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El destierro del aprendiz

sábado 19 de agosto de 2023
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El destierro del aprendiz, por Carlos Alfredo Marín
De pronto, empezó a llover con fuerza. Una ventisca empezó a azotar los árboles y los ventanales de los edificios. En medio de la caminata me dio por llorar, a quejarme de mi suerte. Luego empecé a rezar el padrenuestro.

La cuenta regresiva del destierro

Yo acostumbro levantarme temprano. El lunes 21 de mayo de 2018 encontré razones para no hacerlo. Era un lunes atípico. Apenas me senté en la cama, me asaltó la idea como un balde de agua fría: Nicolás Maduro había sido electo para otro período presidencial.

Aquella victoria no se correspondía con la realidad. El día anterior vi poca cola en el centro de votación de Brisas del Paraíso, Cota 905, sector donde vivía junto a mi familia. Fue una jornada electoral de poca asistencia. Pude ver las caras de las personas que acudían a votar. Salían cabizbajos. Vi, de frente, la inercia de un pueblo atrapado por sus propios fantasmas.

Con el primer café del día saboreé el desánimo colectivo. En el barrio el silencio gritaba. Lo más curioso era esto: los vecinos afectos al chavismo, que acostumbraban a poner, a todo volumen, la canción “Chávez, corazón del pueblo”, aquel lunes callaron. Fue la primera señal del cataclismo que estaba por venir.

Recuerdo la opresión que sentía en el pecho aquel lunes. No solo era tener conciencia de la dictadura que nos trituraba cualquier expectativa de cambio, sino la experiencia opresiva que se aproximaba a mi familia. Era imaginar con más fuerza la miseria, la disolución, el hambre. Me sentía asfixiado, como si me castraran el alma. Me imaginé en un callejón sin salida. Había que vivir un día a la vez, como lo anotó Víctor Klemperer en sus diarios en la Alemania nazi.

A pesar de que vivía del freelance, no me daban las cuentas para costear los gastos de la casa. Con los ingresos económicos que tenía como historiador, investigador y escritor web, no lograba llenar la nevera. Entre más trabajaba, menos comíamos. Aquello se volvió algo letal para todos. Para entonces, ya había pasado más de un año de mi renuncia a mi puesto académico en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela. Cuando empecé a ver la palidez de mis jóvenes alumnos de la Escuela de Comunicación Social, algo en mí empezó a morir. Allí inicié, sin darme cuenta, la cuenta regresiva del destierro.

 

No podía dejar de observar la suciedad en todo lo que me rodeaba. No era una exageración.

La mancha que sale del metro

En aquellos meses de 2018 las calles y avenidas de Caracas resaltaban por la ausencia de tráfico. Transitar a las 5 de la tarde por la avenida José Antonio Páez era ver la postal de la soledad. Las personas se recogían temprano. Anochecía en pleno sol.

Cuando debía salir a hacer alguna diligencia, no podía dejar de observar la suciedad en todo lo que me rodeaba. No era una exageración. El desgaste, el hedor, la mancha, la arruga, la dejadez. La veía en la piel amarilla de los cuerpos famélicos. Cabellos encanecidos. Ropa sucia. Morrales rotos. Pantalones y zapatos agujereados.

Al colapsar las líneas de camionetas y autobuses de la ciudad (falta de repuestos, aumento de pasaje, etc.) miles de personas tenían que “morir” en el Metro de Caracas para llegar a su trabajo. Así se iba llevando al máximo una de las instituciones modelo en América Latina. Al descender por las escaleras de las estaciones, captaba la postración en el tránsito de los viejitos que poco a poco se arrastraban hasta llegar el andén. Era bajar a la oscuridad: un terrible espectáculo donde la inercia totalitaria tragaba todo.

En el metro campeaba la podredumbre. “Hiede a mierda”, era la frase más común que se escuchaba. Cuando entraba al tren pisaba pozos de sangre de sardina. Un olor nauseabundo que se te metía en la ropa y que llevabas a la casa. Los pozos eran manchas que se extendían por los andenes de las estaciones. El metro era una morgue rodante. Sentía a veces que era una cava caliente llena de gente que no aceptaba que estaban muriendo. Yo estaba muriendo en algún punto.

Me convertí en un observador de las ojeras en el metro. Esas bolsas que colgaban de los ojos expresaban una tortura interior. Cierta tensión de “vivir” al límite. La naturaleza primitiva de un cuerpo y alma sometida. Los párpados tensos, las pupilas enrojecidas y, al mismo tiempo, amarillentas. Veía en los rostros la ausencia de descanso. El color hepático de los desnutridos: una tesitura sudorosa que recubría la cara y que se desprendía, a gotas, de las ojeras. Las almas estaban en otra parte. Lo que quedaba era la carne, el instinto, lo animal.

En los trenes estaba viendo muñecos a punto de caerse. Cuando alguien caía desmayado, un buen samaritano pulsaba el botón de emergencia y se aparecía el personal de seguridad. Cuando sucedía esto, pocos reaccionaban. Volteaban las miradas, con las bolsas colgantes a cuestas, volvían al piso de sus dramas personales, autómatas, no soy yo, no es mi problema, yo sigo de pie, por ahora.

Podía ver el esfuerzo que hacía un cuerpo por no quedarse dormido de pie. La gente estaba a la defensiva, reaccionaria. Esto se sumaba a los robos y a los pedigüeños. Éstos iban de vagón en vagón vendiendo sus caramelos de anís y menta. Luego, al salir del metro, la suciedad continuaba. La mancha se extendía como pasto salvaje.

En Brisas del Paraíso, atrás del Instituto Pedagógico de Caracas, llegaba el camión recolector de basura una vez por semana. Las moscas proliferaban. También crecía el número de niños y adultos buscando qué comer dentro de los contenedores. Se peleaban por las bolsas. Eran trofeos. Esa era mi postal diaria.

 

Vi a una niña muy delgada caminar dentro de un charco lleno de gusanos. Así se iban ganando la vida.

Estábamos muriendo y no lo sabíamos

A principios de mayo de 2018 fui al mercado de Coche. Me acompañaron mis padres, mi abuela y mi esposa. Iba mucha gente, una detrás de otra, formando filas por entre largos pasillos al aire libre. El paso era lento, pero al mismo tiempo atormentante por el sol.

Los gritos de los vendedores se mezclaban en un coro aturdidor, más intransigente que el de Catia o Quinta Crespo. Si mirabas alguno a los ojos era peor, porque alegaban que no ibas a conseguir mejor precio por las piñas o los tomates. De paso podían malandrearte o robarte si te descuidabas. No podías mostrar debilidad. Latía una violencia extraña en las formas de ofrecer las verduras, una violencia en cómo cobrar y tratar a los probables “clientes”. Aire piratería.

Por donde volteaba, podía ver niños descalzos. Éstos se inclinaban en los rincones nauseabundos de la enorme planicie del mercado para rescatar alguna cebolla o remolacha, algún limón o alguna papa. Algunos podían llenar bolsas enteras. “Recogen de la basura para luego rematarlas”, me dijo mi mamá.

Eran niños sin camisa; vi a una niña muy delgada caminar dentro de un charco lleno de gusanos. Así se iban ganando la vida. Mejor dicho: sobrevivían. Yo quería dejar constancia de todo eso: anotarlo, pensarlo, reflexionarlo. Me di cuenta de que estábamos adquiriendo un aura fantasmal. Se nos pegaba la naturaleza del medio: sentía que estábamos muriendo, pero era un concepto que no podía explicar bien. Era sólo una intuición apretada por el miedo.

De pronto vi cómo un viejo, casi descalzo, cargaba una carretilla de hierro inmensa con guacales de plátano. El tránsito de camiones de carga se detuvo mientras él pasaba. Exagero que ni dos caballos podían con la carga que llevaba. Era un tipo de piel morena, hecho puro músculo. Su cuerpo estaba arqueado completamente. Llevaba un trapo en la cabeza para cubrirse del sol. Delante de él iba un niño abriendo paso a gritos con un afilado machete. “Voy sin freno, voy, señores, ¡abran paso!”, decía con voz aguda. Todos se quedaban mirando el prontuario abismal de la carga. Nadie pudo verle la cara al viejo. Sólo se veían sus piernas ganando cada centímetro con la tozudez de un gladiador.

Sentí que sólo se dejaba llevar por una extraña gravedad. Cada paso llevaba una especie de designo antiguo. En un segundo me fui a la India o Haití, a Marruecos o El Cairo. El viejo cruzaba el tiempo. Imaginé que podría hablar muchos dialectos del mundo. Y, aun así, ser el guerrero ciego que sólo tiene una opción: aguantar y avanzar, aguantar y avanzar. Eso éramos nosotros: los mulos fajados por Dios del poeta José Lezama Lima.

 

La proeza de buscar el medicamento me recordó las cacerías de pañales en la Caracas de 2015 y 2016 cuando Carlota estaba recién nacida.

El susto en el pecho

En enero de 2018, mi hija Carlota tenía dos años y medio de edad. Ella contrajo una gripe que incluía episodios de quebranto y escalofríos. Su mamá y yo la llevamos al pediatra. Tenía una infección en la garganta, de esas que yo contraía cuando era chamo. Yo solía sufrir de faringitis. Pero no era el año 1994; al contrario: era 2018.

Esa fue la idea gatillo cuando vi el récipe médico: debíamos comprar un antibiótico. La proeza de buscar el medicamento me recordó las cacerías de pañales en la Caracas de 2015 y 2016 cuando Carlota estaba recién nacida: los madrugonazos, las largas colas, la desdicha de encontrarse con un “no hay”. Me desesperé. Éramos padres en un país desolado.

Lo cierto es que no encontrábamos el antibiótico en Caracas: ni siquiera los vendedores en el mercado negro lo tenían. Una amiga me ayudó a postear el récipe médico en Twitter y recibió ciento de retuits. Al día siguiente, un señor de Maracay se comunicó conmigo y me lo donó sin dudar. Horas después, fuimos a una oficina de MRW en el centro de Caracas y lo retiramos. Aquella luz en la oscuridad me alivió. Fue como un rayo de esperanza. Pero no la saboreé: andaba distraído, pensando en los fuegos que debía apagar.

Carlota mejoró al segundo día del tratamiento. Su enfermedad me asustó en los huesos. Fue la gota que derramó el vaso. Yo empecé a llenarme de miedo. No dormía pensando en qué íbamos a comer el día siguiente. Estábamos comiendo arepas de maíz pilado, de yuca y de ahuyama. Poco café, nada de azúcar y pan. El pollo y la carne eran un lujo. Toda esa presión se fue arremolinando en el pecho. Me sentía solo, frustrado. No hallaba de dónde agarrarme.

Una noche no pude evitar quebrarme. Mi esposa salió de la habitación. Me consoló. Nos abrazamos. Conversamos hasta bien entrada la madrugada. Yo solté la idea de irme del país. Ella me miró y me sostuvo la mano. Decidimos que yo probara suerte en Buenos Aires. Allá me recibiría mi hermana menor, que se había ido en 2017. Debíamos buscar salida para el futuro de la familia. Nos fuimos a la cama con ese plan. Me calmé.

En cuestión de cuatro meses arreglamos el viaje y los papeles. Vendimos lo que pudimos, menos nuestra casa, que bajo un esfuerzo titánico habíamos construido. Mis amistades hicieron una colecta junto a mi familia: lograron comprarme un pasaje de avión con dirección al Río de la Plata. Si bien había incertidumbre, algo en mí me empujaba hacerlo. Un pálpito en el pecho. Al despedirme en Maiquetía, mi esposa sacó de su cartera una estampa del arcángel Miguel. La agarré con indiferencia y la metí dentro del pasaporte.

 

Pizzería Angélica

Llegué a Buenos Aires en pleno invierno. A los días de haber llegado encontré trabajo en una pizzería en el barrio de Balbanera. Lo conseguí gracias a una chica venezolana que conocí en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Fue un flechazo: compartimos números, y a las pocas horas, me llamó al celular: “Carlos, acércate al restaurante. Hay una vacante”. Ella trabajaba de cajera. Aquella llamada fue un giro crucial, porque llevaba dos semanas buscando “laburo” sin resultado. “Tuviste suerte”, me dijo mi hermana.

Vivíamos en un hotel antiguo en el mero centro de la capital, calle Anchorena 89, a dos cuadras de la Plaza Miserere. Era un hotel donde confluían llaneros, orientales, andinos, caraqueños. Me sentía en una isla venezolana, cada uno con una historia trágica a cuestas. Confluíamos en la cocina en las horas de la noche. Detrás de la sonrisa veía la angustia del emigrante promedio.

Pizzería Angélica, así se llamaba el restaurante, ubicada en Riobamba 815. Entraba a las 12 del mediodía y salía a la 1 de la madrugada. Tenía un día libre a la semana. Lo complicado era que tenía horario cortado, es decir, descansaba entre las 5 de la tarde y las 8 de la noche. No firmé ningún tipo de contrato. El pago era semanal. “Tómalo o déjalo. Si querés comenzar, que sea hoy mismo”, me dijo el encargado de origen paraguayo. No tenía más opción. Así ingresé al “barco negrero”, como le decía el jefe de cocina, quien se convertiría en uno de mis grandes amigos de aquel viaje de transformación.

El doctor me dio su diagnóstico: estrés, ansiedad, preocupación.

En esos días volvió a aparecer un dolor de cabeza. Lo había tenido por semanas en Caracas, mucho antes de partir. Creía que era la vista. Lo descarté con un oftalmólogo. Fui incluso a un internista para examinar mis valores sanguíneos. El doctor me dio su diagnóstico: estrés, ansiedad, preocupación. Así me monté en el avión en Maiquetía: un leve mareo, puntada en la sien. Algo raro. Pero debía viajar.

Cuando hice escala en el aeropuerto de Sao Paulo, Brasil, la sensación se hizo más insoportable. Supuse que era el descenso de los treinta mil pies de altura (en total fueron cuatro: el de Puerto La Cruz, el de Manaos, el de Sao Paulo y el de Buenos Aires). En Sao Paulo parecía que iba a desplomarme. Con la ayuda de una señora que conocí en el aeropuerto de Puerto La Cruz, compré unas pastillas en el aeropuerto. Aun así, seguía desorientado, nervioso.

Con la señora compartí casi ocho horas de espera en el aeropuerto, tan grande como el de Madrid o Londres. Abordamos el avión a Buenos Aires en el atardecer. Desde el avión puede ver cómo fueron apareciendo las cuadrículas y líneas amarillas de la metrópoli. Mientras iba en el descenso, la ciudad se hacía más imponente, majestuosa: imágenes que atesoraré siempre.

Pero el malestar no desaparecía. En la cocina me mareaba. Tampoco podía dormir. Mientras pelaba los dos sacos de papas diarios, me entraban ganas de llorar. No podía detenerlo. Mis compañeros me levantaban. “Ánimo, Carlos. Eres fuerte. Todos pasamos por eso. ¡Arriba!”. Muchas veces me corté los dedos.

En mi único día de descanso, fui al módulo de emergencia del hospital Rivadavia, ubicado en la avenida general Las Heras. Mi hermana y su novio me acompañaron. Luego de esperar un par de horas, me llamaron. Enseñé mi pasaporte y entré a las salas de consultas. Me atendió una estudiante de medicina, trajeada con uniforme azul. Me preguntó de todo mientras llenaba mi historia. Temperatura, tensión arterial, pulsaciones por minuto, coloración ocular, etc. El tono de voz de la chica me fue relajando en la camilla. “Voy a buscarte diclofenac para atacar el dolor de cabeza. Ya regreso con la doctora de guardia”, me dijo.

Minutos después, apareció la doctora. Cabello rubio, ojos verdes, piel blanca, con pequeñas pecas, delgada. “Hola, Carlos”, me dijo estrechando mi mano. Ya por ahí me descolocó. “¿Cuándo fue que llegaste?”. Le eché el cuento desde el principio: Venezuela, mi familia, mi viaje. “¿A qué te dedicás?”, me soltó tocándome la rodilla. Fue un gesto de empatía especial. “Qué bueno que pudiste salir, Carlos”, replicó con una sonrisa tierna. “Gracias a ustedes por recibirme”, dije, mirándola a los ojos.

Pude ver que no sentía lástima; al contrario, sentí, repito, una solidaridad tremenda con los venezolanos. Cuando le dije que había sido profesor universitario de la Universidad Central de Venezuela, los ojos se le aguaron un poco. Al despedirme, las abracé dos veces. Luego, ya en la despedida, me dijo: “Querido, no tenés nada. Eso es emocional. Por acá han venido tus compatriotas igual. Trata de respirar. Pídele a Dios fortaleza”. Aquel mensaje, en boca de una doctora, me sorprendió. La última frase me dejó pensando toda la noche.

 

En alguna parte de mí me sentía orgulloso de tener unas manos como las mías. Me estaban sirviendo para sobrevivir.

La cocina como trinchera

Luego de dos meses en la pizzería supe que se podía hacer un trabajo arqueológico a través de mis manos de inmigrante. Hacer el trabajo del guerrero, así como mi padre, sin quejarme ni hacerme la víctima. Aprendí a burlar el dolor. Lograba no prestarle atención al cansancio.

En las noches soñaba que mis manos se deformaban. Al despertar, no eran del todo lejanas esas visiones oníricas. En el lavamanos de casa me daba cuenta de que había perdido un pedazo de piel, otras veces aparecían heridas y lunares. Los dedos se me hinchaban sin tener idea de las razones. Las uñas se ennegrecían. Pero también sentía los huesos y músculos vivos. Sentía que el sentido del tacto se triplicaba, que las fuerzas de mis tendones se expandían. En alguna parte de mí me sentía orgulloso de tener unas manos como las mías. Me estaban sirviendo para sobrevivir. Estaba naciendo de nuevo gracias a ellas.

Cuando sentía mis manos de guerrero, también activaba mi espalda y mis piernas, mi cuello y mis brazos. La sangre corría por mis venas como una fiera. Me sentía todopoderoso. Entre más era la carga, más estaba vivo. Era como agarrar un segundo aire: un trance fisiológico de donde sacaba fuerza increíble. De igual forma me sentía invisible a veces. Era rara la vida que estaba experimentando. No estaba apto para leer con objetividad en qué me estaba convirtiendo.

Lo que más temían mis manos: que su esfuerzo no valiera de nada en un país donde la inflación económica era parecida a la de Venezuela. Los inmigrantes no tenían tiempo de ver el valor del dólar. La opción era dejar el alma en el laburo. Cuando hacía las milanesas de pollo en la cocina pensaba una y otra vez en la paciencia del mulo en el abismo de Lezama Lima.

Entré en un modo guerra, así como Rocky Balboa. Eso se manifestaba en el uso de la ropa. A falta de plancha, aprendí a no pararle a las arrugas. Mi abuela y mi mamá, seguramente, me insultarían. El descuido en la facha incluía los zapatos: sucios y abiertos por debajo, pantalones con huecos, cierres dañados.

También se manifestaba en la forma en que me alimentaba. Empecé a comer de pie, en la cama o en el piso, mientras me bañaba, fregaba o iba en el colectivo. Comía por salir del paso. Sólo era necesario llenar el estómago, así fuese con una manzana o un pan con jamón. Comer frío, sin mediación de la cocina. Construir un alimento rápido, que le ganara terreno al hambre, pero también a las horas que pasaban volando.

El modo guerra suponía que entraba en un estado de inconsciencia. No me importa nada, qué carajo, estoy avanzando, estoy resolviendo, me estoy ganando la vida. Me convertí en un soldado que pelea en la trinchera: barro va, barro viene, heridas van, heridas vienen. La cocina era la trinchera perfecta. Un soldado más, uno invisible en la gran urbe. Me sentía solitario, como cayendo en un abismo, sin muchas esperanzas.

 

Un cable directo con Dios

A principios de octubre de 2018, cuatro meses de haber aterrizado en Buenos Aires, me levanté con la sensación de haber acariciado a mi hija durante horas. Me desperté con el cuerpo en posición de cuna. Mis manos estaban calientes y mi boca dibujaba una sonrisa en la oscuridad; mi pecho estaba tibio, y aún podía sentir el peso de Carlota en mi piel: ese calorcito íntimo que nos unía desde que nació.

Días después soñé con mi tía Lucía, que falleció de cáncer pulmonar en 2014. Me desperté con la idea de haberla abrazado toda la noche. La escena era de día y transcurría en la sala de mi casa en Caracas. Ella reía en silencio y me retribuía el cariño con sus manos grandes y cálidas. Me acariciaba el cabello como antaño, como cuando me sacaba los piojos en San Juan de los Morros. Yo era feliz sintiéndola: “Tía, te extraño. Gracias. Te amo, ¿sabías?”. Y ella sin decir palabra me respondía con el pensamiento: “No estás solo. Confía en Dios”.

La verdad es que siempre evocaba a mí tía Lucía desde que llegué a Buenos Aires. Siempre lo hacía en momentos difíciles, en esos ataques de tristeza que me daban dentro y fuera del restaurante.

Lloviznaba y hacía 4 grados de temperatura. La ciudad congelada, ausente, dormida.

Una noche de agosto, al salir de la pizzería a la 1 de la mañana, pasó algo increíble. Lloviznaba y hacía 4 grados de temperatura. La ciudad congelada, ausente, dormida. Los balcones estaban oscuros. Los taxis negros con franjas amarillas pasaban rápido a través del asfalto. No vi un solo peatón a esa hora. De pronto, empezó a llover con fuerza. Una ventisca empezó a azotar los árboles y los ventanales de los edificios. En medio de la caminata me dio por llorar, a quejarme de mi suerte. Luego empecé a rezar el padrenuestro, un gesto que tenía mucho tiempo que no hacía.

Caminaba rápidamente, escuchándome a mí mismo, pensando en Jesús, volteando constantemente a ver si se aproximaba mi colectivo de la línea 132. Así conseguí a llegar a la parada. Allí acampé. Sabía que había perdido el autobús de la 1:05 am. Eso sólo significaba que debía esperar el de la 1:35 am: la medida satelital nunca se equivoca. Continué rezando, ya más calmado, viendo los papeles elevarse dos y tres pisos de altura en medio de la tormenta. No sé de dónde me vino esta frase a la mente: “Tía, por favor, dame fuerza. Dios, guíame”. Me rendí a la oración. Dos minutos después, la tormenta cesó. Y apareció el colectivo en la esquina. Era la 1:15 am. Un cable directo con Dios.

Al día siguiente me fui a caminar en mis horas de descanso. En esas horas agarré la costumbre de visitar librerías y plazas, tomarme algún latte de vainilla en las viejas cafeterías del barrio de Retiro. Esa tarde descubrí una iglesia que me llamó la atención en la avenida Callao 580. En la entrada tenía su nombre en tipografía romana: “Iglesia del Salvador”.

Me apeteció entrar. El templo estaba vacío. Inicié el recorrido partiendo por la nave derecha. Fui identificando las figuras religiosas: santos, mártires, vírgenes. Al llegar al extremo izquierdo, una figura me hizo detenerme. Era el arcángel Miguel, en postura guerrera, sosteniendo una lanza que sometía a un dragón luciferino. La expresión del rostro del arcángel me conmovió, algo raro en mí por mi formación científica. Me puse a mirarlo fijamente desde las butacas de madera que daban al altar mayor. Allí estuve una hora hasta que comenzó la misa. El mareo se fue. Eran las 8 pm. Siete grados de temperatura. Debía regresar a la pizzería.

Fue a partir de octubre cuando la fe, el espíritu y la esperanza pasaron a ser palabras claves en mi estancia en Buenos Aires. La crisis depresiva que padecía incluso antes de llegar a Argentina fue alejándose. Se fueron el mareo, la pérdida del apetito, el vacío en el estómago, el insomnio. También colaboró en esa mejoría la mudanza al barrio de Boedo. Allí mi hermana consiguió alquilar un apartamento pequeño para los tres. Allí podía pagar menos arriendo y dormir en un colchón nuevo en la sala del apartamento. Tenía más tranquilidad.

Continué visitando la Iglesia del Salvador diariamente. Allí conseguí refugio en las horas del descanso. Entraba y me olvidaba de todo. La experiencia que vivía en este templo jesuita era única. Aún no sé cómo explicarla. Sentía una paz inmensa. Me cautivaban el silencio y los coros gregorianos de fondo. Me volví un estudioso de cada rincón del templo, construido a finales del siglo XIX. Caminaba lentamente por sus alas laterales y chequeaba las imágenes de los santos. Lo hacía en silencio, con las manos atrás, tratando de contemplar el aura de cada altar.

La iglesia emanaba lo sagrado de una forma especial. Eran sus vitrales, las amplias arcadas con detalles de lirios esculpidos, los colores morados y dorados de las grandes columnas renacentistas, las sombras de los santos que se reflejan a los costados… Los detalles abundaban. Aunque había visitado templos ricos en historia como el de Notre Dame en París, el de la Sagrada Familia en Barcelona, la Basílica de la Guadalupe en Ciudad de México o la Abadía de Westminster en Londres, aquella iglesia porteña tenía un encanto particular. Seguramente era mi crisis personal la que me hacía verla de esta forma.

La ternura, el amor, la comprensión: sentía todo eso en los huesos del cráneo, energía que se transformaba en un hormigueo en la espalda. Era como si Dios estuviese acobijándome en esos minutos con más fuerza. Podía sentir una conexión real y mágica, una experiencia religiosa plena. En Buenos Aires me reconocía como un hijo más de Dios.

 

Yo observaba con detenimiento cómo caían los dólares de los contenedores. Un saqueo enorme.

El lenguaje de los sueños

En noviembre de 2018 tuve un sueño lúcido. Al despertar, como pude, anoté el episodio en la libreta de mi celular. La escena giraba en Caracas. Yo estaba en la azotea de una casa grande con vista al Ávila. Había nubarrones grises por encima de la cordillera, pero hacia el este se veía un azul prometedor. De pronto, de los cerros circundantes, los vecinos empezaron a asomarse. Se fueron arremolinando unos gritos. Yo me asomé a la baranda y vi un río de gente sacando pancartas.

Las consignas me fueron llegando: “¡Fuera, ladrones! ¡Fuera, ladrones!”. Vi despegar más de una docena de helicópteros en el horizonte. Eran helicópteros militares de dos hélices. Iban remolcando grandes contenedores. “¡Se llevan el oro! ¡Se llevan el petróleo! ¡Se llevan los diamantes! ¡Deténgalos!”. Yo estaba presenciando el saqueo de Venezuela. Las amas de casa lloraban. Los niños observaban señalando las aeronaves con inocencia. Yo observaba con detenimiento cómo caían los dólares de los contenedores. Un saqueo enorme. Abajo, salían los militares a reprimir.

Luego miré mis manos. Extrañamente sostenía un suéter. Estaba en el lavandero de la azotea. El sol brillaba, ya en franco atardecer. El pico Naiguatá se veía espléndido. Luego busqué jabón para lavar el suéter con capucha, color marrón, cierre dorado. Tenía un balde con agua. Empecé a restregar con un cepillo. Cuando enjuagaba, aparecieron en la tela dos grandes alas. Aquello me llenó de curiosidad. Apareció luego una lanza, después un dragón pisoteado. “Es Miguel, es Miguel”, me dije con emoción. Empecé a restregar más rápido y toda la figura del arcángel Miguel se reveló a color. Los colores eran tan vivos que se movían. Agarré el suéter al trasluz y en el cielo caraqueño se proyectó la misma figura, ahora en leve movimiento. Y desperté.

Como soy investigador nato, empecé a indagar sobre el tema de los arcángeles. Mientras lavaba los trastes sucios del restaurante, iba escuchando videos en YouTube sobre infinidades de temas: emociones, energías, mente, espíritu. Conceptos que jamás se me pasó por la mente conocer… No lo escondo: aquello me fue dando fuerza, tranquilidad. Porque, de alguna forma, entendía lo que me estaba pasando.

Seguí yendo a las misas de las tardes, cosa inimaginable en Venezuela. Me hice amigo del conserje de la iglesia. “Ché, ¿te animás a leer al micrófono la lectura de hoy?”. Me negaba una y otra vez: me resistía, no me sentía cómodo. Un día caminaba por la avenida Tucumán en mi hora de descanso. Me di cuenta de algo estremecedor: me encontré una parada de autobús con el nombre de San Miguel, una tienda de tela llamada Miguel, un carro estampado con la figura de Miguel, una tienda de artesanías con la figura de Miguel en la entrada… Conté al menos nueve “coincidencias” de ese tipo. No podía creerlo. Algo estaba pasando.

Me fui a la misa de las 6 de la tarde. Pero llegué, como siempre, temprano. Estaba vacía la iglesia. El encargado me saludó a la distancia. Yo me senté en la butaca de madera, frente a la figura de mármol del arcángel, mi amigo y maestro, como ya le decía. Me senté allí para pedirle explicación. Le hablé de tú a tú. Él me miraba. Minutos después, el encargado salió de la sacristía. Se acercó a mí. “¡Ché, animate a leer la lectura de hoy!”. Yo volteé a verlo. “Está bien, lo haré”. Él se sonrió. Yo, por mera curiosidad, le di la mano y le pregunté su nombre. Con voz amena y cálida, me respondió: “Me llamo Miguel”.

 

Mi mente, mis emociones, mi espíritu, estaban en otra onda: estaba dando un viraje profundo a nivel de conciencia.

El arcángel Miguel

“Pudiste haber muerto físicamente, Carlos. Pero lo que sí es verdad es que moriste simbólicamente. Eres otra persona”, me dijo Patricia Valderrama, una amiga astróloga y psicóloga. “Es un viaje para que hagas profunda limpieza, porque se vienen cambios profundos en el alma”. Aquello me quedó rondando en la mente. Era diciembre de 2018 y continuaba en Buenos Aires.

Aunque había conseguido una pasantía por horas en la Universidad de Buenos Aires, mi cansancio físico era brutal. Pero mi mente, mis emociones, mi espíritu, estaban en otra onda: estaba dando un viraje profundo a nivel de conciencia. En mi día de descanso, trabajaba de corrector de pruebas para Adrián Cangi, un filósofo que me contrató para que le editara sus textos. En medio de aquellos cambios espirituales, Cangi me apoyó bastante. Las cosas se fueron enderezando un poco, pero no conseguía un trabajo en blanco que posibilitara más ahorro y estabilidad. Y así sacar a mi familia de Venezuela.

Un día de enero de 2019 mi esposa me asomó la idea de que no quería dejar el país. “Entonces yo me devuelvo”, solté. Fue un pensamiento luminoso, lleno de fe, aceptación y confianza. Fui ahorrando por cinco meses. Compré mi boleto de avión. Esa decisión fue posible gracias a una cosa: solté mis expectativas, entregué todo a Dios, acepté que no sabía nada, comprendí que sólo era un átomo minúsculo en el universo, confié en la vida y sobre todo en mi intuición.

Todo este hilo argumental que, por momentos, puede parecer pendejo y cliché, fue el estado milagroso que me llevó a ver quién era. Supe que en Buenos Aires debía mirar hacia adentro y, desde la oscuridad y el sufrimiento, enfrentar lo mejor y lo peor de mí para nacer de nuevo. Ya no sentía culpa, no sentía dolor. Sólo experimentaba paz en medio de las trece horas continuas de trabajo en la cocina.

Al fondo, visibles para mí, sentía la presencia de seres espirituales que me levantaban. En Buenos Aires empecé a meditar. Cuando lo hacía, mayormente luego de la 1 de la madrugada, escuchaba cantos angelicales y señales de todo tipo. Una mañana, antes del amanecer, el edificio estaba en silencio. La claridad apenas entraba por la ventanilla de la sala. En medio del estado de vigilia, entre despierto y dormido, escuché un sonido de agua fluyendo. Pensé que podía provenir del baño. Eran gotas que caían con dulzura: no puedo describirlas de otra forma. Las escuché cerca. Inmediatamente, escuché voces femeninas cantando un himno bellísimo. “Iiiiimmmmm”, decía. Junto a las voces, miles de campanillas.

Fueron dos segundos. Me levanté extrañado. Fui al baño corriendo. Encendí la luz. No había nada. Cuando orinaba, a través del faro del bombillo, vi merodear una mariposa. Fue rápido. Todo el baño me pintó esa sombra pequeñita, ínfima, zigzagueante. Voltee mi mirada al bombillo: absolutamente nada. Luego se me erizó la piel. Sentí un amor inmenso.

¿Cómo no sentirse en agradecimiento sincero cuando experimentas cosas de este tipo? Recuerdo muchos episodios de esta clase. Empecé a no sentir miedo de nada. Me reconocí en ese resplandor: morí para renacer en la luz. Mi cuerpo, carcomido por el cansancio extremo y la ansiedad generalizada, pudo dar un paso más allá. Esa situación límite —dramática en todas sus acepciones— fue dirigida por los milagros. Es decir, tomar la decisión de entregar todo a Dios y liberarme de las cargas que yo mismo me había impuesto. Tal paso fue y sigue siendo una cuestión de fe. Debajo de mi almohada siempre estaba la estampita del arcángel Miguel. Yo era un soldado más de su ejército: el amor y el perdón.

 

Una gota de agua en un océano azul

En mayo de 2019 regresé a Venezuela. Habían pasado once meses y dos semanas de mi ida. Al llegar a casa abracé a Carlota y lloramos juntos de felicidad. Mi casa estaba intacta. Algo de mí veía ahora la ciudad de otra forma. Mi actitud ante la vida era más agradecida, comprensiva, benevolente. Me miré en el espejo del baño y vi que había madurado, que mis manos callosas y llenas de cortadas habían sido fuertes. Sin culpa entré de nuevo en mi hogar y allí estaban mis libros, mi estudio. Las semanas fueron pasando en Caracas en una calma extraña.

Diez días después de la muerte del señor, mi esposa me dijo que quería separarse de mí.

El papá de mi esposa falleció de cáncer en noviembre de aquel año. Fue un suceso duro, porque ella no pudo despedirse. Algo de ella se quebró, y yo quedé flotando en un éter raro. Desconfianza, falta de comunicación, frialdad. Diez días después de la muerte del señor, mi esposa me dijo que quería separarse de mí. Ya había dejado de amarme, y no se puede amar a alguien desde la lástima. Fue uno de esos acontecimientos que marcan. Cuando escuchas palabras de ese tipo, supe que no había vuelta atrás. Debía dar el paso. Lo hice.

Hice mis maletas y, sin discutir, me fui de nuestra propia casa el 31 de diciembre de 2019. Fue como si el mundo se derribase sobre mi espalda. Pero yo era otro: había cambiado. Sentí que me había liberado. Las cosas debían ponerse en orden. Ahora tenía confianza en la vida. Cuando se abrió el proceso de ruptura, conté con la ayuda de muchas personas. Eso me ayudó a tomar conciencia de las piezas. El viaje a Buenos Aires había iniciado, en efecto, una limpieza radical. Me aboqué a eso sin miedo: aceptar lo que viniera.

En mi casa de soltero, donde escribo hoy estas memorias, conversé con Dios. Fueron semanas de mucho dolor, previas a la pandemia. Una noche tuve un sueño, seguramente el más hermoso de mi vida. La escena era esta: me levanté para ir al baño en la casa. La luz entraba por las ventanas de la sala. Eran las 5:45 am: el sol apenas salía por el este. Por un segundo, vi a mi tía Lucía en el mueble: estaba sentada, con un vestido floreado. Mi tía querida, la que había aparecido en Buenos Aires para darme fuerza. Ahora estaba allí, delante de mí, hermosa, alegre, en calma. Yo sabía que estaba muerta, pero allí se veía más viva que nunca.

Con un gesto de su mano, me señaló la ventana. Giré la cabeza y estaba el arcángel Miguel de cuerpo entero, a unos seis metros de distancia, flotando afuera de casa, mirándome. Tenía una capa azul, un chaleco de cuero negro y botas que le llegaban a las rodillas. Sus alas apenas podían verse: eran veloces, inapreciables. Lo que más recuerdo eran sus ojos azules. Su piel era blanca, su cabello era negro, pero con el sol podía verse rubio. Yo empecé a llamarlo de la emoción, como queriendo abrazarlo, pero no podía moverme. Sentí que quería decirme algo. Con sus ojos hizo un gesto de tranquilidad. Me dijo con la mente: “No olvides que estoy contigo. No pasa nada. Todo está bien”. Y en un segundo, tan rápido como un rayo, desplegó sus alas y se fue volando. Y desperté.

Aquel sueño me confirmó que durante todo el viaje estuve sostenido por estos seres de luz. No me hizo un creyente más de cosas externas; al contrario, me hizo más consciente de mí mismo, de que, más allá del saber y del ego, hay una conciencia ilimitada, que siempre nos está llamando para hacer el cambio. De allí que esté agradecido con Dios por el desarrollo que he tenido desde 2020, relacionándome con nuevos clientes nacionales e internacionales; agradecido porque he seguido preparándome en otras áreas intelectuales y espirituales de la mano de personas maravillosas; agradecido por haber recibido una distinción honorífica en el Premio Nacional de Historia Rafael María Baralt 2022-2023; agradecido por el crecimiento de mi hija que hoy ya tiene ocho años…

En fin, soy apenas una gota de agua en un océano azul: un espíritu aprendiz.

Carlos Alfredo Marín
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