Bajo el cielo de Auvers-sur-Oise
“Ahora debo aprender a vagar con mi propio cadáver”.
Adolf Loos.
El verano ha muerto sobre Ravoux,
con una taza de café y una manta
espero que monte el alba.
No podré seguir ruta a Trípoli
las bombas sacuden y el cielo
solo sirve para fotos
con las que ganan premios
corresponsales de guerra.
Nada iguala la sangre
que convierte el trigo
en textura de museo.
Son tantos pigmentos rojos
alterados, sobre cráteres dispersos
semejantes a la luna.
Entre la cabeza y el tallo pie,
lo que fue un vago
suvenir de hombre sin oreja.
El perro de la pensión rellena
con excrementos que abultan como
semillas de enredadera.
Una a una mea las plantas,
deja rastro en las arcillas
donde viven los olivos,
mientras me mira
como si fuese cómplice.
El mal bifurca mi destinación,
ninguna ciudad es segura,
el mal acecha, en toda ciudad
el extremo desgasta la roca,
y entreteje el mármol
como si fuese mantilla
que envuelve las cabezas.
No quedan domingos de sol
si un hombre mareado
arrastra el pie,
y con la lengua enroscada
se reclina para rondar en sombras.
La mesera sacude las migajas
en la mesa cercana
el mantel flota
como una bandera blanca
que me incita a abandonar
la cruzada, el Oriente ya no existe
lo exótico esconde peligros.
Desde hace tiempo he perdido
el gusto por lo innecesario,
mi suerte está en la flecha
que mata por casualidad al ciervo.
Regresaré al norte
—repetiré hasta el cansancio—,
tengo que barrer,
siempre tengo un plato sucio
alguna ropa por secar
para no llegar a incendio.
La tranquila vaga
Yo, la pereza,
atada a medias de lana,
con el ojo en desvelo aguardo
que las neuronas me permitan
abrir la ventana,
pero poner un pie me da vértigos,
de sudores habitada,
tiemblo en un mar de helechos.
La Manche me ha agotado
con su ulular persistente.
En esta plaza olisqueo
seres que recrean con aspavientos
la que no soy.
Me desconsuela el espanto
que trasciende de sus rostros,
pero a—penas— hago esfuerzos
al peinarme.
Como si cargase
mil hombres y mujeres
desprotegidos, froto las manos,
y me adentro en el insolente
desatino que nos une.
Soy la vaga que cava
una gruta hasta el panadero
que cada amanecer escupe en la harina.
Le observo, a las cinco del amanecer
se toca la entrepierna,
de su delantal asciende la niebla.
La racleta de la mantequilla
afina como un arpa
sobre el patio de lo que fue mi casa.
Casa que levanté bajo nevadas:
mesa rústica, techo agujereado
y mis padres extendidos
sobre una colcha de ovejas.
Yo, la parásita,
me alimento de letras,
en correos de un amarillo triste
como todo lo que llega de esa isla de veranos.
Yo, la pereza, desgarro papelillos
de biblia, rasgo poemarios
para fumar un cigarro
con ángeles y demonios,
sin poder ayudar a unos y a otros
en este oficio, este experimentar
pobreza tras pobreza,
enfermedad tras enfermedad
fe, agnosticismo y fe
porque algo hay que cultivar en el acuario
para algo me fue dada esta mano abismada,
este cuerpo que remienda oficio e
hilvana cierta luz en el esqueleto
que apenas sostiene mi sombra en la ventana,
frente a otro dedal,
otra aguja que se instala
en otra gota de sangre.
Oficio despedidor de horas
He escrito poemas en un papelucho,
he garabateado en el borde,
más estrellas que todas las de la Vía Láctea
y sigo
como ciega
en la noche
en que murió mi padre.
He quedado ausente, como si me hubiesen
otorgado visa para la niebla.
Me queda pan, aceite, olivas y vino barato.
Puedo inventar una vida de huérfana,
tengo tiempo, no llego y si llego
no pueden reconocerme.
El centeno que corta el aire
Heme ciega en la siega del cerro
cuando pinto al centeno que corta el aire.
Heme en la siega ciega de
la lluvia de cascarilla
que recorre el poro
blanquea la azarosa chaqueta
donde escondo tabaco negro,
hojas finas, papeluchos con versos
y el encendedor presto.
La culpa me doblega,
me enferma cortar
este campo que observa
desde el auto
el turista del verano.
Con cada golpe de azada
cae un pensamiento de Van Gogh.
En mi espalda dos mujeres
se afanan en juntar montañas
hasta que llega el tractor y oprime
con insoportable quejido
la hojarasca.
No hay paisaje, no queda ningún centeno,
la extensa planicie muerta
sobre la bota que salta
sobre la guarida de conejos
y liebres.
La noche se acerca,
huele a la santísima
mezcla del alma de las plantas
con la inmensidad de océano.
Al amanecer iremos a abalear
en las cuencas.
La tormenta se acerca
pero ya nada queda en pie,
nada a desbaratar,
es solo una mala noche
hasta que lleve la harina al hostal y
el pan embriague la boca de los Hombres.
Confesiones de una vagabunda
¿Cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo?
Francisco de Quevedo
Antes de perder la cabeza
pondré sobre la mesa
la herida.
Quiero esconderme
en la plaza pública,
donde siempre he estado
al alcance,
a la mano
sin perturbar
o llamar la atención.
Quiero tener paz
al nombrar cada esencia
que me ha matado.
De nada os sirvo,
podéis cerrar el cuaderno,
quemarlo,
escupirlo
depositarlo en el bolsillo
del suicida.
De todas formas
soy culpable:
he bebido poco
he fornicado menos
pero embriago
—borracha,
no admito finuras
en carne descompuesta—
ebria de sentir
cómo olisqueas en un verso
buscáis consuelo donde no hay,
buscáis compañía
cuando huyo.
Escasea el tiempo,
me voy a traicionar,
voy a vender
como postalita
mi circunstancia.
Decorticaré cada ciudad,
cada perro,
seré breve como un rayo:
no me ha acompañado
la suerte.
Desde que partí de mi tierra
no he recomenzado,
solo cuadernillos,
mendicidad
y este breviario
de vagabunda estacada.
Me dijeron calla,
pero no he obedecido.
Aprende: no soy perla
de altar, ni manto
que busque espalda.
Quizás hasta posea
lo que necesitas,
pero puedo mancharte,
estoy sucia como una
frase de usurpación
a la deriva del Danubio.
He fallado:
quise retenerme adolescente,
quise que mi hija fuese siempre niña,
pero usé el santo que no conviene,
jugué el número que no tocaba,
usé la bárbara costumbre nórdica
de la sal
sal gruesa en la acera,
sal en la puerta
para espantar la nieve,
el mal ojo, la escasez,
la fatalidad.
Pero llueve
y sobre el nueve la lluvia,
rastrojos de mudanza,
ropa usada,
fotos en el cajón de cocina
junto a utensilios oxidados
como tú y yo,
extranjeros de especie.
Una mujer común,
con una camisola de hospicio
rasgada, amarillenta,
sin identificación.
que te confiesa
llamarse Margarita.
La aguja en el pajar
Para mi abuela Luisa
De lo alto de los edificios de París
cae la ceniza
que sacude la mujer
que vive en la buhardilla
y se ocupa de bibliotecas,
limpia antologías,
deposita libros
……uno a uno
en el sentido del abecedario.
Su mano compone habitaciones,
……los zapatos
—el rojo con el talón
delicado a un lado—
Tose la negrura,
las infinitas capas de hollín
que denuncian tráficos en el mercado
cuando fuma a escondidas
cigarrillos negros.
En las calles adoquinadas
el interminable polvo que sacude
cae, cae en la cuesta,
cae en toda la barriada,
en las casas que no le pertenecen,
las casas sucias
donde purifica el oro,
el vidrio de bacará,
la botella que no puede abrir,
no puede romper,
no puede sacudir,
para no alterar el vino
de 1764
—nunca sabrá si es amargo
o la uva desafió la inmortalidad.
Su pelo se agrisa
sus ojos lagrimean
en el pañuelo bordado
por la abuela en América
mientras cae,
cae ceniza
de lo alto de Montmartre,
cae y se acumula en montículos
junto a las castañas que hieren
y otra vez amanece,
sacude, sacude,
respira.
- Poemas de Margarita García Alonso - viernes 22 de abril de 2016