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Crónica nostálgica sobre un Taller Internacional de Jóvenes Escritores

martes 16 de noviembre de 2021
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Ednodio Quintero
Ednodio Quintero nos enseñaba sus propias definiciones acerca del cuento y la novela, así como sus propias técnicas junto a las de reconocidos autores.
“La tierra es de quien la trabaja, levántense, haraganes”.
Grafiti pintado en el cementerio de Bogotá, Colombia.

En noviembre del año del Señor de 1994, en la ciudad de Barquisimeto, Venezuela, se realizó el Primer Taller Internacional de Jóvenes Escritores Latinoamericanos (Tijel), organizado por el Consejo Nacional de la Cultura de Venezuela. La selección de los participantes estuvo a cargo de un prestigioso jurado conformado por Julio Ortega, del Perú; Ronaldo Costa-Fernandes, de Brasil; Santiago Espinoza, de México; Luis Barrera y Maritza Jiménez, de Venezuela, y otros intelectuales de México y Brasil.

Este jurado seleccionó a los escritores Víctor Álamo y Alejandro Krawietz, de las Islas Canarias; Ricardo Tórrez y Carlos García, de Puerto Rico; Blanca Estela Domínguez, de México; Rafael Chaparro, de Colombia; Carlos Antognazzi, de Argentina; Luis Felipe Castillo, Israel Centeno, Verónica Gallego, Ricardo Azuaje, Gisela Kozak, Marco Tulio Socorro, Armando Luigi y Slavko Zupcic, de Venezuela; Leonardo Valencia, de Ecuador, y mi persona, de Bolivia, un honor ser el único boliviano. El taller, definido como un encuentro de diálogos, discusión, reflexión y trabajo sobre la narrativa, estuvo coordinado por el maestro Sergio Pitol, escritor mexicano con varios volúmenes de cuentos y novelas y autor de traducciones, y el escritor Ednodio Quintero, narrador venezolano que ese año había merecido el premio Miguel Otero Silva por su novela El rey de las ratas.

Barquisimeto es una hermosa ciudad. Recuerdo que, en ese año, las paredes anunciaban románticos grafitis desplegados como declaraciones por todo el pueblo; los participantes del taller hubiésemos querido conocer a Glenda, famosa destinataria de muchos de estos mensajes murales; uno de ellos —cercano al hotel donde nos hospedábamos— simplemente decía: “Glenda, te amo, aunque vivas con otro”. Las casas de Barquisimeto llevaban en sus puertas nombres de mujeres, flores y nostalgias; el número de cada vivienda no interesa, los hogares poseían nombres propios como entidades vivas, como debe ser un hogar, tal como las ciudades invisibles de Ítalo Calvino; quiero creer que, décadas después, la ciudad sigue igual. El grafiti que abre esta crónica me lo pasó Rafael Chaparro, que representó a Colombia y Premio Nacional de Novela 1992. El mensaje es obvio: la literatura es de quien la trabaja.

 

Ednodio Quintero, rodeado del humo de su cigarrillo y de una enigmática personalidad literaria, nos ayudaba a encarar los problemas que se le presentaban al narrador.

El taller y sus artesanos

Recuerdo que, en la primera reunión, Pitol y Quintero definieron los temas, nos presentamos y los aprendices de escritores nos convertimos en cartógrafos de nuestras geografías, relatando nuestros rumbos, caminos y paisajes interiores con la libertad absoluta que nos brinda la literatura.

Ednodio Quintero, rodeado del humo de su cigarrillo y de una enigmática personalidad literaria, nos ayudaba a encarar los problemas que se le presentaban al narrador. Nos enseñaba sus propias definiciones acerca del cuento y la novela, así como sus propias técnicas junto a las de reconocidos autores; guiaba el diálogo que, por momentos, parecía perder el rumbo entre tantas opiniones y sugerencias de los que participábamos. Una simple mención a un autor podía ser objeto de amplia discusión o de un ominoso silencio. Así, se señalaban cosas como aquella de que “el argumento bien puede ser un regalo de los dioses o una maldición de ellos mismos”. Aprendimos a reconocer la capacidad para oír nuestras propias voces a través de la memoria, así como de la tradición y el entorno cotidiano. Alguien habló de la necesidad de huir de los lenguajes crípticos que no los entiende ni el propio escritor, consejo que sigo hasta el día de hoy.

Hablamos de la “herencia de Cervantes” y del anhelo de cada escritor por escribir su Quijote, de las posibilidades del lenguaje y de la condición humana. Nos detuvimos en la importancia de leer a los clásicos; recuerdo que en mi libreta anoté una conclusión para mí mismo: el arte de la novela es un testimonio de esa voluntad nuestra de llegar al límite, al extremo último, al “fondo del fondo” —como diría Jaime Sáenz. Otro día nos aclaró que “la escritura es una moledora de todo: un escritor, en su fase inicial, siempre es la imitación de otro autor precedente o de sus padres hasta encontrar un mundo, una voz. El idioma es un instrumento descuidado por todo el mundo; el escritor tiene que darle cuentas no al mercado sino a Cervantes y a la propia lengua, ayudar a crear un idioma, con un léxico propio y construcciones de forma particular…”.

Sergio Pitol
Con el maestro Sergio Pitol volvimos al tema del respeto que merecen las obras de los demás.

Con el maestro Sergio Pitol volvimos al tema del respeto que merecen las obras de los demás. A la necesidad de reconocer la labor del otro en el pensamiento propio y al hecho de que hemos heredado un lenguaje que se ha construido a través del tiempo, del que debemos aprender sus giros, sus formas y sus posibilidades. De revisar, permanentemente, nuestro legado histórico y reflexionar sobre nuestros contemporáneos. La de fomentar en nosotros mismos un gusto ecuménico por más lecturas y la reiteración de la lectura de ciertos clásicos.

Recuerdo muy bien que, en la primera clase, Pitol nos advirtió que “no trataba de enseñar a escribir a nadie, sino de acercar a las personas a encontrar su camino en la literatura, su vocación”; luego nos aclaró que “uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas”, consejo que luego aparecería en su libro El arte de la fuga (1996).

En otra oportunidad nos recomendó que cuando escribamos un cuento pensemos en un poema, pero que lo escribamos como un cuento y que nunca creamos que existe una receta para escribir un cuento, cada quien inventa la suya en la medida que lo va escribiendo: “El novelista deberá entender que la única realidad que le corresponde es su novela, y que su responsabilidad fundamental se finca en ella. Todo lo vivido, los conflictos personales, las preocupaciones sociales, los buenos y los malos amores, las lecturas y, desde luego, los sueños, habrán de confluir en ella, puesto que la novela es una esponja que deseará absorberlo todo. El narrador cuidará de alimentarla y fortalecerla, impidiéndole cualquier propensión a la obesidad”.

Sergio Pitol, autor de libros de cuentos, novelas y ensayos, fue galardonado con el premio Miguel de Cervantes en el año 2005, además, por supuesto, de haber cosechado otros galardones durante toda su vida. Pitol también dirigió talleres de escritura creativa tanto en México como en varios países. Falleció el año 2018.

 

Y eso fue lo que hicieron Sergio Pitol y Ednodio Quintero, dejar que cada uno navegue en el impredecible mar de las palabras.

Un taller inolvidable

Durante mi vida he participado en varios talleres de literatura, tanto en Bolivia como en otros países. En Bolivia estuve un par de semanas en uno ya mítico dirigido por el escritor y poeta Jorge Suárez en la década de los ochenta. Sin embargo, creo que este taller marcó mi producción literaria.

Para los jóvenes escritores copio un consejo escuchado en ese taller; le pertenece al escritor venezolano Luis Britto García, quien plantea que “no existe el arte de narrar, existen las artes de narrar. La literatura es arte por lo mismo que puede ser aprendida, pero no enseñada. Sus grandes capitanes pueden legarnos brújulas, pero cada una está hechizada por un norte distinto”. Y eso fue lo que hicieron Sergio Pitol y Ednodio Quintero, dejar que cada uno navegue en el impredecible mar de las palabras con aquellos elementos que, quizás sin saberlo, guardábamos en la bitácora de nuestra memoria, y eso es lo que yo intento hacer en mis talleres.

Se leyó y se escuchó muchos cuentos, cada quien en lo suyo y cada loco con su tema. Las horas del taller se prolongaron en la piscina del hotel —pileta, corregía Antognazzi— y a muchos famosos autores latinoamericanos les han debido arder sus orejas ante los irreverentes comentarios de los jóvenes e irreverentes conjurados por el Tijel, práctica común de estos y otros encuentros. A propósito de chismes y odios literarios, creo que Leonardo Valencia contó que Germán Espinosa, escritor colombiano, dedicó su última novela a todos sus enemigos, ellos fueron su impulso y su motivo, desplazada venganza frente a los denuestos y odios personales. Recuerdo que lo mismo hizo el español Camilo José Cela.

Estas tertulias, amenizadas por los boleros y la guitarra de Ricardo Tórrez y el cuatro de Carlos García, hasta la madrugada, nos ganaron el apodo de locos con los que nos reconocían los empleados del hotel. Si algo quedó claro entre los participantes es que las posibilidades narrativas son tantas como realidades mismas y que, como lo escribiera Cioran, citado por Ricardo Azuaje, “no se escribe porque se tenga algo que decir, sino porque se tiene ganas de decir algo”.

Así se sucedieron los días, escribiendo, dibujando y descifrando los mapas que representaban nuestras vidas, nuestros sueños y nuestras pesadillas. La poética de cada uno se definía no como la causa sino como el resultado de una obra donde el autor había perfilado su mundo y donde vamos aprendiendo y desaprendiendo a cada paso, al decir de Sergio Pitol. Resultado de un trágico descubrimiento, el de saber con alegría y horror que la escritura es nuestro único destino, como lo advierte Ednodio Quintero en su propia arte narrativa.

El taller se constituyó en una experiencia necesaria para conocernos, evaluarnos e intercambiar ideas y criterios sobre el estado de nuestra literatura. Ahora puedo afirmar, citando al escritor venezolano Eduardo Liendo, que aprendimos que se puede “vencer a la muerte con el filo de la palabra”.

 

Opio en las nubes

Hice buenos amigos y amigas, con algunos nos mantuvimos siempre en contacto y a otros los he ido encontrado en las redes sociales. Imposible olvidar una anécdota con Rafael Chaparro Madiedo, de Colombia, a quien al regresar a Bolivia le envié un paquete con algunos libros míos. No recibí respuesta de él, hasta que un día, meses después, en mayo de 1995, el cartero me trajo un sobre que contenía un libro suyo fotocopiado y una carta de uno de sus familiares informándome de su fallecimiento y pidiéndome disculpas por la fotocopia; ya no les quedaba ningún ejemplar, me aclaraba. La novela era Opio en las nubes, un libro que ahora es de culto, loquísimo, con personajes inolvidables, así como el taller y sus maestros. Estas palabras son mi homenaje. Fue un taller en el que aprendimos muchas cosas respecto a las técnicas narrativas, no sé si yo las aplico con éxito, quiero creer que así es. En todo caso, cada vez que escribo intento no olvidar sus consejos.

Homero Carvalho Oliva
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