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Ernaux y el yo autobiográfico

viernes 14 de abril de 2023
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Annie Ernaux
Una de las características de la obra de Ernaux es el acuerdo implícito que alcanza la voz narradora con el receptor. Quinzaine des Réalisateurs

“Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio”. Así empieza La vergüenza (1997), de Annie Ernaux. Con tan reveladora y contundente oración. Demoledora en su significado. Cumpliendo con aquella máxima literaria de enganchar al lector desde el principio con una frase categórica. Y sí que lo consigue.

Es que una de las características de la obra de Ernaux es el acuerdo implícito que alcanza la voz narradora con el receptor, desde el postulado propuesto por Philippe Lejeune del “pacto autobiográfico”. ¿Qué relata esta escritora francesa? Sus experiencias, hallazgos, padecimientos, esperanzas. Es decir, su vida, sin aspavientos ni ungüento edulcorado. Hay dolor, rabia, dureza, decepción en sus historias. Como en cualquier otra historia humana, salpicada de realidad.

Desde el cuestionamiento individual (con el que logra repercusión colectiva), Ernaux plasma, con íntegro protagonismo, la relación en la niñez con sus padres y allegados (a ratos conflictiva, otras, normal), con la religión (el rito de la misa dominical), con su lugar de origen y ambiente geográfico (situado en la periferia), con sus amistades. Así, también, detalla la sensación deshonrosa que causa la carencia, el desafecto y la discriminación. Los años escolares (la afinidad por las letras y la filosofía). Las primeras lecturas. Las desigualdades. Los sentimientos quebrantados. La violencia. El murmuro en el vecindario. Las películas y canciones de moda. El desarrollo fisiológico. Las normas de conducta y las convenciones sociales (a tono con la rigidez conventual conservadora). Fragmentos que se rearman y reafirman (como registro fotográfico) a partir del ejercicio de recuperación de la memoria. Es un entramado cuya narrativa es pulcra, metódica y transparente, distante de adjetivación. Las cosas se dicen e ilustran como son, ajenas al artificio. Al menos eso nos deja entrever la autora.

En El acontecimiento (2000), en similar línea autodiegética y de modo retrospectivo, Ernaux desvela los entresijos de un aborto asumida sola en la clandestinidad por el marco legal vigente, en medio de una sociedad patriarcal e intolerante. Otra vez, el dilema de la vida (sumado al de la muerte). La enunciación cronológica, acaso de episodios comunes de su etapa universitaria en Ruan (ir al cine, comer en un restaurante, pasear por las calles sin rumbo establecido, viajar en el tren, revisar exámenes), entrelazados con otros sucesos de orden histórico aunque, fundamentalmente, de impacto particular. Los personajes secundarios, aunque reales, están señalados con iniciales. El susurro intimista (recuperado de un diario) describe —desde el monólogo interior— las dificultades para conseguir la interrupción del embarazo, pasajes contraídos con su(s) amante(s), sus estudios de filología, su posición feminista, el dilema ético; hechos y criterios que rememora desde el yo, manifestada abiertamente a través de “la escritura [que] vuelve a ser una necesidad”.

Con la naturalidad peculiar de su retórica, la autora nos inmiscuye en su pequeño mundo, o mejor dicho, en su pequeño pueblo en Francia.

En tanto, en El lugar (1983) el hilo conductor es el vínculo de quien escribe (Ernaux) con su madre y su padre (especialmente del segundo retrata, en amplia exposición, sus comienzos en la ruralidad, la ocupación obrera, el impacto de la guerra, los conflictos maritales, los mecanismos de ganarse un estipendio ya con responsabilidades de hogar, hasta su fallecimiento). El intrínseco parentesco reproducido a través de “las señales objetivas de una existencia”. Con la naturalidad peculiar de su retórica, la autora nos inmiscuye en su pequeño mundo, o mejor dicho, en su pequeño pueblo en Francia, con sus hábitos y costumbres (que encierran envidias, hipocresías y maledicencias), con su marcada división clasista. Siempre vigente, la sombra de la pobreza. Reaparece la religión (con la señal de la cruz). Los abuelos también son recreados en una regresión que va desde inicios del siglo XX hasta mediados del mismo, en donde Ernaux ya es niña. El anhelo de adelanto familiar se refleja en un modesto negocio de abastos y fonda. Esfuerzos que van dirigidos a superar esa percepción indigna (por las limitaciones, falta de educación, humillaciones solapadas) que rodea sus vidas.

Transita la fase colegial, de preparación universitaria, licenciamiento e incursión docente. Prepondera la exploración de la personalidad, desde la autonomía del cuerpo y la razón. Hasta arribar a la unión de pareja, entre la expectativa y la frustración. Contando con la huella de un estatus social que, aunque superado, lo mortifica. Antes que resignación, hay el afán liberador, respecto del pretérito signado de ambiente prejuicioso, al presente asumido fuera del poblado en donde creció: Y (Yvetot).

Ernaux sostiene diálogos mínimos, escuetos y entrecomillados. Lo que prevalece es su voz que tiende a convertirse en voz de los otros, y especialmente de las otras. En su rastreo de instantes en que ha transitado hay el empleo de la analepsis para la forja de los hechos contados, y una retórica reflexiva (con lo que no se restringe a la sola sucesión episódica), con ambición metaliteraria. Es que persiste un cometido de significación lingüística, de limpieza del lenguaje, sin adornos vanos. De pronto, una imagen extraída de la bella composición que sacude al lector. Y luego, otra vez el transparente testimonio sin ambages de ningún tipo.

En Pura pasión (1991), tal como subraya su nombre, las emociones se leen desbordadas, en una carrera desenfrenada por el ímpetu sensual y sexual. La narradora se internaliza en las pasiones de textura febril y ardiente, alrededor de la piel masculina. No explica tales pasiones, sino que las expone, las exhibe con naturalidad, sin importarle el escarnio público. De hecho, lo íntimo se torna público, desafiando lo socialmente instituido. Sin ataduras, se dibujan los gestos, los besos, los celos, la espera, el orgasmo, las dudas, el sufrimiento, la ausencia, los hijos, los rasgos culturales, los limitantes, las tensiones, la llamada telefónica, París, las estaciones, las vacaciones, los insomnios, el encuentro, el reencuentro, el desencuentro, la partida.

¿Cabe el amor en este intento de dicha fugaz? Difícil saberlo. Tal vez, sólo una obsesión irrefrenable. Lo que sí es cierto es que ella está extraviada en la ensoñación que experimenta. Él ostenta un cargo representativo de su país de Europa del Este. Es casado. Por tanto, acude a las citas según su agenda y discreta disposición. Esto vulnera la situación de la narradora, que está consciente de aquello, aunque tampoco siente vergüenza. A lo que se añade la impotencia por el exiguo tiempo asignado para el espacio vehementemente de los dos.

Pese a todo, queda claro que es “el tiempo de la pasión”. La fiebre cuyo calor desemboca en ansia, ira y adulterio. Es preferible obviar la identificación de la pareja. Resulta infructuosa su revelación.

En No he salido de mi noche (1997), Ernaux trasplanta el sufrimiento materno a causa del alzhéimer. Cuenta la tragedia de una enfermedad que carcome la recordación y demuele el equilibrio. La narradora se enfrenta a una verdad que altera su cotidianidad, en medio del vaticinio del fracaso: el divorcio. Y otros aspectos como la menstruación, la menopausia, la pérdida de la razón, los avatares de la adultez. Asume como suyo “el residuo de un dolor”. Son los ochenta. Visitas dominicales al sanatorio. Impresión de culpabilidad. Evita que las emociones se sobrepongan en la escritura que bulle automatizada, y del que problematiza. Desde el desgarro decanta la transparencia de la vejez. Y anota su horror descarnado. Es la lucha por la sobrevivencia. En los pasillos del hospicio, ancianas locuaces y ancianos autómatas se aferran a la vida. La transformación del rol madre-hija es inevitable. Impacta el proceso degenerativo del cuerpo arrugado de la madre en donde Ernaux se observa a sí misma entre gritos y sombras. Ella encara a las voces salvajes de la demencia. El pavor y el terror a la muerte. El miedo oculto o visible (depende del arrojo) a afrontar el pasado de raíz consanguínea o a asumir la ausencia definitiva del ser amado.

¿Quién fue su mamá? Una mujer apegada a la religiosidad. De fuerte temperamento. Agraciada. Caprichosa. Pudorosa.

Lo anterior tiene conexión con su otra novela, Una mujer (1987), cuya pieza gravitante es, desde luego, la madre (quien “perdía la cabeza”). El asilo. La misa. Los cirios. Las flores. El entierro. El duelo. Ernaux desata su padecimiento en este proyecto que se bifurca entre literatura y realidad. ¿Quién fue su mamá? Una mujer apegada a la religiosidad. De fuerte temperamento. Agraciada. Caprichosa. Pudorosa. Trabajadora. Administradora del café-tienda o local comercial. Empecinada por que la dignidad sea faro hogareño. Imágenes de la posguerra y sus efectos. Del extravío mental. De los lazos y discordia entre madre e hija. Ernaux constata su nacimiento en los cuarenta, tras el repentino deceso de una hermana a la que no logró conocerla. Pretende narrar con neutralidad, mirando por el retrovisor. Hilvana la vida y la muerte, convencida de que escribir también es “una manera de dar”.

Su gran obra está sembrada en porciones noveladas. Son textos palpitantes que brotan del sol y del diluvio. Antes que salvar las apariencias, se desvisten las mismas. Su matriz autobiográfico se articula con el eslabón etnológico. Es una especie de repertorio que arranca desde la crianza y que se despliega en una cíclica declaración de aconteceres. Siempre la foto de su raza, de la cual juró vengar. Y sí que lo logra a través de estas claves escriturales (su “pequeña victoria”) que franquean lo transpersonal, ya que su yo traspasa el tamiz social. Esto, nutriéndose de una posición ideológica y reivindicativa en tanto al género, sin que afecte en lo mínimo el pulso estético. Es que lo que a Ernaux (o Annie Duchesne en su soltería) le incumbe es objetivar su credo, contando para ello con la democratización de la grafía. La misión suprema es escribir dentro y fuera del ser, concebir las palpitaciones y asumir la enmarañada existencia desde el activismo narratológico. Sus preocupaciones no son casuales, sino el resultado del constante desplazamiento evocador con retorno prosístico, que le sirve para constatar el ayer, y situarlo en una esfera vital y urgente que gire en lo verídico. Tal como confirma la Premio Nobel de Literatura 2022: “Encontrar las palabras que contuvieran a la vez la realidad y la sensación procurada por la realidad, iba a convertirse, y hasta hoy, en mi preocupación constante al escribir, fuera cual fuera el objeto”.

Las asimetrías se encuadran en un apocado estado de asimilación, cuyo punto de fisura está en los orígenes de la progenie. El contorno social la expulsa, a la vez que la integra gracias a su denodada formación intelectual (Bourdieu, Beauvoir, Genet, Sartre, Woolf).

Francisca Romeral Rosel resalta que su novelística en conjunto es un modelo palmario de formas renovadas para comprender la literatura, fusionada a través de tres aristas: la sociología, la historia y las propias letras, en un concluyente boceto de autorreferencialidad.

Una secuencia al unísono y espontánea con la posibilidad de mutar las cosas y sensaciones, frente al convencimiento de que “escribir es retener la vida”.

 

Referencias y bibliografía

Aníbal Fernando Bonilla
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