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Esplendor y fábula de un día de gaitas

martes 21 de diciembre de 2021
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Esplendor y fábula de un día de gaitas, por Douglas Bohórquez
La gaita es culturalmente tan heterogénea como la hallaca, el plato emblemático de la Navidad venezolana.
A mi hermano Nelson Bohórquez, por los días compartidos

Mis primeros recuerdos de la gaita se remontan a los años finales de mi infancia. Corría el año de 1964. Mi padre decidió que la familia se mudara a una nueva casa ubicada en un nuevo barrio de Maracaibo, denominado Sierra Maestra en honor, imagino, de la Revolución cubana. Una mañana, en vísperas de Navidad, percibí unos sonidos como de jolgorio que parecían provenir de la casa de un vecino cercano, una música que me parecía haber escuchado antes, en la radio. Me acerqué. Tendría yo unos ocho años aproximadamente. Celebraban una gran fiesta amenizada por un conjunto de gaitas. Nunca había visto ni escuchado uno en vivo. Me invitaron a pasar. Me emocionaba ese espectáculo. La alegría era desbordante y contagiosa. Algunas de las personas allí reunidas bailaban al son de la música. Otros tomaban cervezas y escuchaban atentamente. Se trataba de una música que hacía vibrar, es decir, no sólo era para escuchar sino que penetraba a través de la piel, estimulando el movimiento del cuerpo. Generaba un sentimiento y una alegría muy particulares. No sé si podría describir con exactitud aquella impresión que me exaltaba. Existía una suerte de comunión en el rapto emotivo que despertaban esos ritmos, la melodía, las canciones.

A través de la radio mi percepción había sido distinta. En la casa se oía con frecuencia una emisora llamada Ondas del Lago y sabía que existían grupos gaiteros que se escuchaban en los días de Navidad, en los que, me decían mis hermanos, sonaba un furro, un cuatro, una charrasca, unas maracas y una tambora. A mi imaginación de niño le llamaba poderosamente la atención el furro. ¿Cómo sería uno? Ahora lo veía en vivo en plena actuación y en armonía con los otros instrumentos de aquel grupo. Aún recuerdo que lo tocaba un señor gordo que permanecía sentado al lado de quien tocaba la tambora. Los otros, el del cuatro, el de la charrasca y el de las maracas, estaban de pie. Una mujer joven cantaba con una voz cautivadora. Los otros integrantes del grupo la acompañaban una vez que ella interpretaba su estrofa o copla, haciéndole coro.

De pronto culminó una gaita y se hizo una breve pausa que aproveché para notificar a mi mamá que yo estaba en la casa de la fiesta. Cuando regresé, otros invitados y vecinos se habían incorporado a la celebración. El conjunto inició una nueva pieza musical. Ahora podía ver cómo el cuatro era el instrumento líder que arrancaba y daba la pauta a la cantante y a los otros integrantes del conjunto. Otra vez me emocionaba. Sentí entonces que aquella música y aquellas canciones me decían algo particular, que me identificaba con los demás que disfrutaban la fiesta. Sentí que era una música con personalidad propia, de mi región, donde había nacido y crecido. Eso, pienso ahora, es la gaita zuliana, una música que nos identifica con una región, con un estado, es decir, con Maracaibo, con el Zulia. Implica un sentimiento de querencia y pertenencia a esta región así como una estética y una poética muy de estos lugares. Hay una manera de ser zuliano así como hay una manera de sentir la gaita. Desde aquella imborrable parranda gaitera escucho las gaitas preferentemente tradicionales y en noviembre o diciembre que son los meses de celebración navideña. En otros meses la gaita no tiene para mí las mismas resonancias de esplendor rítmico y afectivo. Cuestión de gusto, quizás. Nos marca el tiempo, la tradición. No sé cuándo terminó aquella fiesta. Pudo extenderse hasta la noche o la madrugada, pues hubo un momento en que prácticamente todo el vecindario se había incorporado. Mi madre me mandó a buscar con un hermano mayor que a su vez se integró a la celebración. De pronto observé que varias hermanas y hermanos se habían sumado y algunos de ellos bailaban o disfrutaban plenamente de las gaitas.

Aquel conjunto gaitero que escuché en vivo por primera vez representaba la gaita tradicional.

Hace algunos años, en un noviembre que se prolongó hasta enero del siguiente año, visité con mi esposa a mi hijo Gabriel, que vive y trabaja en Alemania. El 22 de diciembre de aquel 2015 invitamos a un amigo alemán al apartamento de mi hijo para compartir un rato con algún vino y alguna comida. Le hicimos escuchar algunas gaitas. Noté que aquella música no le emocionaba como a nosotros. No compartía nuestro mismo entusiasmo y alegría por aquellos, para él, extraños ritmos, quizás.

Aquel conjunto gaitero que escuché en vivo por primera vez representaba la gaita tradicional. Aún no incorporaba teclado ni bajo o guitarra eléctrica. Aunque reconozco que estos instrumentos le aportaron a la gaita nuevas sonoridades, sigo amando aquella gaita primigenia que inundó de belleza y alegría mis sentidos aquella memorable mañana de 1964. Nunca supe el nombre del grupo ni de la cantante pero me convertí en un entusiasta seguidor de los programas de radio dedicados a ella. Era la época en que comenzaban a surgir conjuntos gaiteros en distintos sectores de Maracaibo. Me aprendí los nombres de algunos de los más famosos: El Saladillo, Los Cardenales del Éxito, Gran Coquivacoa, Maracaibo 15, Barrio Obrero. Entre los cantantes recuerdo los nombres de Ricardo Aguirre, Ricardo Cepeda, Ricardo Portillo, Astolfo Romero. Entre las mujeres llamaba mi atención la singular voz de Deyanira Emanuels, pero también otras como Lula López, Raquel Ávila o Gladis Vera tenían amplia audiencia.

No están determinados con precisión los orígenes de la gaita zuliana pero en su polifónica hibridez rítmica y musical podemos detectar la presencia cultural de nuestros indígenas a través de un cierto sentimiento de nostalgia y de queja que se expresa en ciertos cantos primitivos, en un instrumento como las maracas o en la charrasca, que algunos estudiosos piensan que podría derivar de la transformación de algún utensilio usado por ciertas etnias desde los tiempos prehispánicos.

También las raíces indígenas se manifiestan a través de algunos nombres o formas onomatopéyicas, en las repeticiones de los “ayes” que contrastan con la alegría que le aportan a la gaita instrumentos como el cuatro, que recuerda a la guitarra española, o el furro o furruco, que se ha señalado que procede de la zambomba hispánica. Los golpes de tambora denotan la inequívoca presencia de África. Instrumentos como el bajo, el teclado o la guitarra eléctrica son modernizantes y, aunque subrayan su sincretismo rítmico, son ajenos al carácter y la personalidad original de la gaita. Ésta es culturalmente tan heterogénea como la hallaca, nuestro plato emblemático de la Navidad. No obstante que sus orígenes se han vinculado a ciertas fiestas de negros que tenían lugar en tiempos de la Colonia en haciendas al sur del Lago de Maracaibo, su esplendor urbano comienza a manifestarse a inicios del siglo XX, cuando al alborear la Navidad se constituían grupos que tocaban en casas de familia en barrios o sectores populares como El Saladillo o El Empedrao. Este último es el espacio privilegiado de la denominada Gaita de Santa Lucía, que se estima deriva, como los otros tipos de gaita (de furro, de tambora, perijanera, tamborera), de un sincretismo religioso y cultural entre elementos indígenas, blancos y negros. Particularmente relacionada con una deidad negra llamada Dambalá, la Gaita de Santa Lucía se ha señalado que deriva del intercambio cultural entre peones negros que se trasladan desde el puerto de Gibraltar, cuando perdió vigencia, al puerto de Maracaibo, donde se vinculan a sectores de blancos de orilla y de vascos y asturianos que dominan el comercio de mercancías.

La gaita es un hecho simbólico profundamente imaginativo. Procedente del rico imaginario cultural venezolano, su elaboración misma no ha dejado de enriquecer su acervo a través de la fabulación de versos, recreación de anécdotas, personajes, objetos cotidianos o locales y episodios del acontecer regional y nacional. Nada escapa a la imaginación del compositor de gaitas, que puede hacer suyo todo un inventario fabuloso de temas y acontecimientos o situaciones que suelen ir desde lo erótico-amoroso hasta lo político o religioso y hasta lo humorístico. Sus versos, cantos o estribillos a veces pícaros, jocosos o religiosos, otras veces recreativos de paisajes o escenas regionales, son siempre ingeniosos. Tal, la denominada “El barbero” o “Las cabras”, por sólo señalar dos, que nos hacen pensar en una Maracaibo de costumbres aún un tanto rurales. Siempre marcados por la rica y particular oralidad zuliana, algunos cantos de gaitas argumentan quejas o críticas sociales o políticas, mientras otros elogian figuras relevantes del acontecer regional o nacional. Pasada quizás su mejor época, ¿vivimos la decadencia de la gaita? No lo sé. Me parece que este es un asunto controversial. Como género del folklore es un hecho de cultura cambiante, pero no creo que desaparezca, pues lo veo profundamente ligado a la espiritualidad de los zulianos, es decir, a la identidad e idiosincrasia de éstos.

En algunas gaitas tradicionales a la Chinita pervive ese fabuloso imaginario de la divinidad, transformada en acontecimiento sagrado, en milagro.

Un capítulo aparte lo constituyen las gaitas en alabanzas a la Virgen de Chiquinquirá, mejor conocida como la Chinita debido a sus rasgos goajiros. Los versos en homenaje a la Chinita que conmemoran su aparición milagrosa en una tablita que encontró una anciana a orillas del Lago de Maracaibo, y las ferias que en su honor se celebran entre el 11 y el 18 de noviembre de cada año, son expresión de un fervor tan arraigado en los zulianos que denota toda una concepción mítico-religiosa de la vida. La multitudinaria y festiva congregación de personas en torno a ella durante el recorrido de su imagen en las cercanías de la Basílica que lleva su nombre, o su paseo en el Lago, convoca siempre numerosos grupos gaiteros cuyas interpretaciones dan inusitada alegría y esplendor a esos días feriados, en los que el clima de la ciudad, más benigno, ha sido tradicionalmente más festivo.

A mí en lo particular esa demostración popular de fe me recuerda las procesiones a la Virgen que fueron parte de mi formación en el colegio La Milagrosa, en la avenida Los Haticos, pero también las oraciones o invocaciones a Dios, las lecturas de vidas de santos y toda la devoción que involucraba la asistencia a las misas, especialmente las llamadas “de aguinaldo” en los días de Navidad. ¿Qué hay detrás de las gaitas a la Chinita? Veo en ellas, dado el culto religioso que involucran, el ámbito de un misterio, de un sentimiento de sacralidad popular que hoy lamentablemente tiende a desdibujarse en unas ferias que parecen haber mutado sólo en juerga y diversión, con lo que, creo, han perdido parte de su sentido primigenio, original. Sin embargo en algunas gaitas tradicionales a la Chinita pervive ese fabuloso imaginario de la divinidad, transformada en acontecimiento sagrado, en milagro. Me refiero a las gaitas que dan cuenta de una aparición, un sorpresivo día, en la vida de una humilde mujer de pronto iluminada de belleza y misticismo, por virtud de la fe religiosa.

Retrato en ocasiones nostálgico de un Maracaibo de otra época, muchas veces escuchando algunas gaitas he imaginado escenas de una ciudad que se ha desdibujado en el tiempo y que ha perdido trazos de su propia identidad. En otras ocasiones la aguda crítica social y/o política de su polifónico lenguaje me ha hecho pensar que vivimos penurias y calamidades que creíamos superadas. Tal, por mencionar sólo una: “Maracaibo marginada”, en la maravillosa interpretación de Ricardo Aguirre.

Algo de fábula y misterio tuvo aquel luminoso día de vísperas de Navidad en que por primera vez, siendo aún niño, viví la experiencia de aquel extraordinario espectáculo que era un toque de gaitas en la casa de un vecino. Esos mismos días acompañaba muy temprano en las mañanas a mis hermanas mayores a las misas de aguinaldo. Se rezaba y se cantaban gaitas, aguinaldos y villancicos. Después, el 24 de diciembre, había que dormirse temprano porque a los menores de la casa nos visitaría el Niño Jesús. Entonces la vida era un milagro.

Douglas Bohórquez
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