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Fronteras del amor
(veinte notas sobre amor y erotismo)

lunes 14 de febrero de 2022
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Eros y psique, de Antonio Canova
El mito de Eros y Psique trae a colación el complejo asunto de la mirada del otro, de la alteridad en la relación amorosa. Eros y psique (1793) • Escultura de Antonio Canova • Fotografía: Yair-haklai

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Creo que Eros ha sido un duendecillo travieso que me ha acompañado desde mi infancia. Cuando apenas tendría seis años recuerdo haber sentido una extraña atracción con respecto a mi primera maestra, la bella y misteriosa sor Carmela. Más tarde, ya adolescente, no entendía aquella especie de fuerza ciega que me arrasaba y obnubilaba. Algo de su ímpetu sexual me llevaba a enamorarme de las que me parecían las más bellas muchachas de mi entorno. Amor y belleza me perseguían, hacían de mí un adolescente un poco extraviado en la aventura de vivir. Era tímido. No me atrevía a confesar mis sentimientos. Sólo, de pronto, algún gesto. Me veo ahora, a lo lejos, regalándole Las mil y una noches a la chica que desesperadamente y en silencio amaba. Aquella adolescente bella que deseé o amé pensé que era mi puerta al paraíso, pero yo no sabía cómo franquearla. Nos mirábamos. ¿Me deseaba o amaba? Nunca lo supe. Entre los dos seguramente había una frontera que nos separaba llena de normas, silencios y prejuicios. No entendía el amor. Leo y escribo para intentar comprender.

 

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¿Cómo hablar del amor y el erotismo?, ¿desde dónde hablo?, ¿desde el lugar del académico aparentemente objetivo y desligado de clisés románticos y sentimentales? ¿O desde el lugar del enamorado o del amante, dado a repetir frases cursis y lugares comunes?, ¿cómo agregar algún nuevo matiz que ilumine esta desgarradura tan íntima que tanto nos excita dejándonos sin palabras? ¿Me atreveré a hablar desde el lugar del desdichado o despechado que no puede o no logra decir su soledad o desesperanza? Todo lo que diga está sujeto a sospecha.

 

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Tanto se ha hablado del amor y el erotismo y tan extraños de pronto nos parecen. Pasión que nos ata y nos libera, el amor, polimorfo, polisémico, es un lenguaje indecible. Tomo la voz de san Juan de la Cruz:

¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido…
salí tras ti, clamando, y eras ido.

 

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Eros, dios del amor, es una divinidad intermedia y un discurso fronterizo, pues se desplaza entre lo humano y lo divino, lo obsceno y lo sublime, lo prosaico y lo poético, el deseo y la pasión, la naturaleza y la cultura, lo imaginario y lo simbólico, el cuerpo (el sexo) y el alma.

 

El ser humano no ha cesado de inventar nuevas retóricas, nuevas poéticas y lenguajes como formas y sentidos del discurso amoroso.

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El erotismo es una forma lúdica, bella y perversa, en la que dialogan el amor y la sexualidad. Como tal, visto desde el psicoanálisis, oscila entre la represión y la transgresión, la prohibición y la ruptura, siendo algunas de sus líneas divisorias el inconsciente, el lenguaje de los sueños y el deseo.

 

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Hay un ámbito en el que el erotismo es frontera entre el sexo y el alma. Siguiendo observaciones de Octavio Paz y de Georges Bataille, cuando el erotismo alcanza el nivel del éxtasis amoroso se establece una frágil separación entre el misticismo y la orgía, el crimen y la santidad.

 

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Estas fronteras entre el sexo y el alma han sido siempre asediadas por el arte y la literatura. Desde la Edad Media con el “amor cortés”, pasando por el “amor romántico” hasta el “amor loco” de Bretón y los surrealistas o el “amor cibernético o digital” de nuestra era, el ser humano no ha cesado de inventar nuevas retóricas, nuevas poéticas y lenguajes como formas y sentidos del discurso amoroso para intentar nombrar una relación pasional que en su vértice unitivo, orgásmico, se resiste a la representación.

 

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En este vértice derivado de la unión o cópula, el amor y el erotismo limitan con el silencio, la nada, el no-saber. ¿Qué decimos?: un quejido, susurros. Es el reino de lo que los franceses llaman la petite morte (pequeña muerte), por su sentido de abandono y aniquilación. “Quedéme y olvidéme”, dice san Juan de la Cruz, en la “Noche oscura” del amante místico. Es también la imposibilidad para ese amante de encontrar la luz que supone otro lenguaje. Indecible y extraña frontera con el ser, con la nada.

 

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Espíritu intermedio y mediador, Eros, puesto que habita entre el mundo de los mortales y el mundo celeste, tiene el poder, tal como lo observa Platón, de “interpretar y transmitir a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses”. De allí que en su libro De amore: comentario a El banquete de Platón, el filósofo neoplatónico Marsilio Ficino comente que “…el amor… es un afecto intermedio entre lo bello y lo no-bello… Y por esta razón Diotima llamó al amor demonio. Porque así como los demonios están en medio de las cosas celestes y las terrenas, así el amor ocupa el punto medio entre la ausencia de forma y la forma”.

 

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Como sé que no puedo hablar desde la verdad del sabio, pues ¿quién tiene la verdad sobre el amor?, me invento mi máscara de lenguaje. Quizás no pueda hablar del amor y el erotismo sino desde ese lugar difícil del amante-ignorante que busca saber quién es ese otro a quien ama, cómo es, qué lugares visita, cuáles son sus palabras, sus gustos y preferencias. Son las máscaras del amante que se hace preguntas, que inventa excusas de lenguaje, que se esconde en ficciones (poemas, cartas, boleros, canciones, sueños, nombres, etc.) para no caer en la absoluta desesperación, la desesperanza o el desamor. Experiencia de los límites que busca nombrar lo inexpresable, Eros suele ser también un teatro de máscaras.

 

El amor, como el lenguaje, son vastedad y frontera, metáforas de Dios o del infierno, nos encierran y nos liberan.

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Espacios del deseo y la pasión, de la idealización y los espejos, el amor y el erotismo involucran la sexualidad, pero también los ámbitos del arte, de la poesía y por lo tanto del alma, esa entidad que los antiguos griegos personificaban en el mito de Psique, representándola como una adolescente con alas de mariposa. El mito de Eros y Psique trae a colación el complejo asunto de la mirada del otro, de la alteridad en la relación amorosa, presente ya en Platón a través de los vínculos que éste establece entre el amor y la contemplación de un ser otro, expresión misma de la belleza.

 

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Dados los impulsos transgresores que los animan, tanto el amor como el erotismo perfilan sus avatares en los territorios del juego, la fiesta o el sacrificio en los que la imaginación los liga al azar y a la aventura pero también a la posibilidad de la muerte y la nada.

 

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Ciertamente la literatura ha tenido en la representación de la experiencia amorosa una de sus justificaciones fundamentales, pero llevada ésta a su límite extático, la literatura y el arte declaran la imposibilidad simbólica de nombrarla. El amor, como el lenguaje, son vastedad y frontera, metáforas de Dios o del infierno, nos encierran y nos liberan. Entre estas paradojas y juegos de sentido que se desplazan de lo sublime a lo prosaico, de lo sagrado a lo obsceno, la experiencia erótica y amorosa, resistiéndose a un único lenguaje y a una única verdad, se han investido de una cierta condición de indecibles e intraducibles. ¿Se puede pensar o decir el amor? ¿Cómo se piensa?, ¿Cómo se dice? Carl Gustav Jung, el gran psicoanalista suizo, confesaba su perplejidad ante el amor. Sólo algunas notas dejo consignadas.

 

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Desde los antiguos griegos son conocidas las dificultades a las que se han enfrentado filósofos y pensadores desde distintas disciplinas del conocimiento para definir y conceptualizar el erotismo y el amor. Sujetos o fenómenos evasivos, fronterizos, inestables, plurívocos, no se dejan encerrar en una definición. La literatura los ha asediado insistentemente, pero cuando ha pretendido nombrarlos en su más alto vértice unitivo, el lenguaje rompe sus moldes expresivos y bordea los límites del silencio. El amante no es el sabio. Busca, como san Juan de la Cruz, una forma, un discurso, muchas veces entre el extravío y la divinidad, que lo reconcilie con el misterio, con lo otro, con lo desconocido.

 

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Ese dios, demonio o duende travieso que es Eros es también una forma de la belleza. Llama la atención que Sócrates, emblema de la sabiduría, cuando se le otorga la palabra en El banquete de Platón, para que discurra sobre el amor, confiese su ignorancia y lo que tiene son preguntas. Llama igualmente la atención que recurra a la sabiduría de una mujer, pues éstas no solían tener en aquella época protagonismo intelectual. Según le ha escuchado a esa suerte de sacerdotisa que es Diotima de Mantinea, con quien dialoga, Eros, engendrado durante el nacimiento de Afrodita, de la unión de Poros (dios de la abundancia) y Penía (diosa de la pobreza), un tanto dios y un tanto humano, es más bien una suerte de demonio que vive en esa inestable frontera entre la ignorancia y la sabiduría, un intermediario por lo tanto entre el espacio celeste y el espacio terreno. En la perspectiva del lenguaje, siguiendo este razonamiento, es la disyuntiva inherente al discurso amoroso, de poder decir-se y el no-saber y no poder nombrarse.

 

Nada se dicen los amantes en el abrazo orgásmico como no sea el grito, los susurros, la queja o el silencio.

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Frontera pues frágil y un tanto invisible la que teje este extraño e inefable genio o demonio que es Eros, siempre a punto de desdibujarse cuando la creemos más aprehensible o sólida. En ese ámbito intermedio, según lo acometan inciertas fuerzas o poderes, puede hacer extrañas y cambiantes alianzas con la vida o con la muerte; puede, de la misma manera, según su inestable naturaleza, desplazarse hacia la locura, el delirio o el éxtasis. Intentando captarla en algunos de estos extremos, la literatura no puede sino llevar a sus límites expresivos la experiencia de nombrar y de significar el amor y el erotismo. ¿Qué nombra?, ¿qué significa? Nombra o significa un poder, una furia que irrumpe contra los límites del lenguaje. Una fuerza tal que en ese acto de transgresión hace que el amante se pierda a sí mismo y entre en una relación de alteridad que, como lo ha visto Octavio Paz, involucra un más allá del cuerpo, del sexo e incluso de la historia.

 

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Formas propias de eso que Georges Bataille denomina “experiencia interior”, amor y erotismo, en el afán de nombrar sus enigmas, revelan las tensiones extremas a que puede ser llevado el lenguaje. Nada se dicen los amantes en el abrazo orgásmico como no sea el grito, los susurros, la queja o el silencio, es decir, un antes o un más allá del lenguaje que es secreta frontera entre la sexualidad animal y lo divino. Intento de superación de nuestra propia condición mortal, lucha contra esa “discontinuidad biológica” (Bataille) que nos confina en los límites del miedo y la vergüenza, el amor y el erotismo nos desbordan.

                                                                                                                     

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La pasión que el erotismo pone en escena al liberar las fuerzas de nuestra sexualidad animal, nos otorga igualmente la conciencia de nuestra otredad y extrañeza. Desde esa frontera entre la bestia y el ángel, el erotismo, a través de sus ceremonias y rituales, tiende un puente hacia lo sagrado. Al irrumpir contra prohibiciones y tabúes imagina, busca la unidad que niega la sociedad y el orden preestablecidos, tal es su ímpetu transformador, dislocador.

 

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Dado que Eros es un demonio mediador entre los dioses y los humanos, no sabemos exactamente a qué atenernos. ¿Aventura, ilusión, espejismo? Experiencia y a la vez experimento, el amor y el erotismo, como el lenguaje, son confines resbaladizos, nos hacen sujetos y objetos de sus faltas, lapsus, ambivalencias o equívocos. Belleza, lujuria y sexo: inciertos paraderos de Dios y del diablo. La poesía y el arte siempre han asediado el amor como un conquistador que ha soñado avistar el paraíso o como un profeta que ciegamente cree en una tierra prometida.

 

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¿Tragedia o comedia? A las parejas inmortales de la literatura como Romeo y Julieta o Hamlet y Ofelia las persiguen el crimen, el asesinato, la infelicidad. El amor feliz, dice Denis de Rougemont, no tiene historia. Memoria persistente que a veces nos ilumina y otras veces nos enceguece, el amor, entre el sueño y la vigilia, la poesía y lo obsceno, el horror y lo sagrado, todo parece mezclarlo y confundirlo: deseos, búsqueda de la belleza y de lo sublime, realidad y fantasía pero también celos, juegos, odio, candidez, perversión. Termino con el recuerdo de dos escenas que son parte de mi memoria de adolescencia y juventud. La primera transcurre en mi casa materna. Duermo y sueño que finalmente decido confesarle mi amor a Nubia a través de una apasionada carta y ella, a través de otra carta, delicada y emotiva, por fin, me acepta. Estoy feliz. Durante mucho tiempo he deseado tocarla y besarla. La he imaginado como la más bella muchacha del mundo. La otra escena transcurre al despertarme. Desayuno. Leo la prensa. En las páginas rojas, a todo despliegue aparece la noticia de que un amigo que conozco, joven poeta estudiante de la Escuela de Letras como yo, ha asesinado a su novia y acto seguido, él mismo decide darse un tiro. ¿Cómo nombrar el amor?

Douglas Bohórquez
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