I
Es de madrugada y navego en aguas que dibujan un país agónico, las luces se vuelven intermitentes. Me sorprendo al aparecerse en esas aguas un paquete de hojas blanquecinas que reclama su hendidura en el mapa del país roto. Enciendo una vela: Objetos poemados. Releo el título como si dijese, como si pudiera leerse en voz alta Artefactos de palabras impregnados de fragancias. Sonrío, al pensar que me espera un artilugio de exquisitos aromas. Es una promesa de perfumarse el discurso. Estoy segura de ese porvenir en manos de Alberto Hernández. Apenas entro, me recibe La botella. Florezco amanecida en su próximo brindis. De inmediato.
Soy afortunada pero El vaso está repleto de polvo, una boca muere. En esta vigilia, quiero ser una jugadora sin reglas como lo propone Foucault, con La cuchara y El cuchillo: tomaré estos ilustres trastos por lo que no son y a unas personas por otras. Alberto Hernández, confieso que ignoraré a tus amigos y reconoceré a tus extraños, me impondré una máscara. Invertiré los valores y todas las proporciones porque creeré descifrar tus signos. Los dientes de esos extraños tuyos que he reconocido y que tocan La cuchara, de carne y hueso, arrancan mi piel y quedo al desnudo. Ése, El cuchillo, tiene una personalidad extraña, me ha roto, ha traspasado mi mundo. La cuchara queda en desdicha.
Alberto Hernández ha inventariado muchos objetos de La casa y se ha dedicado a develar una suerte de fragancias de poemas.
Con El hacha, el verdugo ni siquiera se limpia la sangre de la cara ni le tiemblan los recuerdos, ni siquiera ante la muerte. Hernández no quiere hablar de El hacha que anda de mano en mano, ni quiere hablarnos del silencio que a ellos los acoge.
La mesa trastabillaba cuando dieron su discurso montados en la tabla. No los reconocimos sobre la tabla herida con el trinchete. El poeta los asusta con ese ruido, nadie sabía escuchar el silencio. Nadie sabía escuchar el ruido del fantasma. Fantasma que vive en el friso de La pared de la casa del amigo de Hernández, que ya es un extraño o son todos los extraños. Ese silencio sobrevive en la mía y en los escarapelados del ocio.
Ahora bien, en la lógica que opera Foucault, las reflexiones más que encontrar la verdad de las cosas inquieren ser instrumentos para explicar. Por eso, alcanzo a cargar La caja, o el ataúd donde viajan las sombras y sus cuerpos. Allí nos volvemos arquitectos y el poeta Hernández se luce explicando con barro y tornillos la casa con muros, techos, puertas, visillos. Explica y esclarece, sin reservas, la vida.
Alberto Hernández ha inventariado muchos objetos de La casa y se ha dedicado a develar una suerte de fragancias de poemas. Los ha perfumado con palabras: Los zapatos, La camisa, El pantalón, Los aretes, La sortija, El oro, El lápiz, La foto, El dibujo, Los libros, La joya, El teléfono y El retrato.
Al leer el trabajo de Hernández, de nuevo pensamos en Foucault, quien manifiesta que acercarse a los textos, de este modo como lo hace este poeta, es la labor de un cartógrafo, ofreciéndonos planos para orientar nuestro pensar. Y, curiosamente, afirma que escribir: escribir es luchar, resistir; escribir es devenir; escribir es cartografiar. Hernández es un cartógrafo. Deconstruye la oscuridad anudada a lo aciago y más aún, deviene en los artefactos de la tortura: El látigo, Las pinzas, El martillo, El clavo, El cincel, El candado, La cerradura, El callejón, El puente, La soga y El bozal. Todos despuntan indemnes de la putrefacción en la que han sido usados. Han salido poemados.
II
El silencio surca Los poemas sin objeto e indago en las nubes de ese interior personal que no tiene “obiectus” y me pregunto.
¿Existen esos no-dispositivos de poder que desentraña Alberto Hernández en sus poemas? ¿Están descolocados poema-objeto? ¿Son asíncronos? ¿No existe un objeto para cada poema? ¿Ese conjunto de poemas con bella estética y emocionalidad no tiene representación en el conjunto de objetos? ¿Ni siquiera en los que han sido lanzados al cielo o a una cesta que dice: “objetos perdidos”?
Por esa suerte de objetos extraviados que no se subordinan a los poemas de Alberto Hernández, no daría ni un centavo. Abrazaría los poemas donde veo mi vida, mis sentires. Esos en los que me quedo suspendida, dando vueltas, sujetando mi corazón. Corazón que llora y se queda en una tristeza permanente. Los que son una guarida en este país roto.
Es que acaso para el poema La Ilusión, no existe su objeto o es que quizás ¿se ha mantenido oculto? ¿Es que hay interferencias entre ellos que no podemos percibir o nombrar?
Canta Hernández con ese elegante lenguaje, lugar lleno de aromas donde se expresa y del que procura no hacernos sumisos en este país extraviado.
La ilusión
Iluso quien escribe.
Iluso el texto.
Vano el instante al trazar estas líneas.
Seremos eternos.
Iluso el tiempo que nos queda.
Canta Hernández con ese elegante lenguaje, lugar lleno de aromas donde se expresa y del que procura no hacernos sumisos en este país extraviado. No lo hace ni siquiera con los poemas de poder pero sin objetos, con lo que transgrede y nos hace creer en la ilusión de la libertad. Creer ante la locura.
- Objetos poemados / Poemas sin objeto, de Alberto Hernández - miércoles 21 de octubre de 2020