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Extraños pelajes o de la mirada como hacedora de otros mundos

miércoles 15 de septiembre de 2021
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“Extraños pelajes”, de Adolfo Villafuerte
Extraños pelajes, de Adolfo Villafuerte (Camelot América, 2018). Disponible en la web de la editorial

Extraños pelajes
Adolfo Villafuerte
Cuentos
Ediciones Camelot América
Ciudad de México, 2018
ISBN: 9788494914959
115 páginas

“Sólo por el hecho de observar, el observador altera lo observado”, recuerdo haber escrito alguna vez (varias veces, ahora que lo pienso). Esta suerte de premisa —que a esta altura ya no sé si es mía o de algún autor inconfesable— se cumple a la perfección en Extraños pelajes, del colombiano Adolfo Villafuerte. Sucede que los diez cuentos que integran este interesantísimo libro tienen la mirada como única gran protagonista, lo que no deja de ser alentador si tenemos en cuenta el auge que cierto subjetivismo pretendidamente intimista ha venido teniendo en la narrativa de los últimos años.

Sin embargo, Villafuerte no hace gala de una mirada objetivista, propia de la nouveau roman de Robbe-Grillet, sino más bien de una mirada atravesada por el extrañamiento, como la que encontramos en “El aleph”, de Jorge Luis Borges; “Axolotl”, de Julio Cortázar, o “El conflicto”, de Virgilio Piñera. Extraños pelajes, indudablemente, pertenece a este linaje. El extrañamiento del que hablo está ligado a las situaciones de las que los personajes de estas historias son testigos, cuando no demiurgos o víctimas. Me refiero a la irrupción de lo extraño o de lo fantástico en el mundo de las convenciones y los lugares comunes, en la tierra de “La Gran Costumbre”, como diría el ya citado Julio Cortázar.

La escritura de Villafuerte merece un párrafo aparte. Su prosa es precisa, de léxico rico y dueña de una fina ironía.

Ahora bien, la teoría literaria sostiene que lo que diferencia al cuento extraño del cuento fantástico es la actitud de los personajes frente a un hecho disruptivo, frente a un suceso que se impone como una ruptura del plano de lo real. En relación con esto, los personajes de Extraños pelajes parecerían tener una actitud resignada o incluso cómplice ante lo que les devuelve su mirada, y lo que les devuelve supone siempre una alteración del universo conocido: un cosmos en miniatura escondido entre la mugre del baño de una habitación de pensión; un hombre incrustado en una de las paredes de la casa de una pareja de recién casados; una titánica oruga obsesionada con escalar la blanca superficie de un muro; un esparadrapo en un mentón que oculta una escoriación imaginada; una diminuta y contrahecha criatura que custodia una de las entradas al infierno, entre otras tantas rarezas.

La escritura de Villafuerte merece un párrafo aparte. Su prosa es precisa, de léxico rico y dueña de una fina ironía, atributos que la emparentan con la prosa barroca de Gracián, y que no son otros que los que reaparecen en los cuentos del ya mencionado Virgilio Piñera. A modo de ejemplo, cito un fragmento del cuento “Ω”, quizá el que mejor resume la intención de todo el libro:

Miró y no encontró al organismo en el banco; “ya se me trepó”, pensó, pero enseguida lo vio prendido a la pared, subiendo. La superficie pintada del muro, era evidente, ofrecía menos agarre para sus patitas, y el bicho titubeaba. Pero subía; subía como si supiera para qué subía. En un punto, una gota de pintura que se había solidificado en pleno proceso de escurrirse por la pared bloqueó el camino vertical de la oruga. Insignificante protuberancia en la pared, apenas visible para Antonio, nuevo e insoslayable obstáculo para la oruga, a quien ahora tenía casi al nivel de su rostro; un soplido con fuerza y el insecto prácticamente dejaría de existir. Se enterneció por su fragilidad. Ya estaba franqueando la gota de pintura. Seguía subiendo, irracionalmente. Antonio miró arriba. Calculó unos diez metros de fachada blanca y baldía, sin ventanas, hasta llegar al techo (y una vez en el techo, ¿qué?). Se sintió algo admirado ante la cerrazón de esa voluntad bruta y lineal; sintió, sin reflexionar, que su concepto de fragilidad estaba un tanto trastocado; luego lo pensó, por medio de un imaginado escenario en particular: él, atrapado en el fondo de un estrecho pozo de concreto con las paredes internas pintadas de blanco; nadie cerca que pudiera ofrecerle ayuda; él, desgañitándose impotente para terminar pereciendo enloquecido y deshidratado. Al tiempo que la oruga, que casi sin querer habría emprendido su ascenso el día anterior, estaría ya a pocos centímetros del boquete del pozo, sin saber que lo estaba, sin saber qué era un pozo, ni qué era arriba ni abajo, ni qué era miedo, ni muerte. Antonio, de vuelta en su universidad, acercó su cara al bicho y entornó los agotados ojos atravesados por raíces sanguinolentas: detalló su textura de terciopelo amarillo fosforescente. Alejó el rostro y continuó admirando a aquella larva de Sísifo, acuciada por algún absoluto ajeno a Antonio, y que reclamaba al bicho, tal vez hacia su supervivencia, tal vez de vuelta hacia el estruendoso útero originario que seguiría arrojando bichos ciegos a que se arrastraran por la tierra, sin llegar nunca a comprender en lo más mínimo qué es lo que está pasando.

Adolfo Villafuerte, como buen lingüista, sabe que sólo existe un “estruendoso útero originario”: el lenguaje. Únicamente mediante su dominio pueden explicarse los universos que nuestras miradas descubren o fundan a su antojo, pues, como ya nos lo advertía Paul Éluard, “hay otros mundos, pero están en este”.

Flavio Crescenzi

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