la poesía performática, al no generar obra, corre el riesgo de quedar fuera de la historia. No quiero decir con esto que el arte performático carezca de entidad, sino más bien que su identidad, en el mejor de los casos, está ligada al concepto de lo efímero. “La poesía es palabra en el tiempo”, decía Antonio Machado, en lo que parecía ser una apuesta a la temporalidad; el artista performático, por el contrario, busca librarse de ella.
El arte tradicional, es decir, aquel que deviene obra u objeto, posee una relación específica con el tiempo: la de su permanencia como cosa material. Así, la espacialidad y “durabilidad” del objeto artístico terminaron por ayudarlo a consolidar su propia identidad en tanto obra, a tal punto que muchas veces llegó a confundirse el valor estético de un objeto con su valor, digamos, “museístico”. Tal como advirtió en su momento Walter Benjamin, la fotografía, el cine y la televisión modificaron por completo este criterio. De hecho, a partir de ese momento, el arte comenzó a sufrir un proceso de “desmaterialización” tan radical, tan vertiginoso, que incluso nos permitió hablar años más tarde de un arte “poshistórico”, en cuyas filas se encuentra, según entiendo, el arte performático.
Como dijimos más arriba, las acciones performáticas, por su carencia de materialidad e historicidad, corren el riesgo de caer en el olvido. Del mismo modo, corren el peligro de convertirse en un producto accesorio de otras artes de mayor despliegue escénico, como la danza, el teatro o la ópera. Sin embargo, aquello que llamamos “performático”, aquello que origina la labor performativa, no pretende incorporarse al ordenado mundo de las artes convencionales, sino que busca saltar por sobre la historia y los símbolos culturales que ésta patrocina, no ya para reemplazarlos por otros más “legítimos”, sino para encarnar un espectacular gesto de ruptura, gesto que, al fin y al cabo, no hace otra cosa que poner en evidencia la inevitable fugacidad de lo corpóreo.
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Notas
- Marvel Moreno. “Severo Sarduy: ‘Plagio, robo y pillo todo lo que me gusta’”. En: Caravelle, año 1997, volumen 68, número 1, pp. 163-169.