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Dos crónicas parisinas

viernes 11 de noviembre de 2022
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Dos crónicas parisinas, por Douglas Bohórquez
Una tarde de otoño abandoné París. La fiesta había terminado. Walkerssk • Pixabay

París, una postal

A Lelly y Nacho Lainez

Durante un tiempo viví en París. La noche que llegué el sol iluminaba en toda su extensión la vida. Era verano. Aquella refulgencia me sostenía en el aire. París fue como una mordedura en el lado izquierdo de la tristeza. Mayo del 68 era un lagarto muerto en plena rue de la Sorbona. El Sena languidecía. Ya nada se comentaba de Rimbaud. La ebriedad se había mudado a otros parajes. Prohibido alzar la voz, se leía a la entrada de los cinematógrafos.

—Nunca tendrás amigos —me dijo la conserje cuando le pregunté por la calle de los pintores.

Aquí todo se vende según el peso de su iridiscencia. En Pigalle las mujeres, como piezas de caza, se exhibían en las vitrinas al mejor postor. Camino. Veo rostros como si fueran máscaras. Prohibido soñar, se leía en algunos carteles. El Moulin Rouge era como una campana abandonada. Yo descreía de mi propia mudanza. La alegría era una señal de camino. Por allí intenté errar.

Cuando mi hermana me vio llegar lloró conmigo. Tantos años desde aquella infancia. Un día después sonrió y me encomendó a los Beatles. Nada mejor que “Yesterday”. Para esa época aún vivía en el convento. Poco supe entonces de los ángeles de Rilke. Me contentaba ir a las viejas iglesias y orar por la beatitud de los vitrales. Nadie podría decir que era escasa la belleza. La soledad es perfecta al final de Place d’Italie. Nunca me atreví a cruzar la calle de los benedictinos. La teología pudo ser una vía de escape. La luna era una manzana que destilaba ámbar.

A medida que avancé París se convirtió en un paisaje derruido.

París fue aquella ventana aturdida por la grisalla. Un año después llegó un amigo. Fue como una revelación. Eran tiempos de brusca intemperie. Yo estaba recostado al árbol de la misericordia. Me dijo que venía como embajador de un país arrasado por el calor y las tempestades. Me llevó a su residencia. Era un palacio de príncipes destronados. Siempre preguntaba por Verlaine y los llamados poetas malditos. Comenzamos a vivir al borde del desahogo. Abrazaba en sueños imposibles mujeres. Quería cenar en Les Folies Bergère. Soy embajador, argüía, necesito consideraciones. Un inquietante ardor corroía sus vísceras pero también sus alas. Más tarde lo perdí de vista. Después supe que se volvió loco de tanto esperar que alguien lo amara. Mientras tanto, el gabinete del doctor Lacan lucía abandonado. Se hizo difícil aceptar que la demencia fuera destronada de sus bellas pasarelas.

A medida que avancé París se convirtió en un paisaje derruido. Ni siquiera las aves visitaban el parque Montsouris. Una monótona canción me despertaba en las mañanas. En el metro el ruido aturde. Un señor conversa con su reloj. La elegancia viste sus sombras. Salgo a la luz. Afuera otra vez escampa. Por fin la noche reluce y de nuevo la vida sabe a vino. En la calle de los mártires París es el olor del pan y el sabor de una tarde abandonada, una bestia vencida por la desolación. Regreso a mis hábitos.

Pasadas las siete pm una muchacha se desnuda frente a la ventana del vecino. Fantasía de la atmósfera, miro su cuerpo de mariposa y primavera. Todo transcurrió como una iluminación. Sin embargo fue decepcionante tanta vanidad. Al cruzar la noche supe que ella sólo se extasiaba en sí misma. Duermo. Sueño. Imagino su entrega amorosa como el perverso performance de un ángel.

Amanece y hoy París es una fotografía en sepia. París de mis fantasmas, París bar y París de los extraviados, hasta cuándo la margarita de los impíos. Decido salir. Un árbol sin hojas conversa con un anciano. Nada se ve tras la neblina. ¿Es la Torre Eiffel o Violette Verdy? Camino. En el Pompidou Marcel Duchamp se esconde de los lagartos. Lentamente la alegría va siendo roída por los ratones. Los trenes equivocan sus rutas y sus horarios. En el boulevard Saint-Germain dos niños se retratan en el pasado. Uno de ellos luce una expresión de tulipán, el otro es rojo y azul como una pintura de Miró. Ayer París era un juego de infancia. Hoy el gato de Monsieur Teste pacta con el miedo.

Sólo una vez, cruzando el Jardín de Luxemburgo, pude entrever el rostro de aquella bailarina que pernoctaba en la estación de las lluvias. Aquellas lluvias intermitentes, olorosas a escaleras abandonadas. ¿Era el rostro de Josephine Baker? Después todo tuvo una errancia de feria. Costaba llegar a Montmartre sin absorber una bocanada de humo. En sus desleídas pinturas ya no destellaba el oro de los girasoles. Durante un tiempo mi calle fue sólo la chimenea de un tren que no terminaba de partir.

Una tarde de otoño abandoné París. La fiesta había terminado. Hemingway tenía razón. Nada como la belleza de La Habana.

 

Vine a París pensando en la poesía y en la mítica revolución. No sé por qué llegué a esta calle. Ahora nada de lo que veo aquí está asociado a aquella poesía que pregonaban los himnos que leí en mi juventud.

Maison Blanche

Maison Blanche es una calle de París. Es el lado oscuro de París, un lado triste de la existencia, una calle fea y gris. Me llamo Anselmo López. Vivo en Maison Blanche. En mi habitación me acompañan una pequeña mesa, una cama, una silla, dos vasos, dos platos. Soy extranjero. He tenido que aprender una lengua de soledad, una lengua para mí solo. Eso es lo que hago: hablar conmigo. Vine a París pensando en la poesía y en la mítica revolución. No sé por qué llegué a esta calle. Ahora nada de lo que veo aquí está asociado a aquella poesía que pregonaban los himnos que leí en mi juventud. Tampoco a la amistad que me prometían ciertas palabras inventadas entre sueños. Nada como lo había imaginado. ¿Es esta la capital de la belleza? Nada que me hable de solidaridad, de amor. He visto gente pobre en las calles. Algunos duermen en las estaciones de metro para refugiarse del frío en invierno. Nadie habla con nadie, salvo lo estrictamente necesario. Todo es de rigor, incluso la cortesía. He franqueado todas las estrategias del azar y mi divisa se ha convertido en una mentira. Doy una vuelta alrededor de Maison Blanche para tener el pulso de la calle y miro el cielo de París. Una calle es una apuesta contra lo perdurable, ¿una tierra baldía? Maison Blanche no es el parque de Batignolles. La alegría no se estaciona en las buhardillas.

Me han dicho que este es el barrio chino de París. He visto los pequeños restaurantes asiáticos en los que se puede disfrutar por poco dinero una comida y una amable atención. Suelen ser atendidos por sus propios dueños. También ellos, como yo, son extranjeros. Viven apiñados en pequeños apartamentos. Los he visto salir de sus refugios conversando en sus extrañas lenguas. Vienen de distintos países: chinos, camboyanos, vietnamitas, comparten fisonomías, semblantes. Pero en Maison Blanche y sus cercanías hay también muchos árabes y personas de color que suelen desempeñar los oficios que los franceses desprecian: limpiar o reparar calles, asear baños públicos, algunos venden baratijas en aceras u oscuros bulevares. Los he visto con sus enormes picos de hierro taladrando calles o corriendo con sus bisuterías, para no ser detenidos por la policía. Es evidente que la suerte no los acompaña, ¿existe el destino? Una vez vi un africano maldecir a una funcionaria de emigración porque lo insultaba y se negaba a atenderlo. Por fin la blasfemia se pinta de poesía, pensé con cierto entusiasmo. No sé por qué recordé “Las criadas” de Jean Genet.

La noche cae sobre París. Una espesa neblina lo cubre todo. Anselmo regresa a su estudio. Se acuesta. Duerme. En sueños discute con su sombra. Vine a aprender de los demás, pero es de mí de quien aprendo. No sé si en realidad se aprende a vivir. Llegar a esta ciudad y verse entre tantas personas, al garete, me ha hecho pensar en un naufragio. ¿No era verdad entonces la belleza de aquellos gatos vistos en las postales? ¿Eran los gatos de Baudelaire, “amigos de la ciencia y la voluptuosidad”? Me habían dicho que París, la ciudad más bella del mundo, era como el adagio de Albinoni, como una pintura de Klee, como un paisaje deseado. He debido refugiarme en mi infancia para sobrevivir al recuerdo de los eucaliptos. Voy a iglesias vacías, solas. Quizás sea la sombra de un Dios benéfico el que me protege. Desde niño me enseñaron a rezar. Pido que París no se convierta en una nave abandonada, averiada a estribor, irremediablemente echada a perder.

El recuerdo de Isabel, aquella muchacha de ojos verdes y piel morena me acompaña. Cuando llegué nadie me dijo aquí estoy, vine a saludarte, a darte una mano. Pensé en mi madre. Oh, madre, recordé a Pink Floyd: “¿crees que tiraran la bomba…?”, ¿crees que intentarán asfixiarme, colonizar mi espíritu y mi lengua? ¿Tendré yo también que construirme un muro? Yo quería ejecutar la prueba, pasar por fin el más importante examen, ¿ser el héroe de mí mismo? Debo procurar seguir a salvo. Ahora sé que Maison Blanche no es el París de los elegidos o bienaventurados. Como suele ocurrir, me equivoqué de lugar. No es aquí donde quiero vivir. Sí, es verdad, en Maison Blanche viven franceses, pero son también franceses pobres, solitarios como yo, como casi todos los franceses y extranjeros que he visto en este barrio.

Hoy Anselmo soñó que estaba en su ciudad natal, que jugaba con Neida, su ninfa, su bella amiga de infancia, pero al despertar supo que no es verdad, que estaba a miles de kilómetros de su lugar de origen, a más de once horas de vuelo, es decir, lejos, muy lejos de lo que había sido su vida, de aquel lago de sus primeros afectos y deseos, de su sol y su calor. Ahora siente que ha despertado y hace frío en una ciudad que no le pertenece, que no le reconoce como uno de los suyos, a la que quiso venir porque ilusoriamente creía que era la expresión misma de la belleza, porque perseguía un ideal que ahora se desliza en la nada. Entonces Anselmo se da cuenta de que está condenado a comenzar, a volver a aquel niño atado al afecto, al amor de la madre limpiando las verduras, la mejor comida para Anselmo, decía, las más bellas camisas, la ropa planchada, la educación en la escuela. Mi hijo, repite la madre, la llave del paraíso.

Anselmo conversa con él, intenta ser amable: ¿dónde termina París y dónde comienza la vida?, se dice, ¿pensabas que tendrías amor y libertad? Pensabas que la vida sería como los ojos de Elsa, aquella Elsa de Aragon, la leyenda dorada de tantos enamorados, que serías feliz paseando por el boulevard Saint-Michel, por los Campos Elíseos. Desde que llegaste te has visto convertido en un maldito extranjero, en uno más entre los tantos que has visto cruzar la calle desde el retrovisor del taxi que te condujo desde el aeropuerto aquel primer día hace ya más de dos años. Esos mismos extranjeros que como tú atraviesan sus rutinas, cansados de ser ellos, prometiéndose a sí mismos una vida más glamorosa, pero subsistiendo apenas con sus mediocres existencias. Cuando pisaste tierra inmediatamente supiste que no había regreso, que sólo te quedaría soñar con lo que dejabas atrás: la infancia bordeada de árboles, el gran patio de la casa familiar, los juegos y carrozas del carnaval, el parque de diversiones con sus caballitos, sus carros chocones, el viaje a la luna. Quema las naves, te dijeron. Entonces sentiste como un golpe rotundo que todo comenzaría a deshacerse, que definitivamente no eras bienvenido, que no era mágico el París de Maison Blanche.

 

Ahora sé que Maison Blanche no es el París chic de las glamorosas revistas de moda, de las aristocráticas tiendas de lujo.

Cada día es una especie en extinción, una diatriba con mi pasado, dice Anselmo. Ahora sé que Maison Blanche no es el París chic de las glamorosas revistas de moda, de las aristocráticas tiendas de lujo, de los famosos restaurantes que recomiendan las guías gastronómicas. Tampoco es el París amable, atractivo, de las tarjetas postales. He caminado por los grandes bulevares del París turístico. Conozco detenidamente el barrio latino. Me he dejado llevar por el tumulto de sus pequeñas calles atestadas de turistas. En mis días de ocio he estado en la torre Eiffel, Les Halles y el aristocrático barrio Le Marais. ¿He vivido? ¿Se llama a esto vivir? Me he sentado en el Café de Flore para estudiar la escasa luz que rodea la tarde. Anselmo le escribe a su madre: “Hoy como siempre llueve en París. Algunas rosas perviven a la altura de la tempestad. A veces siento, le dice, que la ciudad es como un fantasma, una leyenda creada por antiguos entusiastas de la magia. Hoy puedo decirte, madre, que Maison Blanche es una nave extraviada en la noche. Las barberías pobres y las tiendas baratas están aquí”, le dice. “No hay turistas en Maison Blanche. Nadie viene a París a ver calles sucias, a ensuciarse sus zapatos con detritus de perros. Desde aquí te envío, madre, el lejano perfume de esta noche en que he vuelto a pensar en tus amadas trinitarias”.

Cerca del estudio de Anselmo hay una escuela. Le alegra escuchar a los niños, por fin, se dice, es la vida en su esplendor. Desde su cuarto escucha el rumor de sus juegos. Cuando sale a la calle constata que son niños en el recreo que saltan, se hacen bromas entre ellos. Quizás sea lo mejor de Maison Blanche. Mientras camina Anselmo piensa que esos niños son unos verdaderos irreverentes y recuerda aquel poema de Jean Cocteau en el que dice que la poesía es “uno de los medios más insolentes de decir la verdad”. Más adelante, en una calle, una distinguida señora francesa maltrata a su pequeño hijo y después acaricia a su perro.

Cuando ascendía a su estudio por las escaleras en caracol, Anselmo por fin se topa con su vecino. Apenas se habían visto antes. Es difícil la amistad, le dice. Sí, es cierto, le responde: todo ocurre como en los buenos hoteles, se es cortés pero no amistoso. La amistad es como un polvo de alas, piensa Anselmo. Aquí cada quien vive su vida, en su estricto espacio de miedo. ¿Dónde entonces la magia, el azar? Hoy Anselmo escucha el ruido de los trenes. Ha decidido partir. Maison Blanche quedará en su memoria como una calle solitaria, un límite con el hastío y lo sórdido, lo feo y lo triste. Cerca está la Porte d’Italy. Después comienza una larga carretera para ser feliz, para abandonar por fin Maison Blanche.

Douglas Bohórquez
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