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El nervio poético o la carne viva de la palabra

domingo 16 de diciembre de 2018
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Ricardo Ramírez Requena y Alberto Hernández
Ricardo Ramírez Requena: “En El nervio poético leemos también un país, el que nos muestra la poesía”. Fotografía: Alberto H. Cobo

El jueves 13 de diciembre se presentó en la librería El Buscón, en Caracas, el libro El nervio poético, con el que el venezolano Alberto Hernández (Calabozo, 1952) obtuvo el 17ª Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana. Hoy ofrecemos a nuestros lectores las palabras de presentación que pronunció ese día el escritor y librero Ricardo Ramírez Requena.

La obra de Alberto Hernández es ya ampliamente conocida. Aun así, necesitamos una recopilación de sus artículos y reseñas, una reedición de sus ensayos y en especial una antología seria de su poesía. Sabemos de sus andanzas por Caracas: sus estadías en El Paraíso y sus caminatas hasta Sabana Grande. De sus estudios de posgrado en la Universidad Simón Bolívar y de un tiempo en España. Ha ganado premios y ha sido publicado afuera. También ha sido traducido. Como vemos, ha hecho su labor y los años han dejado obra que leer en el camino. No sé qué más puede pedir un escritor. Su labor se ha realizado en los valles centrales de Venezuela, en donde se ha movido con diligencias entre Maracay y Valencia, y también Caracas. Alberto, como Montejo, pareciera ser un nativo de la antigua provincia de Caracas, más que de los estados y divisiones ya republicanas.

Muchos pueden pensar que el Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana, ya termina de consagrarlo como escritor. En Venezuela debemos tener cuidado con la manera con que vemos los premios, en especial luego de los sesenta años. Son el destino de mármol de los escritores en estos parajes. Son un final, un capítulo que se cierra. Un acto floral con retreta de despedida. En el caso de Alberto, como en algunos otros, es bueno recordar que este premio es un reconocimiento a una obra singular en su currículum. Una que muestra, más que su consagración, su maestría. Pueden sonar similares, pero no lo son. Son diferentes.

El nervio poético es un homenaje a Eugenio Montejo y a Pepe Barroeta, pero no desde una perspectiva biográfica: no son memorias, ni recuerdos, ni nostalgias de un poeta que recuerda tiempos hermosos con sus amigos.

Una obra que muestre la maestría de un escritor es aquella que concentra más que su atención. Es aquella con la que paga una deuda, aligera pesos, sostiene pesares. Una obra necesaria para vivir y, ante todo, para continuar escribiendo. Alberto lo hace a diario, de manera constante, parpadeando poco. Escribir es su café de la mañana, su guayoyo de la noche. No hay consagración en él, porque los poetas, a diferencia quizás de los novelistas, no se consagran con una obra, sino con la labor de muchos años.

Hoy estamos aquí para atestiguar maestría: aquella presente en Alberto Hernández.

En Venezuela hay un arte de la presentación de libros. Este arte nos enseña varias cosas: el texto leído debe invitar a la lectura de la obra que se presenta, no a recordar las palabras que lo presentan; el presentador debe ejercer el don de la invisibilidad: que brille la obra de la que se va a hablar, incluso más que el autor. Y por último, que no atormente al lector, a quien escucha las palabras, en especial si está de pie. Seré breve.

El nervio poético es una propuesta narrativa que trasciende la idea de una novela. Es un conjunto narrativo, donde la prosa y la meditación poética destacan sobremanera. Es un homenaje a Eugenio Montejo y a Pepe Barroeta, pero no desde una perspectiva biográfica: no son memorias, ni recuerdos, ni nostalgias de un poeta que recuerda tiempos hermosos con sus amigos. Alberto Hernández quiere ir a la profundidad del poema, y mostrarnos sin piel la carne de la poesía. Acomete un viaje a través de tiempos y lugares, en donde nos muestra los habitantes del país poético: los dos poetas mencionados, y aquellos que los rodean: Luis Camilo Guevara, Adriano González León, Diómedes Cordero, Caupolicán Ovalles, Rafael Cadenas, Vicente Gerbasi, por mencionar algunos, pero también los fantasmas de muchos poetas: José Antonio Ramos Sucre, Fernando Pessoa y sus heterónimos, en diálogo con Montejo y los suyos, Lautréamont. Y los mismos poetas muertos que reciben homenaje: Pepe y Eugenio. Va abriendo el texto como un calidoscopio y haciendo zoom a cada persona, situación o lugar que menciona a través de la obra. No sobran las palabras en este libro: como un poema, están las que deben estar. Van al poeta en cuestión: Montejo, por ejemplo. De ahí, a los lugares que recorrió. De ahí, a sus heterónimos. De ahí, a sus propios poemas. Abre una puerta que abre una puerta que abre una puerta.

Son lúcidas sus reflexiones constantes a través del libro. Indaga y abre la carne del poema. Por ejemplo:

El pensamiento poético arrastra mucho polvo viejo. Ya las metáforas existían antes de que el mundo apareciera como tal. Una esfera brillante, el ojo del universo: la mirada de Dios y todos los escritos que guarda aún en estos tiempos de tantísimos libros, unos legibles, otros insoportables, como éste, que no es libro y que es insoportable.

Es ese polvo viejo el que inunda cada página de este libro. Memoria, antigüedad. Como las muñecas de Reverón, la poesía es de temer. Es prima hermana de las Parcas. Sabe lo que los dioses no quieren que sepamos. Y se calla lo que ellos quieren que sepamos.

Este libro de Alberto Hernández no existe para brindarnos sosiego. Nos da las palabras para avanzar a través de la oscuridad.

Como postales, el libro va contándonos situaciones, épocas, poemas haciéndose. El nervio poético es eso: nos va contando, a través de flashes, de imágenes, cómo es que la poesía se va quitando la ropa sin apurarse. En Mérida, en Valencia. Nos muestra, en el lenguaje de los poetas, cómo una taquicardia va realizándose. En Caracas, en Puerto Malo. Nos va enseñando cómo se avanza hacia el morir y, de nosotros, qué sobrevive. Ese hueso final. Lo que lo hace literatura, narración, prosa, es el encuentro del cuchillo con el nervio y el salto en nosotros: así es como se hace el poema.

En El nervio poético leemos también un país, el que nos muestra la poesía. También el país de la enfermedad y el país de la muerte. Leeré tres extractos, que conectan estas ideas que señalo.

Las paredes son el sarampión de las horas pico. El legado, el legado de un gigante, musitan unas señoras. Viva la gripe aviar, añade un loco egresado de una escuela capitalina. Me mordió un alacrán, chilla una muchachita linda y bella que no usa zapatillas. El país se pudre. La nariz de la vaca se abre y respira el asco de los asistentes. Una música de putas y cabrones viene de la miseria de un cubano que baila en pantaletas. Unas viejas gordas y de tetas colgantes corren para competir en las olimpíadas o en el Miss Venezuela. La res se queda en esqueleto. Las paredes se pudren. El país se pudre. Desde 1960 hasta 2014: el poema defeca, llora, el poema no puede ir al baño. El poema mira el fondo de la letrina. El poema quiere lanzarse a la letrina. El poema ladra como un gato. Una paloma de la paz gruñe como una tortuga. El país existe en toda la miseria de la carne podrida.

Acá podemos leer un lenguaje muy presente en la literatura venezolana de los años sesenta a los ochenta. Un lenguaje entre Bacon y Hopper.

El segundo extracto gira alrededor de la enfermedad:

El cáncer y la poesía simbolizan la totalidad: vida o muerte.

Se muere de cáncer. Se muere de poesía. Se muere en el cáncer. Se muere en la poesía. No obstante, las palabras se hacen portadoras de su extensión en el tiempo: la eternidad no aparece en vano. Se es eterno en la medida en que se es borrado. Se es eterno en la medida en que la memoria reconstruye el olvido.

—Nadie muere de cáncer. Se muere de impaciencia —ha dicho un oncólogo dedicado a revelar los secretos de la poesía.

La poesía recupera el todo y lo hace visible.

El tercero es lo profético en la poesía, y el mandato de la poesía, en la voz de Pepe Barroeta:

Escucha, recuerda la profecía: Mira tu país, quémalo, arrásalo como sólo tú sabes hacerlo. Pon tus ojos a la disposición de la muerte; no olvides que la herida es lo único real. No olvides mis palabras que por ti se marchan del mundo de los desmesurados, del territorio de los grandes hacedores del fuego y que retornarán avanecidas y desgastadas por la molicie. Escucha siempre el ruido que dejó mi locura sobre las calles; atiende a esos silbos que brotaban de un hombre cuyo espíritu había crecido a punto de volcán.

Vive de forma que los muertos de infancia se sobrecojan. Vive, pero mira tu país, quémalo, arrásalo con los ojos.

La vida, la tierra, la enfermedad, la muerte. Este libro de Alberto Hernández no existe para brindarnos sosiego. Nos da las palabras para avanzar a través de la oscuridad. Y nos brinda lucidez y belleza. No mucho más. Pero, ¿querríamos algo más?

Los invito a leer esta obra, justamente galardonada por el jurado del Premio Anual Transgenérico.

Pienso que es un libro que llega a tiempo a sus lectores (no todos lo hacen y lo logran).

Es, por lo menos, un libro que yo necesitaba, y doy gracias a Alberto por ello.

“El nervio poético”, de Alberto Hernández
Fotografía: Alberto H. Cobo
Ricardo Ramírez Requena
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