En medio de las llamas, apagando con un mantel el incendio que había causado, quería devolver el tiempo, más aún cuando todo quedó en negro. “¿Qué hago aquí, en medio de esta oscuridad, en medio de la nada? No veo”. En mi memoria se dibujó, fugaz, un movimiento. Cuando nos movemos de sitio, transformamos el espacio e, interiormente, algo también se mueve.
En 1999, Teatro Altosf estrenó en su sala de Parque Central una hermosa obra llamada Los intérpretes. Esta vez yo no actuaba, lo hacían el mismo director y su hija mayor, dirigidos por su esposa, Ana. Al final de la noche, mientras apagábamos los reflectores y las candilejas de la cartelera y cerrábamos la sala, les comenté que la obra me había conmovido tanto que “me gustaría poder vivir así”. No pasó una semana cuando Juan Carlos, el director del grupo, me llamó por teléfono para decirme que, pensando en lo que yo les había dicho, hablaron con el dueño de una casa que estaba desocupada frente a la suya, en un sector de la Colonia Tovar, para que me fuese a vivir allá y que él, Alberto, profesor de la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab), estaba de acuerdo porque hacía falta alguien para cuidar; que lo pensara. La verdad es que, en principio, la propuesta me desconcertó.
En ese momento trabajaba en el Museo de Ciencias, tenía en general muchas actividades y estaba acostumbrada a Caracas, pero la idea de irme a la montaña era muy seductora, así que al poco tiempo fui con Alberto y su esposa Zulay a una visita corta para conocer la casa. En ocasiones había subido para hacer talleres intensivos en el espacio de trabajo que tiene el grupo ahí, así que el viaje no representó mayor novedad.
La Colonia Tovar, que fue fundada en 1843 por un grupo de colonos provenientes de distintas zonas de esa región, conserva muchas tradiciones e incluso un idioma propio, el alemán coloniero.
Llegamos al pueblo y paramos a comprar cosas de comer, así que aproveché la ocasión para curiosear ese hermoso lugar en medio de las montañas, sus originales edificaciones blancas de techo rojo a dos aguas con el característico entramado fachwerck, o de maderas trabadas, que es el estilo constructivo típico de la región de la Selva Negra alemana. La Colonia Tovar, que fue fundada en 1843 por un grupo de colonos provenientes de distintas zonas de esa región, conserva muchas tradiciones e incluso un idioma propio, el alemán coloniero. Su iglesia, San Martín de Tours, fue levantada a los cuatro meses de fundado el pueblo. Actualmente hay dos, una al lado de la otra, pues la población ha crecido y las misas más concurridas, como las de aguinaldos en Navidad o las de los domingos cuando hay turistas, se hacen en la grande para que quepa la gente. Ambas son hermosas, pero la pequeña, la antigua, tiene la calidez de la madera y un aroma a cera de velas e incienso que llama al recogimiento, ella posee el encanto que da el tiempo y la historia a un lugar; conserva aún la estatuilla de san Martín de Tours que trajeron en su viaje los primeros colonos. Esta iglesia originalmente era muy pequeñita, hecha de madera con bahareque; el único registro de su versión original es un cuadro que hizo el pintor Bellermann cuando pasó por la Colonia Tovar en 1844. A partir de ahí fue modificada y ampliada varias veces en la medida en que la población iba creciendo o que hubiera que repararle algún desperfecto. En 1971 se le agregó un ala que le dio una particular forma de ele, inspirada en una iglesia gótica protestante de la Selva Negra, llamada Freudenstadt, hecha en 1608, con la misma forma.
Mientras caminaba pude ver las edificaciones más emblemáticas: la Casa Benitz, que funcionaba como un abasto en el que los primeros colonos canjeaban por fichas algunos productos y alimentos, y que hoy día se llama Café Muhstall; la Casa Codazzi, también conocida como Villa Jahn, que fue propiedad del general Agustín Codazzi, pues fue el primer jefe de la Colonia Tovar y participó en las exploraciones de la zona en 1841, cuando el general José Antonio Páez, en su segundo gobierno, impulsó el proyecto de traer a este grupo de inmigrantes para hacer una colonia agrícola. La llegada de los alemanes a estas montañas fue una ardua empresa humana, pues sus primeros años, aislados del resto del país, los forjaron como un pueblo trabajador y, en cierto modo, autosuficiente. También forma parte de este conjunto la llamada “antigua escuela”, la primera que hubo: fue levantada en 1917 en madera y bahareque, y su estructura también es original. Todas estas edificaciones forman parte del llamado “cuadrilátero histórico” y están alrededor de la plaza Bolívar, un lugar de concurrencia para los pobladores de la colonia en fechas especiales. Aún quedan también algunos molinos de agua que hicieron para trillar maíz, trigo o café.
Luego del paseo, nos fuimos a conocer la casa y conversar sobre el acuerdo, que en principio era por un año. Mis vecinos del teatro me recomendaron sin reservas. La casa era hermosa, con un estilo particular y diseñada por Alberto junto con un constructor francés que vivía por la zona: ladrillos rojos al descubierto, con una parte importante hecha de piedras de la zona y un gran techo a dos aguas de madera machihembrada de tablas anchas, cubierto con unas láminas ordinarias de zinc pintadas de verde, pues hacía un año había sufrido un incendio y tuvieron que sustituir las láminas asfálticas que tenía. Por dentro, una chimenea y grandes ventanales que dan a un extenso valle al que viene a dormir una nube muchas mañanas. Un lugar único, en plena montaña, tres pinos al final de la loma, un araguaney, árboles de durazno, de higos, un laurel, de naranja, limón y guayaba. También abundaban margaritas, novios y lirios de muchos tipos. Los que más me gustan son unos rosados, silvestres, que aparecen de vez en cuando cubriendo grandes áreas y que algunos llaman “juancitos”.
Al final de la tarde, volví a Caracas. Con apenas un año de graduada, temía dejar la seguridad de un empleo en el Museo de Ciencias por algo que no se parecía a los propósitos que suponen una vida ordenada: me estaba arriesgando a algo desconocido.
En el museo había un excelente equipo de trabajo encabezado por Sergio Antillano Armas, presidente de la Fundación Museo de Ciencias para ese momento y quien, ante mis planes de irme, me dijo con buen humor que dejara de “hipear”. Era un momento extraño en el museo, se había ido Alejandro Reig, el coordinador de Investigación y Conceptualización, que era mi jefe directo; se había ido Raúl, mi compañero de investigación; la fotógrafa con quien también compartíamos oficina y hasta la secretaria, así que yo estaba sola en el departamento. En general estaba todo paralizado porque no había una nueva exposición en vísperas y tal vez comenzaba un enrarecimiento del país con el nuevo gobierno.
El primer año fue duro. Me impuse una vida de monasterio. Decidí no tener novio ni distracciones, ni siquiera televisor.
En Caracas vivía alquilada en Parque Central con una amiga del teatro, pero poco a poco me fui llevando mis cosas a la Colonia. Cuando me llevé las más grandes, mi amiga y yo nos despedimos con lágrimas, aunque sabíamos que nos veríamos la semana siguiente, porque por un tiempo yo subía los viernes y bajaba los lunes, pues aún estaba en el museo. Llorábamos porque sabíamos que algo estaba cambiando. No tenía las cosas claras y la decisión era guiada por una especie de intuición, algo no muy racional.
Afortunadamente, también soy orfebre, de modo que armé mi taller en la nueva casa. Sentada en mi banco de orfebre, buscaba entre detalles de miniatura algún suceso que me elevara sobre un mundo de tanto ruido; tenía ahora un lugar para crear, para transformar la materia.
El primer año fue duro. Me impuse una vida de monasterio. Decidí no tener novio ni distracciones, ni siquiera televisor. De igual modo no faltó algún vecino que, al enterarse de que una chica vivía sola en esa casa, se acercara a husmear, o amigos de Caracas buscando, con disimulo, invitaciones. Tampoco faltaban quienes querían organizar parrillas o cumpleaños; yo tenía claro que nadie entraría en esa casa a “buscar fiesta”.
Hacía mis piezas de joyería y comencé a dar clases de castellano en un liceo del pueblo, que para ese momento dirigía una monja. Me costaba mucho vender las joyas (aunque exhibía en las tiendas de los museos de arte en Caracas) y en el liceo pasé un tiempo sin cobrar, de modo que en ocasiones el dinero casi no me alcanzaba ni para comer; no tenía carro y cuando salía de clases tenía que volver caminando desde el pueblo en pleno mediodía, unos seis kilómetros. Un día me desmayé llegando a la casa porque no había comido.
Algunas personas me aconsejaban que volviera a Caracas ya que me estaba yendo mal; sin embargo, yo estaba convencida de que esa situación, en apariencia extrema, me hacía bien, le hacía bien a mi alma. No me importaba la austeridad, me sentía feliz experimentando en la casa, haciendo piezas de orfebrería, ensayando frente a los ventanales algún movimiento de danza o teatro. Leí a san Juan de la Cruz, a santa Teresa, la Biblia completa. Leía mucho. En especial, aprendía a leer el suceder y lo que me rodeaba. La soledad me obligaba a estar conmigo, a explorar mi ser y preguntarme sobre el misterio de la existencia. Y a crear.
Después del desmayo, Ana, la esposa del director del grupo, me dijo que hablase con la monja para pedirle un adelanto. Pero me daba mucha vergüenza. Entonces me dijo: “Con todo lo que ha pasado en el mundo: guerras, luchas, amores, construcciones, destrucciones, ¿te va a dar pena pedirle a una monja un adelanto? ¡Díselo! Y si no puede, no pierdes nada”. Así que un día me armé de valor, fui a la dirección a hablar, que cuando me llegase el primer pago se lo devolvía, y ella, sin preguntar nada, me lo dio. Era poco, porque no soy docente sino antropólogo y aún no había hecho el componente, así que figuraba como “no graduada”. En todo caso, hice un mercado decente.
A la vez, con varios amigos artistas de la zona, creamos una fundación para enseñar artes y oficios a niños campesinos. Yo les daba orfebrería y lectura (también alfabetización a los grandes). La idea original era reinsertarlos al sistema educativo, pero no pudimos sostenerlo por mucho tiempo. A veces los niños no venían a clases porque tenían que trabajar cortando paja para las siembras de fresas, o buscando leña. A los de una casita cercana a la mía, yo los llamaba a los gritos, pero respondían desde otro lado, al mejor estilo del canto tirolés suizo: “No puede ir porque está trabajandooouuuu”. Al final, sólo quedé con tres niñas preadolescentes como aprendices, una de las cuales trabajó conmigo por varios años.
Así pasaban los días. Una noche, encendí la chimenea para leer calentándome al fuego. Era fascinante el efecto de las llamas moviéndose y mientras la leña crujía. Después de un rato quise avivarlas y soplé un poco con el libro que tenía, pero al no levantar, se me ocurrió ponerle más gasolina. Como la gasolina es muy peligrosa, tomé la garrafa con una mano, vertí un poquito en la tapa, luego con la tapa lancé de lejos el líquido, y cuál fue mi sorpresa que la llama saltó en reversa, como un líquido amarillo incandescente que se venía hacia mí haciendo un doble arco: de la chimenea a la tapa y de la tapa a la garrafa que tenía en la mano. Traté de salir pero me tropecé, se me cayó al piso y una llama gigante subió ante mis narices. Abrí la puerta de la casa para buscar agua y el viento que entró avivó más el fuego; no tenía la manguera conectada y no sabía qué hacer; entretanto la llama crecía y comenzaba a tocar el sobrepiso del ático y las escaleras de madera. Comencé pedir auxilio sin éxito llamando a un vecino que era cuidador de la casa más cercana. Sin pensarlo, pasé entre las llamas para ir a la cocina a buscar algo, tomé un mantel, volví totalmente encandilada y comencé a golpear el fuego logrando apagarlo en uno o dos minutos.
Todo se quedó en negro. No veía nada, absolutamente nada, estaba ciega. Pensé que se habían quemado los cables: “¡Dios mío! ¿Cómo le explico a Alberto que incendié la casa?”.
Como la llama en reversa, quería devolver el tiempo. Sola, con mis pensamientos, con mis sentimientos, con mis miedos, en el negro de la noche, en medio de una montaña, estaba paralizada.
Mi año de experimento se convirtió en un cambio de vida, de costumbres y de mirada.
De pronto vislumbré un punto de luz arriba y me di cuenta de que era uno de los bombillos de la sala y que la oscuridad era por el humo, así que corrí a abrir las ventanas. La aparición de las cosas frente a mí fue una de las escenas más impactantes que he tenido en la vida, era “la disipación de las tinieblas”, pasar del negro de la ceguera a la aparición del mundo frente a mí, como si estuviesen poniendo cada cosa cuando las veía. Como cuando, al iniciarse una obra de teatro, los reflectores señalan lo que se quiere mostrar, se me mostraba el secreto de la creación: mis ojos fueron lámparas. En la oscuridad la luz puntualiza lo que hay que ver.
El humo fue saliendo por las ventanas como chupado desde afuera, como un acto de magia. Era la experiencia orgánica de “no ver – ver”, la revelación de una existencia distinta que me fue posible leer en ese instante y que le daba sentido al movimiento espacial que había emprendido. Una nueva sensibilidad me fue mostrada de forma amorosa, pues yo estaba ilesa.
Mi año de experimento se convirtió en un cambio de vida, de costumbres y de mirada. Es ahora cuando he devuelto el tiempo para iluminar lo que me fue mostrado. Me casé, tuve una hija y estamos haciendo una casa propia. También junto al grupo de teatro, con mucho esfuerzo, estamos construyendo un espacio de arte entre estas montañas. No veo de qué otra forma puede uno mudarse si no es para que algo por dentro también se mueva. Agradezco a los que llegaron antes y posibilitaron otros movimientos.
Días amables y también otros muy rudos. La relación directa con los elementos ha sido una continua enseñanza: lluvias que inundan la casa, tiempos de barro y tiempos de polvo; siempre los incendios (pero ahora fuera de casa). Los ventarrones derribaron los pinos de la colina y en ocasiones hacen temblar todo. Cada detalle es la manifestación de un lenguaje por descifrar, todo habla. Ya son más de veinte años viviendo en este lugar lleno de secretos, sembrando en mi alma, habitando una luz diferente, escuchando el canto de los pájaros, viendo crecer las flores, las luciérnagas aparecer, las estrellas arroparnos, viviendo a diario, la creación.
- Ver o no ver, he ahí el secreto - martes 26 de octubre de 2021