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Un deshielo de voces
(sobre Nadar en seco, de José Luis Morante)

sábado 10 de junio de 2023
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“Nadar en seco”, de José Luis Morante
Nadar en seco, de José Luis Morante (Isla Negra/Crátera, 2022). Disponible en la web de la editorial

Nadar en seco
José Luis Morante
Poesía
Isla Negra Editores/Crátera Editores
Puerto Rico/España, 2022
ISBN 978-9945-637-05-2
88 páginas

Nadar en seco es el más reciente poemario de José Luis Morante tras una dilatada y reconocida trayectoria poética de más de tres décadas, conmemorada en 2020 con la publicación de su antología poética Ahora que es tarde (La Garúa). Como advierte José Antonio Olmedo en su prólogo al libro, la voz lírica de Morante “se ha aquilatado y consolidado” (11). De hecho, podría decirse que hay en él una tendencia cada vez más acusada a la sobriedad, a la reflexión existencial sin moraleja, una “Invitación al silencio” —título de uno de sus poemas— que podría recordar a la última etapa de Juan Ramón Jiménez, la suficiente o verdadera, con una tendencia al misticismo introspectivo, aunque en Morante la divinidad interna de Juan Ramón da paso a un potente presentismo y a una celebración de la vida desde la conciencia de finitud adquirida con el paso de los años.

Los versos de Morante siempre se han caracterizado por un armónico ritmo trazado a través de la alternancia de versos imparisílabos sin rima —con predominio del endecasílabo— y un uso preciso y elegante del lenguaje, más desnudo y reflexivo en los últimos libros. Como apunta Olmedo, Morante domina “la palabra precisa, un ritmo matemático”, que combina con “la profundidad de una mirada cultivada” (12). La precisión de su arquitectura métrica y prosódica, junto a una clarividencia sosegada, convierten a Morante en un demiurgo de la palabra que, a pesar de crear poesía como un monumento duradero, celebra la contingencia de nuestra condición mortal. Esta voz poética tiene “la frágil convicción / de dar molde a las piedras” (23). En el poema “Huellas”, el demiurgo crea con todo esplendor —“En el aire, mis dedos / exploran cavidades y palabras, / los hilos de rendijas interiores” (35)— hasta que, finalmente “un deshielo de voces… nos pronuncia” (35). El libro incide en que esta construcción arquitectónica no tiene cimientos, precisamente por “la fragilidad de la semilla”, por zanjarse en el silencio, donde “escarban / futuro las raíces / y dormitan los troncos / que buscan en el aire arquitectura” (52). Y es que esta arquitectura surge de la vulnerabilidad. Ahí radica su belleza.

El libro comienza con una “Epifanía”, una invocación inicial a la poesía como espacio reparador y reflexivo. De hecho, el poemario está marcado por una intención metapoética. Las reflexiones existenciales y las escenas cotidianas y del recuerdo están siempre supeditadas al poder de la palabra poética, a la autoconsciencia de que sólo la poesía puede salvarnos y ayudarnos a aprender a nadar en seco, en una época de sequía existencial. La epifanía con la que arranca el libro nos hace ver que el poema “es palabra con alas que despierta / el hilo en el ovillo / de los sueños”; el poema “desciende luminoso” y “conoce remedios” (17). Pero este sujeto poético deja claro que la poesía nunca ofrece certidumbre —“el seco desconcierto del poema” (27). A pesar de las “torpes maniobras caligráficas”, las “voces muertas”, los “inertes garabatos expandidos / en la nada marmórea” (27), a pesar de “las grafías… sólo manchas, deshechos, / reincidentes borrones” (29), la belleza del poema radica en que, al final, renace en él “el asomo de la luz, la rama nueva. / Aquello que nos queda por decir” (27).

A pesar de las contradicciones del poema, Morante lo presenta como el único hogar posible tras desechar el heroísmo clásico.

La poesía es una rosa fulgente de belleza incomparable, pero cuyo alimento es la materia oscura y abyecta. Ésa es su misteriosa alquimia. El poema titulado “Alcantarilla” es el claro ejemplo. Las alusiones a “una rata furtiva”, al “hedor” y “la náusea” son necesarias para descubrir que al fondo “yace dormida la belleza” (20), un fondo del que “emergen / estelas de luciérnagas” (21), esa luz del poema que ilumina en tiempos aciagos, en tiempos de sequía, como decíamos antes, y que permiten a la voz poética “sacud[ir] el agua ausente” y aprender a “Nadar en seco” (21). Y así coexisten dos conceptos antagónicos: “el tragaluz oscuro y el pacto de vivir” (25).

A pesar de las contradicciones del poema, Morante lo presenta como el único hogar posible tras desechar el heroísmo clásico de figuras como Odiseo. En “Conócete a ti mismo”, y desde un posicionamiento posmoderno, rompe con el héroe clásico afirmando que “fracasan los impulsos de la épica” y reconoce que “el valor de los héroes / sólo practica ritos de la ciencia ficción” (37). Como Odiseo, esta voz poética transita como un nómada (37), pero, al contrario que él, jamás regresa al hogar. Cuando afirma: “Dentro de mí no hay nadie / salvo yo” (37), abre la puerta a la exploración de una identidad cotidiana y antiheroica que acepta su vulnerabilidad, sobre todo desde la posición de un hombre en edad adulta —las citas iniciales de Nothomb, Segovia, Gerbasi y Gómez Beras posicionan a este sujeto en el ocaso de su existencia. Por eso, subvierte la tradición clásica para cuestionar la realidad, que no está ahí, fuera de la caverna de Platón, sino que es la propia caverna, tan extraña (45). Esta voz, “en las puertas del frío / necesit[a] encontrar / el sol en casa” (19) y, por eso, a pesar de su nomadismo existencial, se queda a vivir en el poema (35) y nos invita a hacerlo, a habitar esta arquitectura etérea, cambiante, única.

Es desde esta consciencia metapoética que Morante nos invita a conocer la ficcionalización del yo, la construcción de este individuo antiheroico a partir de elementos autobiográficos. “Conócete a ti mismo”, ya nos decía en el poema mencionado anteriormente, donde concluía invocando “la piel desconocida, misteriosa, / intangible, / que quiere conocerme” (37). De nuevo, surge la paradoja de una voz poética que “busc[a] piel” pero que “abrazar[á] mañana su vacío” (38-39). Y es que el poema, aunque intangible, late e incluso podría decirse que tiene su propia piel. La certeza, como decíamos, nunca se garantiza, de ahí que este sujeto poético “bus[que] respuestas cada noche, / mientras arde en las manos / la palabra amistad” (42), tal vez la amistad cómplice de quienes leemos estos versos y encontramos refugio en esas manos ardiendo e iluminando la noche. Su declaración de intenciones queda clara en el poema “Tinta fresca”, donde “me propongo / hacer de nuestra vida / un poema continuo”.

En esta ficcionalización del yo, Morante nos advierte de que la memoria es “un germen de luz / que ilumina la noche” (44), otra luz que guía la construcción del poema. De ahí que se reencuentre con el niño que fue, en soledad, y beban juntos el agua del pasado (24). Este acto le permite visitar la casa que una vez fue suya, antes de que “la niebla / apagara su luz” (54) y comparte las preguntas del niño, como las suyas propias, “en los frágiles bordes / de una página escrita” (54), marcando de nuevo la fragilidad de esta arquitectura evanescente que es la poesía.

Esta voz poética —“al borde de mí; / soy un mapa menguante” (79)— se identifica finalmente con Adán y con un “viejo paraíso que mudó de lugar”, un gran árbol que se convirtió en “el espejismo firme de la pulpa / que supura dolor” (80), una España mítica e idealizada, que es ahora “el no lugar del náufrago” (77). Se cuestiona el origen, el jardín que fue la casa, no hay hogar al que regresar. “Cumplida la tarea” (83), el mensaje es claro: “No intentes comprender. / Sólo camina y sigue” (72).

Tras este peregrinaje vital y metapoético de extrema lucidez, la falta de agua, de alimento, de valores, de sueños, “la nada”, nos dice, “es otro modo de empezar” (86).

Gerardo Rodríguez Salas
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