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Quince vueltas alrededor de la infancia

martes 4 de octubre de 2022
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Quince vueltas alrededor de la infancia, por Douglas Bohórquez
Siempre hubo juegos, enamoramientos, prohibiciones que había que transgredir, paseos, diversiones de cumpleaños y de carnaval. Piron Guillaume • Unsplash

Estas vueltas son paseos alrededor de la infancia. Tienen, como todo paseo, algo de divertimento pero también de búsquedas no exentas en ocasiones de ciertas paradojas.

 

Espontaneidad e ingenuidad

Hace algún tiempo estaba de visita en la casa de un amigo. Serían las 5 de la tarde aproximadamente. Conversábamos en el patio de atrás. De pronto suena el timbre. El hijo, de cuatro años, se dirige al zaguán, abre la puerta. Una señora que se identifica como Isabel le pregunta por su papá. Le responde: “Ya vuelvo”. El niño regresa y le da el mensaje al padre. Éste le dice que diga que él no está. El niño vuelve a la puerta y le dice a la señora:

—Mi papá dice que no está.

 

Ocurrencias y travesuras

En mis años de infancia recuerdo que mi papá tenía un auto Volkswagen. Lo estacionaba en el garaje de la casa, al lado del porche. Tanto éste como el garaje estaban sostenido por pilares. Hacia las cuatro de la tarde de ese día lunes mi papá llegó y estacionó su auto, como de costumbre. Mi hermano José Luis tendría en esa época unos cinco o seis años. Siempre se le ocurrían cosas. Un día le pareció que sería una excelente idea sostener el carro por su parte delantera de algunos de los pilares del garaje a ver qué pasaba. Buscó unos mecates e invitó para esa aventura a otro niño de una familia vecina. Amarraron el auto de tal modo que cuando papá intentara usar su auto no se diera cuenta de que estaba sujetado. Hicieron el trabajo en la tarde cuando ya oscurecía. Al siguiente día en la mañana papá se vistió y desayunó para ir al trabajo. José Luis aún dormía. Papá encendió el auto e intentó arrancarlo. El auto no salía. Descendió y revisó. El auto estaba amarrado.

En otra oportunidad Néstor, otro de mis hermanos, ya de siete años, quiso aprender a fumar y le dijo a Nerio, un hermano mayor, que le diera la oportunidad de aprender. Como insistió, Nerio le ofreció el cigarro, con la mala suerte de que en ese momento alguien vio que papá se acercaba al grupo y avisó. Néstor, todo nervioso, no supo qué hacer con el cigarro y se lo introdujo encendido en el bolsillo de su pantalón.

 

Creo que mi primer amor extramaternal se remonta a mi primera infancia.

El amor

El amor más importante para un niño es el de su madre. Sabemos, por otra parte, desde Freud, que la sexualidad aparece desde el nacimiento. Se ha admitido que desde los tres años el niño comienza a adquirir una cierta conciencia de su cuerpo. Creo que mi primer amor extramaternal se remonta a mi primera infancia. Tendría unos cinco años cuando comencé a asistir a un colegio católico regentado por religiosas de una congregación de hermanas dominicas. Éramos un grupo de unos quince niños. Nos atendía una monja alta y hermosa llamada sor Carmela. Vestida con su toga negra y su tocado blanco en la cabeza, me parecía un ser alado y enigmático que me entregaba protección y cariño. Me enamoré perdidamente de su bondad y su misterio.

 

Magia y felicidad

Los niños aman la magia. Ella les otorga felicidad y hace que la vida sea descubrimiento y asombro. Sólo la magia, sugiere Giorgio Agamben, es capaz de espantar el hada tristeza que a ratos suele visitar a los niños. Mi hermana mayor Carmen me decía que debía encomendarme todas las noches al Ángel de la Guarda como una protección contra el mal. Ese mal, ahora lo sé, podía ser la tristeza. Por esa felicidad que les da la magia aman los niños los títeres, los animales y los cuentos de aventuras o de hadas y princesas. Se les antoja quizás que muchos seres como los ángeles o algunas sorpresivas cosas pueden estar encantadas.

 

Dios, una pregunta desconcertante

Viktor Frankl, el famoso psiquiatra austríaco, relata que en una oportunidad su pequeña hija le preguntó:

—¿Por qué hablamos del buen Dios?

Él le respondió:

—Hace unas semanas tenías sarampión y ahora el buen Dios te ha curado.

Su hija le replicó:

—Muy bien, papá, pero no te olvides de que primero él me envió el sarampión.

 

El goce de la lluvia

Anoche llovió torrencialmente en el pueblo donde vivo. Aunque ya soy un hombre mayor, el olor, la sensación y la contemplación de la lluvia me han traído algunos recuerdos de infancia. Cuando tenía entre cinco y siete años, pasear por los alrededores de mi casa en Maracaibo después de la lluvia era una de mis diversiones preferidas. Era el goce absoluto. Ver y sentir la atmósfera de la tierra mojada me reconfortaba. Era como si la lluvia, por algún desconocido efecto mágico, lo hiciera cambiar todo: el clima, pero también el carácter de las personas, que se tornaban más accesibles, menos malhumoradas, más apacibles. La lluvia nos reconfortaba y me entregaba una particular sensación de vitalidad, como de recreación del mundo. Pero lo que más me proporcionaba goce era mojarme durante el aguacero. Había un inmenso chorro que se deslizaba desde el techo de la casa hacia el patio.

Mi hermano Néstor y yo nos hacíamos cómplices. Desafiábamos la autoridad de mamá y nos echábamos a la lluvia. Nos metíamos en el chorro. La sensación del agua golpeando nuestros pequeños cuerpos desnudos era inigualable. Mamá, una vez que nos veía felices disfrutando aquel acontecimiento, nos regañaba pero finalmente nos permitía estar. Le atemorizaba que nos resfriáramos. Después en la noche perseguíamos los sapos que intentaban compartir la casa con nosotros.

 

En estas migraciones los niños llevan la peor parte. Pasan hambre, frío y tribulaciones de todo tipo.

Los niños y las migraciones de los venezolanos

Muchos viajes y migraciones de venezolanos en estos años de crisis económica y social del país han supuesto travesías mortales. Unos cuantos niños y a veces sus propios padres han naufragado intentando atravesar el Río Grande en la frontera de Estados Unidos con México o en frágiles embarcaciones que van hacia Trinidad y Tobago o han muerto en la peligrosa selva del Darién. En otras ocasiones han enfermado en interminables viajes en bus o a pie intentando llegar a Chile, Ecuador o Perú. En estas migraciones los niños llevan la peor parte. Pasan hambre, frío y tribulaciones de todo tipo si no mueren en estas tortuosas peregrinaciones. El diario Crónica Uno informaba que sólo en febrero de 2022 habían muerto tres niños cuando sus padres intentaban ingresar a otros países a través de vías irregulares. Busco a través de Internet. Se informa que, según datos que aporta la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), se calcula que hasta 2022 al menos unos dos millones de niños han salido de Venezuela. No hay datos oficiales sobre la muerte o enfermedades de niños en estas travesías a veces verdaderamente infernales, pero sabemos que son muchos. Sólo en Colombia la Unicef (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia) reportaba para abril de 2019 que más de trescientos mil niños venezolanos necesitaban ayuda humanitaria.

 

El niño vegetariano

Juan Pablo es el hijo de una amiga de mi familia. Tiene siete años. En vísperas de la pasada Navidad los invitamos a cenar a mi casa. Cuando llega saluda cortésmente, pero no parece muy dispuesto a conversar. Si le hago alguna pregunta me responde con precisión. Se le nota silencioso, calmado, serio, quizás tímido. Mi esposa había preparado unas ricas hallacas de gallina pues ellos, nos había comentado la mamá, desde hacía algunos meses intentaban llevar adelante una dieta vegetariana. Nosotros suponíamos que algunos vegetarianos son un poco flexibles y comen aves. Cuando mi esposa le sirve a Juan Pablo en su plato la hallaca, nos pregunta qué tipo de carne tiene. Le decimos que son de gallina. Entonces mira a su mamá y le hace un gesto de que no la va a comer. Le pregunto que por qué y me dice que él es vegetariano. Entonces vuelvo a preguntarle, sin saber qué servirle:

—¿Cuál es tu comida favorita?

—El jamón y las salchichas —me dice.

 

La procesión va por dentro

Ahora que recuerdo, yo como Juan Pablo era también un niño tranquilo. Quizás había en mí, como puede existir en muchos niños, una mezcla de timidez y temor. Del mismo modo la angustia y la ansiedad, que según señalan varios psicólogos infantiles aparece temprano en los niños, hacían su trabajo interior. Aunque no fui un niño triste o irritable, algunas situaciones, gestos o actos como deseos o promesas de regalos o de viajes familiares no realizados, comprometían mi bienestar o felicidad. Creo que ciertas enseñanzas católicas ligadas a la idea del pecado y la culpa ejercieron una influencia negativa. Se me decía que cualquier acto o palabra, cualquier deseo, pensamiento o sentimiento vinculado a mi cuerpo o al de otros u otras podía ser pecaminoso. Y la culpa había que expiarla con algún castigo. Pronto leí libros ilustrados sobre la vida de santos. Supe que ellos se infligían castigos corporales. Tocar, mirar o pensar podía ameritar riesgos. Era terrible estar sujeto a la estricta vigilancia de Dios. Yo sentía eso como algo definitivamente opresivo. Pero todas esas posibilidades negativas estaban contrarrestadas por el gran amor de mi madre y el cariño de hermanas y maestras. Mi padre significaba autoridad y protección. Como éramos muchos hermanos y hermanas, el celo por el amor de nuestra madre rondaba nuestras vidas. Quizás yo sentía que ese amor sólo debía pertenecerme a mí.

Si mis amigos de edad, entre los cinco u ocho años, decidían franquear las fronteras de sus casas con excursiones a cerros o paseos por sectores del vecindario, yo prefería quedarme tranquilo. Sentía que de esa manera tenía la aprobación de mis padres. Quizás por eso me ha acompañado la sensación de no haber vivido plenamente mi infancia. Sin embargo siempre hubo juegos, enamoramientos, prohibiciones que había que transgredir, paseos, diversiones de cumpleaños y de carnaval. Lo cierto es que cuando a mamá, en tono admirativo, le decían: “Ese hijo tuyo es muy tranquilo”, ella, que intuía lo que rasgaba mi alma, respondía:

—¡Es que la procesión la lleva por dentro!

 

Los mejores estudiantes éramos sus preferidos y sus estímulos se expresaban en las notas en los boletines.

La maestra Carmen

La maestra Carmen fue mi mejor maestra. Dedicada, sabia, creo que la animaba una auténtica pasión de educar y enseñar. Tenía carácter y disciplina pero a la vez era cariñosa. Tuve la suerte de tenerla del tercero al quinto grado. Nos ponía a hacer filas antes de entrar al salón que dividía en dos partes: un área de pupitres para las hembras y otra área para los varones. Había que mantener el orden en el aula. Cuando ella hablaba debía reinar absoluto silencio. En todas las materias (matemáticas, castellano, historia, geografía, ciencias de la naturaleza, etc.) impartía sabiduría y amor por el conocimiento. Los mejores estudiantes éramos sus preferidos y sus estímulos se expresaban en las notas en los boletines, en los que si no aparecía la palabra “¡Excelente!” no me daba por satisfecho. Yo prefería sus clases de castellano y sus dictados porque sabía que el no tener errores iba a significar su elogio. Sin embargo la relación con la maestra Carmen no siempre fue lineal; atravesó momentos tormentosos en los que aparecían los celos o las recriminaciones mutuas. Claro, mis recriminaciones eran inconfesables. A pesar de todo creo que fue, después de mi madre, una de mis heroínas. En mi relación con ella se confundían amor, respeto y admiración. Su recuerdo ha permanecido indeleble en mi memoria.

 

El recreo

En una oportunidad le hice una pregunta a una niña llamada Emily, de unos ocho años, que estudiaba segundo grado de primaria. Su mamá, mi amiga, me había dicho que mostraba mucho interés en el aprendizaje y gran entusiasmo por su escuela. Le pregunté:

—Emily, ¿qué es lo que más te gusta de tu escuela?

—¡El recreo! —me respondió tajantemente.

 

El cuento de la infancia feliz

Las personas mayores
¿a qué hora volverán?…
Madre dijo que no demoraría…
Llamo, busco al tanteo en la oscuridad
No me vayan a haber dejado solo
Y el único recluso sea yo.

César Vallejo

Que la infancia sea un cuento de hadas, no lo creo. Es cierto, por lo demás, que en algunos de estos cuentos, llamados también mágicos o maravillosos, aparecen el miedo y el mal en forma de trampas o enigmáticos ogros o animales feroces. Uno de los que más me contaron en mi niñez fue el de la Caperucita Roja con su personaje el lobo feroz que se come a la abuelita y a la misma Caperucita Roja.

De niño tuve varios miedos. Creo que algunos de mis hermanos y hermanas mayores gozaban haciéndome sufrir. Me decían que el mundo podía acabarse de repente, que ciertos ruidos podían indicar el final de todo, que el diablo y los muertos podían salir en determinada ocasiones. Ya de adulto le pregunté a una hermana por qué lo hacían. Me respondió que en su caso era como una especie de venganza porque a ella también la hacían sufrir de miedo. El terror a la oscuridad y a la soledad o abandono fueron algunos de esos terribles temores con los que crecí. Detrás de ellos creo que estaba el miedo a la muerte, al pecado, al incógnito más allá. Pero el niño que yo era ¿podía pecar? Me decían mis hermanas y hermanos, y los sacerdotes o las personas encargadas de la catequesis católica, que se podía pecar de palabra o de pensamiento. ¿Podía pecar el niño que yo era? Dios no acompañaba a los pecadores. ¿En qué pensaba yo?

Creo que pensaba sobre todo en mi madre, en que no se enfermara o muriera. Ese era otro miedo esencial: el temor a quedar solo. Ella, que nunca me inculcó el miedo, ni la idea del pecado, era mi protección absoluta. Todo lo demás podía faltarme.

Recuerdo que en una oportunidad mi madre enfermó y solía ir al médico. No le encontraban cura a su enfermedad. Yo tendría ya unos ocho años. En una oportunidad salió en la mañana y aún en la tarde no regresaba. Me fui a la avenida principal a esperarla. Tenía la esperanza de que de algún auto ella descendería con su récipe médico de curación y yo volvería a ser feliz.

 

Una respuesta desconcertante

Cuenta el escritor y filósofo venezolano José Manuel Briceño Guerrero, en su libro La mirada terrible, que en sus años de estudios primarios tuvo un amigo llamado Baisaite. Tendría unos nueve años cuando, en una ocasión, el maestro lo escuchó llorar en medio del aula y a su insistente pregunta de por qué lloraba, dice Briceño Guerrero que Baisaite respondió:

—Lloro porque todos nosotros y usted, señor maestro, nos vamos a morir.

 

De acuerdo a los datos aportados por la organización católica Caritas, la desnutrición infantil en Venezuela ascendió a 26% entre diciembre de 2019 y marzo de 2020.

La desnutrición infantil

Venezuela es uno de los países con más recursos petroleros del mundo. Además posee grandes yacimientos de minerales como hierro, bauxita, aluminio, manganeso, oro, diamantes, tierras raras, carbón y mucho gas. Sin embargo para mayo-junio de 2022, según un informe de la Organización de las Naciones Unidas, el grupo de nutrición de este organismo reporta que como ayuda humanitaria, hasta esos meses del año, ha atendido a 58.000 niños menores de cinco años con necesidades nutricionales en todo el país. Esta ayuda, sabemos, no llega a todos los niños que la necesitan. De acuerdo a los datos aportados por la organización católica Caritas, la desnutrición infantil en Venezuela ascendió a 26% entre diciembre de 2019 y marzo de 2020. No encuentro cifras oficiales aportadas por entes del Estado venezolano. La desnutrición infantil en este país es un problema grave que afecta particularmente, señalan los especialistas, a niños menores de dos años que habitan en las zonas rurales o periurbanas. Hemos visto, a través de testimonios que han revelado periodistas o youtubers, niños ya en edad escolar en barrios de Caracas y de otras zonas del país cuyo crecimiento y rendimiento intelectual se han visto seriamente afectados por esta situación que, como sabemos, deriva de la crisis económica y sociopolítica de la nación.

 

Espíritu de curiosidad

Siempre me ha llamado la atención el espíritu de curiosidad de los niños. Nunca he entendido por qué algunos adultos les hablamos a los niños como si fueran tontos, negándoles explicaciones o tergiversando realidades. En ocasiones he pensado que hay niños más listos que muchos adultos y uno de los rasgos o virtudes que marcan esa diferencia creo que es precisamente el espíritu de curiosidad, un don innato que muchas veces una educación mal orientada va anulando. “¡No preguntes tanto, hijo!”, es, lamentablemente, una expresión frecuente en muchos padres y algunos maestros. Nos molestan las preguntas. Parece que olvidamos que el conocimiento, la ciencia, el arte, la filosofía y la sabiduría en general siempre han estado espoleados o animados por el espíritu de curiosidad. Yo, en lo particular, creo que mi espíritu de curiosidad me distancia de la vejez y la rutina. Como un niño goloso, descubrir un autor, leer un texto poético o narrativo o de cualquier ámbito de las disciplinas sociales o humanísticas en las que me muevo, es algo que me parece infinitamente maravilloso.

Refiriéndose al sentido o razón profunda de su escritura, el novelista y ensayista argentino Tomás Eloy Martínez señalaba que en su niñez las lecturas de ficción y sus primeros intentos de narrar fueron un refugio contra las pequeñas infelicidades cotidianas. Para él, los cuentos leídos o escritos le permitían, según sus propias palabras, “tener con la imaginación lo que no podía tener con la realidad”.

A mis 71 años llevo en mí el niño curioso que siempre fui. Ya no soy el escolar obeso al que le costaba amarrarse los zapatos y que iba a la escuela con un bulto lleno de cuadernos y libros. Pero me hace feliz aprender. Creo haber entendido que el aprendizaje es, ciertamente, una disciplina y un rigor, pero también una vasta esperanza. Quizás suene a místico pero muchos autores y pensadores han visto una suerte de iluminación en el conocimiento que inspira los actos de lectura y escritura. Muchas veces, en la mañana, sentado frente a mi escritorio, me veo como aquel niño o adolescente que en plan de cumplir sus tareas no sabía por cuál materia comenzar: ¿literatura venezolana o latinoamericana?, ¿geografía o historia?, ¿un relato o un poema?, ¿filosofía o psicoanálisis? Las materias han cambiado, se han vuelto más amplias y diversas, pero el espíritu de curiosidad es el mismo. En ocasiones siento que detrás de esa ambición de saber hay una cierta pulsión autoagresiva que debo controlar para ceder espacio al ocio, que tiene igualmente un costado creativo. Porque tengo conciencia de mi finitud me gustaría avanzar como un niño hacia una cierta inocencia y gratuidad de la vida y del conocimiento.

Douglas Bohórquez
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